¿Y por qué ha de considerarse necesaria, a la vez que contradictoria, la relación entre ambos registros? Es necesaria porque el comportamiento humano está arraigado siempre en una circunstancia, nunca es un andar a golpes con las cosas, lo cual nos lleva a suponer que no hay signo patogénico que consiga sustraerse del centro de gravedad vital. Es contradictoria porque, pese a lo acérrimas que puedan ser nuestras ideas y creencias, nada de lo que digamos de la enfermedad comprometerá su apogeo fáctico. Es en ese espacio intersticial donde nos movemos, y si por lo regular no nos percatamos de que la nuestra es una zona crítica, ello en gran medida se debe a que nos aclimatamos demasiado pronto a los ejes de significación sedimentados sobre la base empírica común.
Conjeturamos, en cuarto lugar, que no basta con situarse en este o aquel régimen de actividad, con escurrirse de uno al otro según lo cante la marea; hace falta otra cosa. Hay que colmar la vida de argumentos. Así, lo que media entre el orden de las ideas y creencias y la base empírica común es un «argumento». No hay experiencia que no se acompañe o quiera insertarse ya en cierto marco argumental.
Los argumentos son lo que nos da consistencia social; mejor aún: son aquello que nos abre a la otredad. Pero, como todo en la vida, los argumentos son perecederos. ¿Y cuándo sabemos que se acerca su caducidad? Si tenemos en cuenta cuál es su papel, nos parece legítimo afirmar que un argumento comienza a tambalearse cuando ha dejado de mediar entre las ideas y creencias y lo que constituye el pábulo de ese trasmundo en el que los contenidos mentales se arraciman. Un ejemplo. Puede que una cardiopatía dé solidez al argumento que me permita optar por una jubilación anticipada. La enfermedad es para mí un salvoconducto. Pero ocurre que, a causa de políticas de austeridad, en mi país el sistema de pensiones se va finalmente al garete, de modo que me veo obligado a permanecer en activo, no sólo para subsistir y garantizarme cierta asistencia médica, sino para protestar por lo que a todas luces es una injusticia. Así, el argumento que conciliaba mi deseo de convertirme en un pensionista prejubilado con mi escaso interés por manifestarme es sustituido por otro que deja de ver en la enfermedad una excusa perfecta. Esto refrenda lo que decíamos antes: la enfermedad jamás termina de ser lo que pensamos que es, y ello lo prueba también el hecho de que una misma enfermedad puede tener significados opuestos no sólo para dos personas diferentes, sino para una sola en distintas etapas de su vida. Siempre habrá entre el fenómeno y la palabra un divorcio sutil: es en esta separación donde reside, dicho sea de paso, la condición de posibilidad de toda praxis emancipatoria –algo sobre lo cual volveremos en el siguiente parágrafo.
La cuestión así planteada adquiere de pronto una dimensión filosófica, en la medida en que aspira a caracterizar las condiciones de posibilidad de la experiencia patológica. Por ello fue necesario elaborar algunas conjeturas sobre la existencia humana. Ya sabemos que la vida es quehacer y que, como tal, deviene saltando sin descanso de un régimen de actividad a otro. Luego, la enfermedad nos hizo ver que la experiencia admite al menos dos niveles de aprehensión: por un lado, el que se configura desde el punto de vista de lo que nos inducen las vivencias y, por otro, aquel que se constituye desde la óptica de cómo vivenciamos la trama existencial en la que nos vemos envueltos por el solo hecho de haber nacido dentro de la especie humana.
Lo primero apunta al orden de las relaciones sociales, al complejo mundo donde se libran las disputas ideológicas, mientras que lo segundo remite al humus de la experiencia, a la parcela vital en la que arraigan los argumentos. Se trata de lo que, en el contexto de la filosofía, se conoce como la relación entre el contenido y la forma. Porque si hemos de analizar la enfermedad a partir de una visión unitaria sobre la vida, lo conveniente sería que mantuviéramos cierto formalismo; y quien dice formalismo dice ontología, por cuanto tiene por objeto los caracteres bajo los cuales acaece el fenómeno objeto de estudio. Así, la pregunta que sirve de hilo conductor es: ¿bajo qué espectro formal encontramos el fenómeno de la enfermedad? O, para decirlo con aires letamendianos: ¿qué significa in genere estar enfermo?
Quehacer, inacabamiento, devenir y argumentabilidad son indicadores formales que nos aportan esa visión unitaria que indiscriminadamente nos habla de todas las vidas particulares, pero que todavía son insuficientes para indagar bajo qué aspecto formal es posible caracterizar el fenómeno de la enfermedad. Pero si reflexionamos sobre los resultados obtenidos, nos parece legítimo decir que el elemento que la enfermedad pone en juego no es sino el de la libertad, piedra de toque para un modelo de emancipación tal y como el que aquí pergeñamos.
POR UNA COMPRENSIÓN RADICAL DE LA ENFERMEDAD
A menudo, el tráfico y adopción de ideas y creencias se realiza con base en tópicos y sobreentendidos que terminan sedimentando gruesas capas sobre la corriente vital, sin mencionar que muchos de esos esquemas son los que precisamente dan cuerpo a las lógicas de dominación. En cualquier caso, tales capas funcionarían como una especie de realidad paralela que en raras ocasiones entra en contacto con la desnuda facticidad de los hechos. Según esto, la vida supondría un fondo de indeterminación, un espacio desierto de ideas y creencias, o sea, una condición de posibilidad de la duda. Y mucho me temo que no existe expresión más genuina de libertad que la duda.
Dudar, en efecto, nos hace libres, sobre todo cuando nos fuerza a vernos suspendidos ante disyuntivas radicales, que nos entregarían una imagen de nosotros distinta a la del autómata atrapado por la voluntad de rebaño. Porque toda emancipación empieza por ejercer la capacidad de poner entre paréntesis la realidad que nos constriñe. Es la línea de reflexión de Marcuse, para quien, apoyándose en esa interesante mancuerna entre fenomenología y teoría crítica, «sólo puede ser planteada la pregunta por la acción radical allí donde la acción es comprendida como la realización decisiva de la esencia humana y, al mismo tiempo, precisamente donde esa realización aparece como imposibilidad fáctica, es decir, en una situación revolucionaria»[5]. Por tanto, en principio no es en el acto de decidir, de optar por esto en detrimento de lo otro, donde percibimos nuestra libertad constitutiva, sino en el momento, incómodo la mayoría de las veces, en que el mundo en derredor parece alejarse de nosotros, haciéndonos pasar por un inesperado episodio de vacilación. Con la libertad, en este sentido, no se trata tanto de qué elegimos cuanto de cómo lo hacemos. O, como escribe Juan Arnau: «La libertad no es aquí la posibilidad de elegir, es un reajuste interior, un mirar la mirada»[6]. En buena medida ello explica el que de la libertad no queramos saber nada, ya que exige preguntarnos por lo que somos sin el apoyo primario de lo que nos parece más digerible y conocido, y porque además es incomparablemente más enérgico y seductor aquello en referencia a lo cual algo dentro de nosotros se otorga dominio y continuidad. Impera, pues, una tendencia a la cómoda dispersión y a las opiniones superfluas, lo que equivale a decir que prima una afición por los argumentos insulsos y triviales; en pocas palabras: nos encanta ser seducidos por la posibilidad de abandonarnos al estricote.
Así, cabe caracterizar dos modos fundamentales de ser, dos polos formales que sirven para redondear nuestro concepto de vida humana, los cuales se corresponden con lo que Ortega y Gasset denominó «ensimismamiento» y «alteración». Con admirable puntería filológica, el meditador de El Escorial describía la alteración como aquel modo en que uno «no rige su existencia, no vive desde sí mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él»[7], y esto en la