–Y hazlo con gracia –le dijo Lorraine–. Puede que así nos den propinas más grandes y, por fin, el jefe se ponga contento y nos pague una parte mayor de ellas esta noche.
–Yo no he llegado a conocerlo –comentó Molly–. ¿Acaso está… descontento?
–No debería –dijo Janet, acercándose a la mesa del bingo–. Siento llegar tarde.
Molly se quedó mirándola sorprendida, porque la otra noche, en su casa, había dicho que no iba a trabajar más hasta que no le pagaran lo que se merecía.
Janet se encogió de hombros.
–Los elfos de gorro verde ganan más propinas –dijo–. Y necesito el dinero.
–Pues parece que Santa Claus, también –comentó Shirley–. Acaba de hacerse una casa en Napa, y se ha comprado un coche nuevo. Y ha empezado a reformar el salón de bingo –dijo y señaló la mitad posterior del edificio, que estaba completamente tapado con grandes lonas.
–Y mandó a su última mujer a un crucero de tres meses por el mundo –dijo Lorraine–. Que no se te olvide eso.
–Pero… ¿No te has enterado? Carol lo dejó el mes pasado. Se dice que él está con otra.
–Un momento… ¿Es que tampoco os paga vuestra parte de las propinas? –preguntó Molly, intentando que no se desviaran del tema principal.
Ellas se miraron y, de repente, se quedaron calladas.
–Bueno, no quiero cotillear –dijo Molly–, pero tenéis derecho a cobrar vuestras propinas. Si todas dijerais algo, puede que…
–Escucha –dijo Shirley y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie las estaba mirando–. Eres nueva y no lo sabes, pero no es muy seguro hacer demasiadas preguntas por aquí.
–¿Qué significa que no es seguro? –preguntó Molly–. ¿Es que estamos en una película de gánsteres?
Las mujeres no sonrieron.
Vaya…
–La mujer que me contrató en la oficina, Louise, me dijo que todas ganamos el sueldo mínimo, una parte de las propinas y un porcentaje de los beneficios.
Los elfos dieron un resoplido.
Shirley miró a su alrededor y se inclinó hacia delante.
–Nos imaginamos que están cometiendo desfalco, robando todos los beneficios, y eso nos deja a nosotras con el sueldo mínimo nada más.
–¿Y estáis seguras de que hay beneficios? –preguntó Molly.
–Sí –dijo Shirley–. Lo verás por ti misma al final de la noche.
Entonces, empezaron a dirigir el bingo, que duró tres horas, para una legión de ancianos que se tomaban el juego muy en serio.
–Pensaba que la gente mayor se cansaba enseguida –le comentó Molly a Shirley en cierto momento.
Shirley se echó a reír.
–No cuando está el bingo de por medio.
Al final de la noche, Molly no había visto a Santa Claus ni a su hermano y le dolían mucho los pies.
Shirley la miró comprensivamente mientras la gente empezaba a marcharse.
–Tienes que usar zapatos ortopédicos para esto –dijo, y alzó un pie para mostrarle un zapato de gruesa suela negra, posiblemente el calzado más feo que hubiera visto nunca.
–Ponte estos y no tendrás problemas –le aseguró Shirley.
Molly asintió. No tenía demasiados vicios, pero uno de ellos eran los zapatos. Se gastaba mucho dinero en zapatos que no le hicieran daño en la espalda ni en la pierna, ni en los pies, pero que, al mismo tiempo, fueran preciosos. Y no estaba dispuesta a dejar de hacerlo. Ni siquiera por resolver aquel caso.
Lorraine se acercó, comiéndose una galleta, y a Molly se le hizo la boca agua.
–Creía que estabas a régimen –le dijo Shirley a Lorraine.
El elfo se metió el último pedazo en la boca.
–Si te la comes rápidamente, tu metabolismo piensa que estás corriendo.
Shirley puso los ojos en blanco, pero a Molly le pareció que Lorraine sabía algo.
–Esta noche hemos estado tan ocupadas que no hemos tenido tiempo de hablar –le dijo a Molly–. Lo has hecho muy bien. Cuando ese viejales te preguntó si repartías finales felices y te dio una palmadita en el trasero, yo me fui hacia allí para darle en la cabeza con mi bandeja, pero tú te las has arreglado como toda una jefa.
Molly sonrió. Se había inclinado sobre el hombre y le había preguntado si le gustaba su mano. Él le había dicho que sí, que su mano le gustaba mucho. Entonces, ella le había dicho que, si quería conservarla, tenía que quitarla de su nalga, o de lo contrario, el tipo de dos metros que se acercaba a ellos con los ojos entrecerrados se la iba a cortar, si no lo hacía ella primero.
–Oh, vaya –dijo el hombre. Había tragado saliva, se había disculpado y le había dado una propina de veinte dólares–. Dile a tu novio que soy miope y que estaba intentando agarrar una copa, y no tu parte posterior –susurró frenéticamente–. ¿Por favor?
–Si me promete que no va a tocar a ningún otro elfo sin su permiso. Ni a nadie más, por supuesto.
Él asintió con vehemencia y ella continuó, después de mirar a Lucas y transmitirle el mensaje de que el problema estaba resuelto. Después de eso, él se desvaneció, pero ella sabía que estaba cerca, vigilando y cerciorándose de que a ella no le ocurría nada.
Un hombre vestido de Santa Claus, sin el gorro, la peluca y la barba, caminó hasta el centro de la sala. Tenía unos cincuenta años. Con una expresión adusta, tomó la caja de seguridad y la volcó en una bolsa de lona.
–¿Cómo ha ido hoy? –le preguntó a Shirley.
–Estupendamente bien. La chica nueva ha conseguido un montón de propinas.
Santa miró a Molly y entrecerró los ojos.
–¿Quién eres tú?
–Soy la chica nueva –dijo Molly–. ¿Es usted Santa Claus?
–¿Ya ha comprobado Louise que podía contratarte?
–Sí –dijo ella con una sonrisa.
El hombre no sonrió ni le dio las gracias. Simplemente, agarró la bolsa, se la puso al hombro y se marchó del salón sin hablar con nadie más.
–Vaya Santa Claus más poco alegre –dijo Molly.
Janet se encogió de hombros.
–Tiene sus momentos.
–¿Y es el jefe? –preguntó Molly, intentando sonsacar información.
–Él, y su hermano –dijo Shirley–. Aunque, por suerte, al hermano no lo vemos mucho. Viene a recoger a Santa por la noche, tarde, cuando la mayoría ya nos hemos ido. Y mejor, porque es un hijo de puta.
–¿Y Santa, no?
Janet se encogió otra vez de hombros.
–No es tan malo como su hermano. Su hermano hace que el Grinch parezca un santo.
–Para ser justos –dijo Shirley–, el Grinch no odiaba de verdad la Navidad. Odiaba a la gente, que es lógico.
–Pero lo que se ha llevado es mucho dinero –dijo Molly–. La caja de seguridad estaba rebosante.
Shirley asintió.
–Sí. Ha sido una noche muy buena porque los viejos cobraron ayer el cheque de la seguridad social. Esos días somos su primera parada.
Los