Deuda de familia. Nadia Noor. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nadia Noor
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417160807
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positivos, se cambió el vestido y salió apresurada en dirección hacia la habitación de su madre. Patricia se deleitaba con una limonada fresca, mientras una criada le peinaba con sumo cuidado su melena abundante.

      —Madre, no queda hilo de coser, saldré a comprar —mintió, sin el menor ápice de remordimiento.

      —¿Cómo vas a salir de casa con el calor que está haciendo? —se escandalizó su madre al tiempo que posaba sobre ella una mirada reprobatoria—. Manda a la criada.

      —Nunca me trae lo que quiero, ya lo sabe. Es preciso que vaya yo misma. Tengo varios vestidos descosidos y, últimamente, no encargamos nada nuevo —se quejó afectada, sabiendo que ante aquella punzante observación, su madre cedería.

      —Vale, pero no tardes —claudicó Patricia—. En una hora te quiero de vuelta, tu hermana ha pasado mala noche y necesita tu compañía. Solo contigo se reconforta.

      La alegría de Natalia se ensombreció al pensar en su hermana mayor, Delia. Sufría frecuentes pérdidas de memoria y, por el momento, ningún médico había podido precisar un diagnóstico, ni encontrar cura a sus males.

      Capítulo 3

      ¿Será un hombre de honor?

      Rafael apretujaba en su cartera de mano las escrituras de la hacienda y de su casa. Juró y perjuró que no utilizaría las últimas por nada del mundo; solo las consideraba un seguro ante un golpe repentino de inspiración y buena suerte.

      El club social donde se organizaba el evento, estaba situado a media hora andando de su casa y, a Rafael le hubiese gustado llegar como un señor en un coche de caballos. Sin embargo, el dinero no le sobraba y resolvió acudir andando. Se animó pensando que, a la vuelta, se permitiría alquilar el mejor coche de caballos, para poder traer las miles de pesetas que ganaría. Motivado por esos pensamientos positivos, caminó con paso ágil varias calles hacia abajo, soportando con resignación las altas temperaturas de la tarde de agosto.

      Llegó al club social sudoroso a causa del calor, la caminata y los nervios que se apoderaron de él. Entró decidido y, diez minutos más tarde, se sentó y se puso a charlar con sus compañeros de juegos. En la cabecera de la mesa se encontraba sentado el barón de Casares. Se trataba de un conocido jugador de póquer, considerado como una baja amenaza debido a sus desafortunadas jugadas. A su lado se hallaba su hijo mayor, un joven larguirucho, poseedor de una mirada aburrida. El banquero de la ciudad ocupaba la tercera silla y, por sus astutas jugadas, era considerado como una amenaza media. La quinta silla, por el momento, permaneció vacía.

      —¿El conde vendrá? —preguntó Rafael con interés—. ¿Le conocen?

      —Se rumorea que es madrileño, pero se llama a sí mismo conde italiano para impresionar — contestó el barón de Casares.

      —¡Por Dios!, eso significa engañarnos, ¿será un hombre de honor? —preguntó Rafael sobresaltado.

      —Esta mañana ha depositado en el banco cincuenta mil pesetas —le contestó el banquero con voz pausada y tranquila—. No hay duda, es de fiar.

      —¿Señores? —Se escuchó una voz grave y varonil, que hizo que los cuatro asistentes levantasen la vista hacia el poseedor de la misma—. Soy Robert Conde. ¿Listos para comenzar?

      En la opinión de Rafael, el supuesto conde italiano era un hombre de aspecto peligroso. De estatura media, muy fornido, con hombros anchos y manos grandes, parecía desentonar con su vestimenta cara y bien cuidada. Moreno, con el pelo peinado hacia atrás, dejaba al descubierto un rostro ovalado con facciones regulares. Sus ojos, de color marrón bronce, estaban salpicados de manchas oscuras. Sonreía, pero no con amabilidad. Su aspecto general intimidaba. Ocupó la quinta silla e invitó a la primera ronda de licores. Rafael suspiró asustado ante la imponente presencia de ese hombre. Se debatió entre la posibilidad de retirarse y salir con las escrituras intactas, pero, al recordar su pésima situación económica, se quedó pegado a la silla esperando la sonrisa de la suerte.

      Robert Conde abrió la apuesta con veinte mil pesetas. Rafael entró en el juego y, avaló su participación con las escrituras de la hacienda que depositó sobre la mesa. Tras unos hábiles movimientos, la suerte le sonrió y solo quedaron en la última mano él y Robert Conde. Muy esperanzado, sacó un full de damas que fue abatido instantes después, por la escalera del conde. Ante eso, Rafael sintió el sudor recorrerle la espalda. Empujó con manos trémulas las escrituras de la hacienda hacia el ganador. Robert sonrió despreocupado y las guardó en su cartera, como si se tratase de unos papeles sin importancia y no de una propiedad.

      Notó que unos pinchazos muy fuertes le atravesaban el lado derecho de su torso y la sensación imperiosa de que le faltaba el aire.

      Había perdido la fuente de sustento de su familia. Estaba acabado. En el siguiente turno no entró, se quedó vigilando el juego. De esa manera, pudo comprobar que el conde no seguía una estrategia especial, ni se tomaba demasiado en serio el juego. Parecía, más bien, improvisar sobre la marcha, sin inteligencia, ni táctica alguna.

      «Solo es un tipo con suerte», pensó esperanzado. «Tal vez estoy a tiempo de ganarlo», se animó al ver que aquella mano se la llevó el banquero.

      Tras cinco rondas seguidas, en la mesa de juego se amontonaron cuarenta y cinco mil pesetas; dinero suficiente para garantizarle el bienestar de su familia y una buena vejez. Rafael rebuscó en su carpeta y sacó las escrituras de su casa. El barón de Casares y el banquero de la ciudad le lanzaron unas miradas reprobatorias, señal de que no debería jugarse aquello, pero Rafael estaba decidido. Una buena jugada y regresaría a casa con los bolsillos llenos y las escrituras.

      Cuando Robert vio las segundas escrituras sobre la mesa, preguntó:

      —¿Está seguro?

      —¡Segurísimo! —exclamó Rafael bravamente poseído por un repentino optimismo.

      Después de unos quince minutos de adrenalina y tensión, los cinco jugadores volcaron las cartas bocarriba. El full de ases de Rafael fue ganado por la escalera de colores del conde. Por unos instantes, pensó que aquello no le estaba sucediendo en realidad. Empujó las escrituras hacia el ganador, esperando un milagro. Robert las aceptó, con el gesto despreocupado dibujado en la cara. Las esperanzas de Rafael se derrumbaron como un castillo de naipes. Se sintió de repente viejo y cansado. No tenía fuerzas para levantarse de la silla. El barón de Casares le tocó el hombro en señal de apoyo y le dijo con voz agradable:

      —Delante del club está esperando mi coche de caballos. Puede utilizarlo si quiere, yo me quedaré un rato más para probar suerte.

      Ante esa muestra consoladora, el conde arqueó sus pobladas cejas y arrugó el entrecejo.

      —¿Está usted bien? —Un atisbo de preocupación brilló en su mirada oscura—. Esta tarde no ha tenido mucha suerte, lo siento.

      Rafael le lanzó una mirada larga, cargada de arrepentimiento, pero no le contestó. Cayó en la cuenta de que había convertido a un desconocido en el dueño de su casa y de su hacienda. Salió sin despedirse, se encontró que la noche había caído sobre la ciudad y que, por fin, había refrescado.

      Distraído, aceptó el ofrecimiento del barón y se montó en su carroza. Desde el asiento trasero recorrió con la mirada las calles desiertas de Marchena. El hilo de sus pensamientos se estancó en su mujer, Patricia. Hija de aristócratas castellonenses, mujer autoritaria, acostumbrada a la buena vida. Quizá, podría salir adelante.

      Pero ¿cómo iba hacerlo con una joven de veinte años enferma que no sabía en qué mundo vivía? ¿Y Natalia? Era apenas una niña. La niña de sus ojos. Y él, su padre, acababa de dejar a sus hijas en la calle. Era indudable que, Robert Conde no tendría ningún reparo en tomar posesión de lo que era suyo.

      Además, las deudas de juego eran sagradas. En el caso de que ocurriese un milagro y el conde decidiera perdonarlo y devolverle las escrituras, sería una deshonra tan grande, que le mataría igualmente. Rafael Vega era hombre muerto.

      Entró en su casa y se sentó sobre un banco en el