Es una obviedad decir que todos vamos a morir, pero no lo es tanto afirmar adónde van los muertos. De tal suerte que lo único que sabemos es que vivimos. La vida nos es dada. Sin que nadie nos lo pidiera, de pronto un buen día nos encontramos aquí: vivos. Pero esta vida la tenemos que hacer nosotros. Hay que hacer algo para continuar viviendo. Y no hablo, en rigor, de batirse en duelos y salir airoso de la struggle for life; me refiero simple y llanamente a la necesidad de ocuparse en algo cuya evidencia nos dice ya que estamos vivos. Así, llamo «régimen de actividad» al complejo u horizonte de ocupación hacia el cual nos abocamos en cada caso. Porque para vivir es preciso desarrollar actividades; da igual qué, tan sólo querría poner el énfasis en la expresividad del verbo: hacer. Decía Ortega y Gasset que la vida hay que hacerla; y en castellano contamos con la palabra perfecta para denotar eso: la vida, pues, es un «quehacer» –vocablo cuya precisión semántica me parece comparable a la del tecnicismo «praxis» y, en ese sentido, fenomenológicamente indicativo de lo que, en primerísima instancia, la vida es a nivel formal.
Por tanto, entre quehacer y régimen de actividad se da siempre un juego de espejos. Una vez despierto, trato de reincorporarme: una pierna desciende al suelo desde lo alto de la cama, luego la otra. Miro, con ojos todavía legañosos, la puerta que da al cuarto de baño. Me pongo en marcha. El aseo ritual. Apenas el día me encaja su melodía cíclica y mi vida consiste ya en una prolija sucesión de quehaceres, en una reiterada inserción en un régimen de actividad. En elocuentes palabras de Juan Ramón Jiménez: «Vivir –existir– es todo: trabajar y comer, viajar y dormir, descansar y amar, soñar y vestirse»[2]. Mi vida, entonces, si la pienso en su palpitante inmediatez, viene marcada por una falta de completitud constante.
Mas ya lo sugería hace un momento: el fin aguarda nuestros pasos. Y mientras la fantasía poshumanista de prolongar indefinidamente la vida continúa siendo eso: una mera fantasía, nada más al nacer estamos prometidos a la muerte. Aunque antes suelen ocurrir muchísimas cosas, pues la vida, esta vida nuestra del día a día –perdónesenos la insistencia–, consiste en un continuo quehacer; y mientras no acaba, queda aún un resto pendiente, una suerte de dimensión constituida de puros anhelos hacia la cual nos volcamos con espontáneo denuedo. Y entre las muchas cosas que nos pueden ocurrir antes de que nos despachen amortajados y ateridos de este mundo, por supuesto, cabe incluir la enfermedad.
Resulta, pues, que somos un «personaje siempre inacabado», para el cual estar enfermo es tan sólo otro modo de mantenerse ocupado, a lo mejor no tan agradable o conveniente, pero en definitiva otro modo en que la vida continúa manifestándose como quehacer. Desde esta óptica, es difícil aceptar que a toda enfermedad debamos atribuirle un sentido trágico. No voy a negar, desde luego, que una fibromialgia, una diabetes o incluso una cistitis puedan empaparse de cierta fatalidad; hay personas demasiado aprensivas, para las cuales la muerte se vuelve una obsesión, al grado de que toman el más anodino de los síntomas como señal de una irrevocable sentencia letal. Sin embargo, creo que hace falta ser muy narcisista para temerse lo peor cada vez que el cuerpo comienza a enviar señales de alarma, porque sólo aquel que exhibe un irracional amor por sí mismo y un apego desaforado a las cosas exagera el peligro de un eventual cuadro patogénico. En cualquier caso, querría insistir en que la enfermedad es tan sólo otro modo en que la persona se comporta en relación consigo misma y con su entorno, tal y como lo pueden ser el enamoramiento o el duelo.
Ello no quiere decir, empero, que entre enfermedad, duelo y enamoramiento exista una especie de denominador común o un paralelismo en relación al surco que traza cada una de estas experiencias en la vida de equis personas. De hecho, no nos interesan los contenidos, esto es, lo que la enfermedad nos hace sentir psicológicamente hablando. Se trata de indicar algo quizás más simple, pero muy decisivo para nuestra tarea: al mecerse en los dulces brazos del amor, al sobrellevar la pérdida de un ser querido o al padecer, digamos, un leve resfriado, uno se comporta, según sea el caso, como enamorado, como enlutado o como enfermo. Esto, en primer lugar, nos da la pauta para reafirmar que el comportamiento humano nunca es un andar a tumbos con las cosas, y ello porque, al ser la vida una urdimbre de quehaceres, todo gesto de la misma se ejecuta siempre desde determinada perspectiva y se inserta ya en una compleja red de significatividades. Entonces, ese como de la oración designa una especie de hendidura que nos impide a nosotros, los seres humanos, colocarnos en un grado de concreción parejo al de los objetos inertes. Carlos está enfermo y la piedra es dura; hay entre ambos enunciados una diferencia radical. La dureza es una cualidad que le conviene necesariamente a la piedra y le otorga, en ese sentido, su consistencia ontológica, mientras que la enfermedad no es, ni de lejos, algo que distinga al bueno de Carlos en su entraña esencial. En todo caso, lo que sí distingue a Carlos a ese nivel, y con él a todos nosotros, es lo que con Pedro Laín Entralgo podemos llamar «enfermabilidad» –un concepto del que hablaremos más tarde con el debido detalle.
Yo no descanso en mí mismo como sí lo hace la piedra: su ser goza de una plenitud de la que carezco. Yo, por el contrario, estoy abierto al ser: soy un canal por el que este, el ser, fluye como la savia que mantiene al árbol erguido. Soy un personaje inacabado. Y el adverbio «como» lo prueba, que, cual barrera insalvable, me separa, por así decirlo, de la tanda de adjetivos que amagan con fijarme, imposibilitando asimismo que mi ser se disuelva en el crisol de una designación unívoca. Por tanto, además de un palpitante racimo de quehaceres, la vida es flujo, «devenir»; una idea en la que resuena el eco de la ambigua pero a menudo rotunda sabiduría del viejo Heráclito: yo no soy, sino que devengo. O, como prefería decir Letamendi: «La vida no es ni ente ni fuerza: la vida es un acto». Nadie nunca llega a ser lo que espera llegar a ser. En consecuencia, no hay craza adjetival alguna en cuyos contornos yo pueda quedar completamente fundido, salvo que me den finalmente por muerto.
En consecuencia, si bien puedo caer enfermo, ello no implica necesariamente que hayan de desdibujarse de mi ser otras facetas inmanentes a mi existencia: puedo padecer una insuficiencia cardiaca, y sin embargo la enfermedad no me impide el que siga siendo un padre de familia, un profesor universitario, alguien un poco introvertido quizás, melómano, etcétera; en fin, una persona en toda su compleja y múltiple entidad. «Enfermo» es, pues, tan sólo un adjetivo que me califica si es el caso, y del que, por otra parte, tengo una noción puntual, de modo que si oigo una frase o alguien a quien saludo me dice de pronto «pareces enfermo», sé perfectamente de qué me están hablando. La palabra saca a relucir, pone de manifiesto un ámbito de significación compartido al que hemos ido a parar mi interlocutor y yo por la gracia del lenguaje, sí, pero también por el hecho de que ambos radicamos activamente, existencialmente, en una «base empírica» común: el tercer indicador formal de la vida, más acá de sus declinaciones ideológicas.
Es de suponer que la riqueza de dicha base es mayor que la del lenguaje, por cuanto expresa un conocimiento moldeado, no sólo en palabras y conceptos, sino en la inteligencia de nuestros sentidos, que, de manera continua y sostenida, se alojan en y codifican escenarios y situaciones vitales un poco al margen de los signos lingüísticos. Pensemos, por ejemplo, en esas cosas y, especialmente, en esos estados acerca de los cuales cada uno de nosotros tiene un conocimiento bastante expedito, pero que resulta difícil articular verbalmente. La enfermedad suele ser uno de ellos, ¿o acaso esta no se convierte a veces en motivo de ingeniosos desplazamientos metafóricos? A la pregunta que el médico nos hace de cajón, a menudo respondemos recurriendo a la clave semántica del «como si». Decía Virginia Woolf: déjese al enfermo describir sus síntomas a «un médico y el lenguaje se agota de inmediato. No existe nada concreto a su disposición. Se ve obligado a acuñar palabras él mismo, tomando su dolor en una mano y un grumo de sonido puro en la otra»[3]. Aun así, especialista y enfermo se entienden perfectamente, saben de qué va el asunto, ya que comparten fragmentos comunes de una experiencia que, en su versión más pulida y simplificada, ambos conocen bajo el término de «enfermedad».
Esto sin duda incrementa la dificultad de nuestra tarea, ya que el trabajo descarta la determinación de la enfermedad que opta por y se funda en la impresión subjetiva que se genera en el enfermo. Cuando nos resfriamos, no tenemos dudas de que algo sucede. Pero una cosa es constatar que algo pasa,