Deuda de familia. Nadia Noor. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nadia Noor
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417160807
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mano una vela y una caja de cerillas. Desde el fallecimiento de su padre, habían pasado cuatro días y ese día abandonaban la hacienda para regresar a la ciudad. Cuando llegó delante de la cripta, se sentó sobre el borde de cemento y abrazó el frío mármol de la lápida apoyando la frente sobre la dura superficie. Una pregunta no dejaba de atormentarla.

      —¿Por qué lo hizo, padre?

      Permaneció un tiempo en silencio, después encendió la cerilla y colocó la vela iluminada en un farol de cristal para resguardarla del aire. Besó el mármol y se despidió en voz baja.

      —Volveré pronto. Madre ha ordenado que regresemos a la ciudad. Está muy inquieta y se la ve preocupada. Creo que le quería más de lo dejaba entrever. Aprovecharé el viaje para hablar con Sergio. Le diré a madre que contaba con su bendición. Sé que aprobará lo nuestro, solo necesito convencerla de que lo conozca. ¿Verdad?

      La cripta permaneció callada, su padre no podía contestarle, ni tranquilizarla con su mirada comprensiva. Aun así, Natalia continuó sentada hasta que escuchó a su madre llamarla. Recogió con cuidado los bajos de su vestido para no salpicarlo de barro y se apresuró en regresar.

      —Te has manchado el vestido —la amonestó Patricia nada más verla—. Sube a la carroza, se nos hace tarde.

      Recorrieron en silencio las dos horas de distancia hacia la ciudad, cada una presa de sus propios pensamientos.

      —¿Padre dónde está? —la voz cristalina de Delia rompió el silencio, e hizo que las dos mujeres se incorporasen de golpe para mirarla—. Hoy, no lo he visto.

      —¡Esta niña es retrasada! —resopló Patricia enfurruñada—. Sin duda.

      —Madre, no diga eso. No tiene derecho a pagar con ella su dolor —protestó Natalia con vehemencia. Abrazó a su hermana y le besó el pelo con delicadeza—: Padre ha ido al cielo, cariño. Ya no podremos verlo. Pero desde arriba siempre cuidará de nosotras.

      Delia asintió pensativa y apoyó su cuerpo delgado en el de su hermana. Sobre su rostro grisáceo brillaron unas lágrimas solitarias. Natalia se emocionó ante la difícil situación que atravesaban y comenzó también a llorar.

      —¡Lo que faltaba! —las amonestó su madre y, tras alzar la vista hacia el techo de la carroza, añadió enfadada—: Rafael, ¡mira en qué situación me has dejado! Más te vale cuidar de nosotras. Más te vale. Donde sea que estés, enmienda tu error.

      Llegaron a la ciudad sudorosas, cansadas y tristes. Patricia pidió una infusión de hierbas y se encerró en su alcoba para descansar. Natalia ayudó a Delia a cambiarse y la dejó dormida en su cuarto. Después refrescó su propio cuerpo en una palangana con agua templada, se enfundó en un vestido de lino color azul marino y llamó a Almudena.

      —Acompáñame, vamos a salir.

      —Son las tres de la tarde y hace mucho calor, señorita —se quejó la criada.

      Natalia la miró desafiante, por lo que Almudena accedió.

      —De acuerdo, pero que sepa que nos vamos a achicharrar. La señora Ana dijo en la cocina que ningún alma decente debería salir.

      Mientras caminaban bajo el brillante sol de pleno agosto, Natalia se arrepintió de no haber retrasado la salida, por lo menos, un par de horas. El vestido de lino se pegaba a su cuerpo como una segunda piel dificultándole la caminata. Cambió la sombrilla sobre el hombro izquierdo y siguió avanzando hacia el cuartel militar. Media hora más tarde, se pararon delante de un banco situado en las proximidades. Una hilera de árboles frondosos hizo desaparecer entre su follaje el ardiente sol, por lo que se resguardó agradecida bajo la sombra de los mismos.

      —Almudena, acércate por favor a la entrada del cuartel y pide hablar con el sargento Sergio Fernández —le rogó, mientras se abanicaba el rostro sudoroso con energía.

      —Señorita, no me pida eso —se negó la muchacha presa de una importante agitación—. Si la señora se entera, me echará de la casa.

      —Almudena, nadie se va a enterar, deja de poner excusas. Es importante, ve por favor —Natalia le suplicó con la mirada, mientras rebuscaba en su bolso de mano y sacaba un puñado de monedas—. Toma, conténtate con estas, no tengo más.

      La criada aceptó las monedas de buena gana y desapareció con paso ligero entre los árboles. Natalia aprovechó la espera para acicalarse. Se acercó a una fuente, alargó los brazos formando un cuenco con las palmas de sus manos y arrojó sobre su rostro arrebatado una cantidad generosa de agua. Después, se refrescó el pelo pegado a la nuca y alisó la falda que se adhería a sus muslos. Regresó al banco y se dispuso a esperar.

      Unos minutos más tarde, en el horizonte, se perfilaba la silueta de Almudena que caminaba en compañía de un hombre uniformado. Cuando llegaron a su lado, los ánimos de Natalia decayeron, puesto que el militar que acompañaba a Almudena no era Sergio.

      —Señorita Natalia —la saludó Daniel, uno de los mejores amigos de Sergio—. Mi más sentido pésame. —Hizo una ligera inclinación de cabeza y se acercó a ella para besarle la mano con afectación.

      —Gracias, Daniel, es muy amable. —Sonrió intentando parecer animada—. Y Sergio, ¿dónde está?

      —Me temo que no lo sé. —El militar clavó la vista en sus botas de cuero en una inequívoca señal de incomodidad—. Ayer se alistó voluntario en una misión secreta.

      —Y, ¿cuándo regresará? —preguntó con un hilo de voz—. Me imagino que habrá dejado una nota para mí.

      —Las misiones secretas no tienen fechas, pueden durar días o incluso meses —le explicó apenado —. No ha dejado nada para ti, Natalia, lo siento.

      —¡¿Nada?! —exclamó con la mirada desorbitada—. ¿Sabía que mi padre ha fallecido?

      —Sí, lo sabía.

      Pese al sofocante calor, a Natalia la envolvió un áspero frío. Una corriente helada comenzó a recorrer su columna vertebral y se estremeció. Siguió sentada en el mismo banco, ensimismada, mucho tiempo después de que el militar se hubiese marchado. Buscaba y rebuscaba una explicación lógica a aquello, pero no encontraba ninguna.

      —Señorita..., Natalia —la criada le zarandeó el brazo—. Vámonos, se está haciendo tarde, la señora Patricia habrá despertado de la siesta.

      Natalia no le contestó, pero se levantó y comenzó a caminar delante de la criada con paso débil. Notó de nuevo un leve zarandeo. Se giró y se encontró con la mirada almendrada de Almudena que la animaba a espabilarse.

      —Abra la sombrilla, el sol quema mucho y le dejará marcas en la cara. Y la señora se pondrá furiosa.

      Natalia obedeció ausente. Durante todo el camino de vuelta la atormentó la misma pregunta.

      ¿Qué podía significar aquello? Sergio había desaparecido de su vida sin dejar rastro.

      Tras llegar a su casa, intentó no venirse abajo y mientras se cambiaba en su alcoba, pensó que, quizá, se trataba de una misión muy importante que le aportaría el ascenso de grado que tanto ansiaba. Podría ser, pero ¿por qué no le había dejado ninguna nota?

      Y, tras quedarse sin más argumentos en su defensa, empezó a tomar en cuenta la posibilidad de que Sergio la hubiera abandonado.

      ¿Era posible extinguirse un amor tan grande? ¿Y quedarse en nada todas las promesas que se hicieron bajo los cálidos rayos de luna? ¿Y esfumarse, sin más, todos los planes de futuro?

      Se dejó caer sobre la cama con pesadez y dio rienda suelta a las emociones contenidas. Comenzó a sollozar. Su rostro se llenó de lágrimas y su corazón de malos pensamientos.

      No, no podía dejarse envenenar el alma. Sergio la amaba. Recordó la flor de cerezo y el día que le dio el primer beso.

      ***

      Al llegar al pequeño claro donde la esperaba Sergio,