Ha descubierto la condición física y la delgada línea entre el rendimiento óptimo y el desastre. Se vuelve atento a las señales que emite el cuerpo. Las palpitaciones, el dolor de garganta, los mareos al levantarse, los dolores articulares menores, o el despertarse en mitad de la noche; todos estos signos tienen un significado y le alertan igual que el crujir de una ramita alerta al ciervo en el bosque. Le avisan de que ha ido todo lo lejos que puede ir.
Cuando la condición física acaba, empieza el descubrimiento de uno mismo. El atleta que está al mando de las destrezas de su deporte comprende a la persona que es por medio de su estrecha relación con el deporte y su respuesta a los esfuerzos y tensiones que surgen dentro de él. Y descubre de qué está hecho. Y cuál es su verdadera personalidad.
Charles Morris, en su obra Variedades del valor humano, sugiere que hay tres componentes básicos en la personalidad humana: dionisiaca, cuya tendencia es dejarse llevar y ser indulgente con sus deseos; prometeica, con tendencia a manipular y reconstruir el mundo; y budista, con tendencia a regularse controlando los propios deseos. En resumidas cuentas, estos componentes psicológicos se describen como dependencia, dominancia e imparcialidad.
No debería costar tanto que una persona de setenta años en buena forma encuentre su deporte y el estilo de vida apropiado. Imparcial, dominante o dependiente; budista, prometeico o dionisiaco.
Incluso tal vez funcione con nosotros, guerreros envejecidos que no estamos seguros de si estamos viviendo, como dijo Erikson que deberíamos, nuestro apropiado y único posible ciclo vital.
La fórmula de la grandeza, escribió Nietzsche, es amor fati, el amor al destino, el deseo de que nada sea distinto, ni adelante ni atrás, para toda la eternidad. Y no meramente para cargar con lo que es necesario, sino para amar también.
A bote pronto, la frase parece tener escasa aplicación para las personas ordinarias, para ti y para mí. Grandeza y necesidad, destino y eternidad son palabras que los pensadores tienden a usar, ideas que tienen poca relación con nuestras realidades.
Pero cuando leemos a Keats y la visión del poeta, damos un paso adelante en esta necesidad y en nuestra realidad. Keats veía el mundo como un «Valle de Forjar Almas», pero decía que los humanos no éramos almas hasta que adquiríamos identidad, hasta que cada uno era personalmente él mismo.
El único hombre que vive realmente, apuntó Ortega, es el que sigue su voz interior, la cual dice: «Eres capaz de ser lo que quieras; pero, sólo si optas por este o ese patrón específico, serás lo que tengas que ser».
La pregunta, entonces, no es la presencia de esta necesidad, ni siquiera su aceptación. Ciertamente haremos eso cuando nos enfrentemos a esa verdad. La pregunta es cómo descubrirlo, cómo oír su voz, cómo descubrir nuestro patrón, cómo saber la identidad de nuestra alma.
Nuestro problema, entonces, no es la posibilidad de esa necesidad, sino la probabilidad de que tal vez nunca lo sepamos. Que tal vez acabemos nuestras vidas sin haberlas vivido en realidad. Que tal vez lleguemos al final sin haberlo experimentado, sin haber oído nunca la llamada. Nuestra tragedia tal vez sea un alma no usada, un designio sin cumplir.
Por suerte, Nietzsche hizo algunas sugerencias sobre lo que deberíamos hacer para evitar dicha catástrofe. Presta atención, decía, a los pequeños detalles. Cuida tu nutrición. Controla tu alimentación. Ten cuidado con dónde vives y con el aire que respiras. No metas la pata a cualquier precio para la elección de tu recreación. Desarrolla un instinto de auto defensa. Haz de tu vida un juego.
Esos pequeños detalles son inconcebiblemente más importantes que todo lo que uno ha considerado importante hasta ahora. Las tareas grandiosas, afirmaba él, dependen de cosas pequeñas, cosas que por lo general se consideran completamente indiferentes.
Nuestra salvación, por tanto, radica en vivir día a día la que seguramente es la vida atlética, la vida dedicada a la condición física, la vida de alguien que conoce la importancia de prestar atención a las cosas pequeñas, a los detalles supuestamente menores de la vida diaria. El atleta es consciente de todos los puntos a los que Nietzsche hacía referencia. Conoce la respuesta al entrenamiento, a la comida y a la relajación. El efecto de la tensión y de otras personas, de la energía malgastada en situaciones y relaciones que le convierten meramente en un reactor. Y el atleta sabe más que la mayoría cómo encontrarse a sí mismo en el juego, y aceptarse por quien era, es y será.
Los que hayan encontrado ese juego, y con él su cuerpo, saben que la vida se reduce a los sentidos del gusto, el tacto, el oído, la vista y la respiración. «Nuestros cuerpos son nosotros, nosotros», escribió John Updike disertando sobre la inmortalidad, otra gran idea. Y prosiguió sugiriendo que el único Paraíso que podemos imaginar es la Tierra, que la única vida que deseamos es ésta.
Una buena condición física es, por tanto, obligatoria. Cómo se consigue es una cuestión individual, una cuestión, diría yo, de necesidad. Pero, tanto si es el footing o el submarinismo, como el tenis o el montañismo, su práctica implicará prestar atención a los detalles que pone de relieve Nietzsche. Y al seguir esta prescripción, comenzaremos a descubrir la persona que hay dentro, a bruñir, pulir, raspar y dejar que nosotros tomemos forma.
Seguro que éste es el camino que debemos seguir para encontrarnos a nosotros mismos, para respetarnos, y para aceptar nuestro destino. La condición física puede ser la formula, si no es por la grandeza, al menos por el conocimiento personal necesario para llevar una vida plena. Lo cual es lo máximo que nosotros, grandes o pequeños, podemos esperar.
Los más débiles de entre nosotros podemos convertirnos en algún tipo de atleta, pero sólo los más fuertes sobreviven como espectadores. Sólo los más duros soportan los peligros de la inercia, la inactividad y la inmovilidad. Sólo los más resistentes se enfrentan al derroche de tiempo, al deterioro de la condición física, a la pérdida de creatividad, a la frustración de las emociones, y al embotamiento del sentido moral que puede afligir al espectador muy entregado.
Los fisiólogos han sugerido que sólo los que pasan los exámenes físicos más rigurosos puede llevar con seguridad una vida sedentaria. El hombre no está hecho para vivir en reposo. La inactividad es completamente antinatural para el cuerpo, porque se rompe el equilibrio. Cuando se suprimen los efectos beneficiosos de la actividad sobre el corazón y la circulación y, por supuesto, sobre todos los sistemas del cuerpo, todo lo clínicamente mensurable comienza a salir mal.
Y comienza a aumentar el diámetro de la cintura y el peso corporal. Aumenta la tensión arterial y la frecuencia cardíaca. Aumenta el colesterol y los triglicéridos. Aumenta todo lo que te gustaría que disminuyera, y disminuye todo lo que te gustaría que aumentase. Disminuye la capacidad vital y el consumo de oxígeno. Disminuye la flexibilidad y la eficacia, la tolerancia física y la fuerza. La condición física se convierte rápidamente en un recuerdo.
Y si el cuerpo sufre, ¿puede la mente quedarse al margen? El intelecto se debe endurecer tan rápido como las arterias. La creatividad depende de la acción. Desconfía de toda idea que surja mientras estás sentado.
El espectador sentado no es un pensador; es un conocedor. A diferencia del deportista, que todavía vive de sus experiencias, que está abierto a la verdad, el espectador ha cerrado el anillo. Su pensamiento se convierte en un conocimiento rígido. Se encierra en sí mismo por mor de sus inclinaciones, su partidismo y sus prejuicios.
Se imagina autosuficiente y deja de crecer. Y ese crecimiento es lo que