Ahora bien, son numerosos los trabajos que han demostrado que la nuestra es una época dominada por el discurso médico: desde Michel Foucault a Lucien Sfez, pasando por Ivan Illich y Susan Sontag, diversos autores señalaron las rutas por las que salud y enfermedad terminaron troquelando muchas de nuestras representaciones de la realidad. Aunque me inspiro en tales aportaciones, querría esforzarme por hacer algo distinto. Intentaré penetrar, a través de un procedimiento de desmontaje crítico, en las entrañas de los conceptos para indagar en qué medida sirven de base para la implementación de dispositivos de dominación. Porque ceñirse sólo a la historia nos llevaría a amoldar la verdad en las hormas del relato, mientras que lo que aquí me propongo nos mostrará hasta qué punto los hechos están condicionados por factores que guardan con el tiempo una relación contradictoria; así como, por otra parte, nos ayudará a comprender que la aversión hacia la enfermedad –y, por extensión, hacia el dolor y la muerte– se explica y justifica en franco interés de la dehiscencia histórica que ha querido concebir al sujeto a imagen y semejanza de un modelo que, obsesionado con el crecimiento desregulado y la aceleración, enmascara la finitud y la vulnerabilidad humana para vender una versión más consumible de nosotros mismos. Sólo de esta forma se antoja posible revertir el agobiante efecto de moralizar la enfermedad y, en un golpe de suerte, quizás hasta podamos quebrar el hechizo de la alienación que ha sobrecargado la experiencia de nuestros cuerpos con una noción castrada de la temporalidad humana, en la medida en que pretende disimular su destino orgánico.
Dada, entonces, la naturaleza del problema, será necesario compaginar ciertas estrategias metodológicas, tales como la fenomenología y la teoría crítica, si bien en el fondo intento recoger el estímulo de las investigaciones de un autor quizás injustamente olvidado; me refiero a José de Letamendi y Manjarrés (Barcelona, 1828-Madrid, 1897), un galeno y académico catalán cuya trayectoria intelectual desentonó un poco en el contexto de la medicina española del siglo XIX, ya que, según Ángel Ganivet, solía escribir como un filósofo hipocrático, cuando de su profesión se esperaba entonces la pompa de la prosa científica. Concretamente, busco recuperar y redimensionar una idea suya relativa a lo que podría tomarse como emblema de una fenomenología de la experiencia patológica, para vincularla a una crítica de la concepción moderna de la enfermedad.
Aludiendo evidentemente al problema, Letamendi escribió: «Existe un modo de vivir que ya no es salud y aún no es la muerte, y que por lo que influye […] no deja de tener nombre en toda lengua definida»[1], con lo cual llamaba la atención sobre la noción abstracta de enfermedad. Tal noción no contempla las enfermedades como especies reales, ni menos aún como hechos naturales efectivos, sino que busca captar aquello que las abarca virtualmente a todas en lo que poseen de común. Así, Letamendi quería saber no qué es la enfermedad, sino cómo se manifiesta al margen de cualquier convencionalismo sociocultural. Ello implica remitirse a la experiencia, término bajo el cual no caben las dicotomías al uso –se apagan en él los ecos de antiguos dualismos del tipo alma-cuerpo–, permitiéndonos así situarnos en un nivel fenomenológico de reflexión. Letamendi examina la prenoción vulgar de la ciencia, respecto de la cual son contingentes y progresivas cuantas definiciones haya del concepto de enfermedad. Por tanto, hay que apretar esa noción vulgar si lo que buscamos es mostrar cómo lo que primeramente comprendemos bajo el término de enfermedad no es en sí lo que pensamos o creemos que nos pasa, sino su forma, es decir, el orden impremeditado de su vivencia material.
La enfermedad es la nueva angustia, y como tal nos habla de un temor ancestral a estar solos. Porque nadie mejor que un enfermo sabe en qué consiste librar a solas una batalla contra la voluntad del cuerpo. Un cuerpo, dicho sea de paso, cuyos apetitos y cuidados han sido mercantilizados en un grado sin parangón histórico, lo que confirma que los sujetos tardomodernos lo reifican y perciben como un objeto configurable, como una superficie central de proyección de fantasías de inmunidad total[2]. Si la salud pública figuraba, pues, entre las bondades del proyecto de la modernidad, es evidente que los resultados no han sido sino objeto de una reelaboración neurótica, por cuanto la enfermedad ahora es rehén de una racionalidad piadosa que, cuando no la banaliza por efecto de sus beaterías, la demoniza bajo una moral fundada en criterios biopolíticos. Considero necesario arrancar a la enfermedad del pensamiento ingenuo, para evitar así que continúe siendo ensordecida por los ruidos del mundo. Tal vez por esa vía revaloraríamos aquellas palabras de Rodó según las cuales «un alma humana podría dar de sí misma más de lo que su conciencia cree y percibe, y mucho más de lo que su voluntad convierte en obra»[3]. Así, la enfermedad servirá para desempolvar ciertas convicciones acerca del potencial emancipatorio de la mitología, que, por ejemplo, nos invitarían a mirar la conditio humana en analogía con la de Proteo, dios de las múltiples metamorfosis, para quien incluso el colmillo que roe en lo hondo de su ser constituye un motivo más para luchar por otra figura.
[1] Utilizo la reproducción digital de la obra Plan de reforma de la Patología general y su clínica (1878), disponible en el sitio web de la Biblioteca Nacional de España.
[2] Véase H. Rosa, Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo, Buenos Aires, Katz, 2019, p. 161.
[3] J. E. Rodó, Motivos de Proteo, Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho, 1993, p. 89.
CAPÍTULO I
Fenomenología crítica
Uno podría abrigar y permanecer en la creencia de que la enfermedad no guarda ningún secreto: una fiebre, una apendicitis simplemente evocan la precariedad y el sino fatal al que está condenado el ser humano. En esa línea, por ejemplo, se inscribe la célebre definición de Georges Canguilhem según la cual la enfermedad es un instrumento de la vida mediante el cual el ser humano se ve obligado a confesarse mortal[1]. Aunque le asiste la razón, esta postura, además de producirse bajo el efecto de una afectación metafísica, de algún modo fomenta los prejuicios que aquí buscamos deshacer. Hay que tener un gusto demasiado alambicado para percibir en la enfermedad una torva e insobornable dádiva de los dioses. No obstante, siempre cabe salpicarlo todo con una dosis de duda, preguntarse si las cosas son realmente así o si admiten otro tipo de lectura.
De la mano de Letamendi barruntamos que en cada una de nuestras prenociones late la verdad estructural del fenómeno. Mas, para saber en qué consiste nuestra prenoción de enfermedad, primero es necesario esclarecer cómo es aquello donde tal prenoción entronca con la realidad social. No hablamos sino de la vida, de esta vida nuestra, la de cada cual. Pues si la prenoción de enfermedad es vulgar, le toca al vulgo, «pero al vulgo en estado de solemnidad, a la espontaneidad humana de todo tiempo y lugar, manifestar qué es lo que por enfermedad debe preentender la ciencia, y cuanto más escrupuloso y extenso sea el escrutinio de ese universal sufragio, tanto más solemne, decisivo y supracientífico será el sentido de la prenoción que tratamos de depurar». Se vuelve necesario, así, explorar de qué modo Letamendi puede convertirse en un campo en que fundar la unidad inmediata de teoría y praxis. Si existe realmente ese sufragio universal acerca de la enfermedad, entonces habría que indagar hasta qué punto cabe caracterizar la vida humana como un subsuelo transindividual que, por estar orientado a su propia autorrealización, se halla en buena medida despejado de sesgos o particularizaciones ideológicas. Así, nuestra primera tarea consistirá en «depurar» o abrir paso, a