E-Pack HQN Jill Shalvis 2. Jill Shalvis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jill Shalvis
Издательство: Bookwire
Серия: Pack
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788413756523
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al suelo.

      Elle se echó a reír.

      –Los pantalones de chándal de algodón son una llamada de socorro.

      –Eh, no hay ningún motivo por el que una llamada de socorro no pueda ser cómoda. Buenas noches, chicas –dijo Molly.

      Comenzó a andar, y Lucas la siguió. Notaba que las mujeres los seguían con la mirada, pero no parecía que Molly le diera importancia.

      Pocos minutos después, estaban en el coche de Lucas. Alguien lo llamó por teléfono. Al ver que era Joe, apagó el bluetooth del coche y respondió al móvil.

      –Dime.

      –Estoy en el pub con Kylie –dijo Joe–. Te he visto atravesar el patio con Molly. ¿Qué pasa?

      ¿Que qué estaba pasando? En primer lugar, que había besado a Molly y había estado a punto de olvidarse de su propio nombre. En segundo lugar, que ella lo había besado a él. En tercer lugar, que aquellos besos era lo mejor que le había ocurrido desde hacía mucho tiempo, y solo podía pensar en que quería sentar a Molly en su regazo y tomar un poco más de lo que ella le había ofrecido con tanta dulzura.

      –Ya te llamaré después.

      –No, ni hablar –respondió Joe–. Cuéntamelo ahora.

      De acuerdo. Miró a Molly para indicarle que necesitaba hablar en privado un momento y salió del coche. Cerró la puerta y se alejó unos pasos.

      –Ya se lo he dicho a Archer. Va a aceptar el caso fuera del trabajo, y no hay forma de detenerla –dijo en voz baja.

      Joe se quedó en silencio un momento. Después dijo algo que él no oyó. Sin embargo, se dio cuenta de que estaba hablando con Archer.

      Perfecto.

      –Y no vas a decirle lo que estás haciendo –le dijo Joe.

      –Parece que estamos en el instituto –contestó Lucas–. ¿Por qué no podéis decirle que estoy aquí para protegerla?

      –Porque pensará que no confiamos en ella.

      –Está claro que no confiáis.

      –Es complicado –dijo Joe.

      De eso, él ya se había dado cuenta.

      –Mira, tú cuida de ella, ¿de acuerdo? Es sencillo.

      No, aquello no era sencillo. Ni Molly, tampoco. Simplemente, ella era como un problema de física cuántica.

      –Cuéntame lo que le ocurrió.

      –¿Por qué?

      Lucas respiró profundamente. Aquellos dos hermanos se parecían mucho, más de lo que ellos pensaban.

      –Mira, tú quieres que la proteja, y yo lo voy a hacer. Pero me falta información importante.

      Joe se quedó callado un instante.

      –Es una larga historia –dijo por fin–. Y yo no te la puedo contar. Pero puedo decirte que yo tuve la culpa de que resultara herida. Ella hacía atletismo. Quería ir a las Olimpíadas. Era su sueño, su forma de salir de la miseria. Y no pudo ocurrir. Así que… sí, me pongo furioso cuando pienso que puede volver a sufrir. Ya lo sé.

      No era exactamente una disculpa, pero tampoco la necesitaba. Lucas comprendía lo que era el sentimiento de culpabilidad, el nudo en el estómago, el miedo a que sufriera algún ser querido.

      –Yo la voy a proteger –dijo con la voz enronquecida–. Lo sabes. La voy a cuidar.

      Y lo haría, o moriría intentándolo. Pero, si Joe supiera que él la había besado, había muchas posibilidades de que su amigo y compañero de trabajo lo matara sin pensarlo dos veces.

      #JingleAllTheWay

      Molly vio que Lucas colgaba el teléfono y volvía al coche. Él entró y se sentó al volante.

      –¿Qué plan tienes? –le preguntó.

      Era obvio que no tenía ni la más mínima intención de hablar de su conversación telefónica. Sin embargo, esa conversación lo había alterado, aunque él continuara con su fachada de calma e inflexibilidad.

      –Mi plan –dijo ella– es ir a husmear al Pueblo de la Navidad, pero, antes, quiero ir a ver dónde vive el Santa Claus malvado. Por supuesto, a escondidas. Quiero conocerlo. Aquí hay algo que me resulta raro –dijo.

      Entonces, le dio la dirección y él arrancó el coche.

      Durante el camino, ella fue mirando por la ventanilla, y no a él, porque aquella era la única forma de poder pasar por aquello. No sabía cómo volver a la situación anterior al beso. No sabía cómo dejar de desearlo.

      A los pocos minutos, él habló, y ella se sobresaltó al oírlo.

      –Tengo una pregunta –dijo Lucas.

      Ella vaciló. Se sintió muy recelosa.

      –De acuerdo.

      –Parece que te duelen más las piernas en los días fríos.

      –Sí –dijo Molly, sorprendida. Había gente a la que conocía desde hacía años y no se habían dado cuenta.

      –¿Qué ocurrió? ¿No se puede hacer nada para que no tengas que sufrir esos dolores?

      –Eso es más de una pregunta –dijo ella y volvió a mirar por la ventanilla.

      –Me gustaría saberlo –respondió él–, porque me gustaría saber más cosas de ti.

      –Intenté que supieras más cosas de mí y lo rechazaste.

      –Eso no es justo –dijo Lucas, suavemente.

      –Mira, si quieres que hagamos el juego de las preguntas, estoy dispuesta. Pero yo primero.

      –De acuerdo.

      –Has dicho que has decepcionado a algunos seres queridos. ¿Por qué?

      Él la miró un segundo, y volvió a concentrarse en la carretera.

      –Empecé a trabajar de médico, pero lo odiaba, así que me fui a la Agencia Antidroga. Hice mucho trabajo de incógnito y estaba fuera todo el tiempo, y, cuando no estaba viajando, no hice nada por estar ahí cuando la gente me necesitaba.

      –Entonces, ¿por eso los decepcionaste? ¿Porque eras adicto al trabajo?

      Él dio un resoplido.

      –Ser adicto al trabajo no es lo peor de lo peor –dijo ella.

      –Si quieres a alguien, sí –respondió Lucas–. Ahora me toca a mí. Cuéntame lo que te pasó.

      En realidad, ella había sufrido la lesión en la espalda, no en la pierna. Se había caído por una ventana y se había fracturado la espalda en tres sitios al intentar escapar de sus secuestradores. Habían tenido que operarla varias veces, pero nunca había recuperado totalmente la sensibilidad de la pierna derecha. Aunque el dolor intenso y constante de los nervios había ido desapareciendo con el tiempo, la pierna se le había quedado entumecida desde la rodilla a la cadera.

      Lo odiaba, pero era mejor que el dolor constante. Solo lo sentía cuando, por vanidad, se empeñaba en ponerse tacones, o cuando permanecía sentada demasiado tiempo, o cuando olvidaba hacer sus estiramientos diarios. O cuando se movía mal.

      En otras palabras, al vivir.

      Así pues, ya no hablaba mucho de ello. Nadie podía hacer nada, y detestaba que se compadecieran de ella.

      Su primer novio se había asustado al ver que ella se torcía la pierna al subir las escaleras y no podía andar durante una semana. Después, la primera vez que se habían acostado, había vuelto a quedarse horrorizado