Jenny observó a los trabajadores del astillero, que iban muy arreglados, decirse adiós con la mano, y de pronto fue consciente de lo intrascendentes que eran sus vidas. Mujer, hijos, piso, quizás un coche. Esclavizados desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde en su mortalmente aburrido y monótono trabajo en alguna máquina. Su único sueño: ahorrar suficiente dinero para comprarse una casa, y quizás también un barco de vela. Uno de madera, porque los karlskronitas despreciaban los barcos de fibra de vidrio.
Ella anhelaba algo distinto. Algo mucho más sustancial que un trabajo, una casa y un barco. Se detuvo y miró a Stefan, que se giró y clavó los ojos en Jenny.
—Stefan, quiero dar un paso más. Quiero asistir a cursos como oyente. Quiero ser una ciencióloga de verdad.
[1]. MEST: Materia, energía, espacio y tiempo, en sus siglas en inglés. (N. de la T.)
7
El día era silencioso como una tumba y abrasador como un horno. En la distancia, el cielo azul se iba aclarando poco a poco mientras el sol se deslizaba sobre las islas. Luke pasó por el parque Hogland de camino a la comisaría. Tenía sed y náuseas. Estaba pagando el precio de haber dejado que el ron corriera por sus venas. Su único consuelo era que se había ido pronto a la cama y había dormido profundamente.
Tres turistas polacos estaban sentados en la terraza de la parada de kroppkakors, una especie de empanadillas de cerdo y patata. Discutían a voces mientras engullían aquellas bolas grisáceas. Justo ahí, Viktor lo había convencido de que les diera una oportunidad. Hasta entonces, se había negado a meterse en la boca aquellas bolas blandurrias. Parecían kneidels, las típicas albóndigas judías que su tía solía servir con la sopa de pollo en su casa de Williamsburg los domingos. Luke las odiaba tanto como los rituales religiosos que sus tíos practicaban a diario. Eran buenas personas, pero estaban totalmente esclavizados por las ceremonias y las leyes judías. Los kroppkakors sabían distinto a los kneidels, y Luke había aprendido a saborearlos. Pero hoy no tocaba. Solo de verlos se le revolvió el estómago, y apartó la vista rápidamente.
Pasó por la zona de juegos, donde un padre consolaba a su hija, que se había caído del columpio circular en el que él había empujado a Agnes hacía solo unas semanas. Agnes había estallado en risas cuando él había empezado a girarlo muy rápido.
La comisaría estaba en la esquina noroeste de Trossö, en un edificio grande, alegre y amarillo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo visitaba recordaba la primera vez que había pisado la comisaría del nonagésimo distrito de policía de Nueva York, en la Union Avenue de Williamsburg. Era 1981, él tenía catorce y hacía un año que había muerto su madre. Luke formaba parte de los Rebeldes del diablo, una de las muchas pandillas callejeras que había en Brooklyn en los setenta y los ochenta. Los Rebeldes del diablo aglutinaban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes homicidas, los Judas y los Reclutadores imperiales. Luke había entrado pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Rebeldes lo atacaron para robarle y Luke luchó como un poseso hasta dejarlos K.O. a los tres. Los rumores sobre aquel chaval enorme y valiente corrieron como la pólvora, y dos días después de la pelea el presidente de los Rebeldes del diablo, Apache, fue a buscarlo para preguntarle si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pandilla se convirtió en su nueva familia, una familia en guerra permanente con otras bandas rivales de Williamsburg. Allí fue donde Luke aprendió a luchar, con y sin armas.
Después de un enfrentamiento con los Nómadas salvajes, dos policías asquerosos detuvieron a Luke y lo llevaron esposado a la comisaría, donde lo metieron en un minúsculo agujero inmundo. Podía ver a aquellos agentes amargados y descreídos a través del cristal a prueba de balas. Lo tiraron en una celda estrecha en la que pasó dos días, hasta que una trabajadora social lo sacó de allí.
La comisaría de Karlskrona era un espacio abierto, aireado y acogedor. En la recepción había un mostrador de abedul largo adornado con grandes plantas en los extremos. En el fotomatón para hacerse las fotos de carné, una madre y su hijo esperaban para renovar el pasaporte. Al otro lado del mostrador, había dos zonas con sofás rojos y unas bonitas mesas de abedul. Una mujer madura vestida de paisano estaba sentada a la izquierda del fotomatón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acercara.
—¡Hola! Me llamo Luke Bergmann. Tengo una cita, pero no recuerdo el nombre de la persona que me llamó —dijo. La mujer miró la pantalla de su ordenador.
—Ha quedado con el detective Anders Loman —respondió ella, y tecleó su número en el teléfono de la recepción. El detective contestó enseguida.
—Recepción. Ha llegado tu visita. —Colgó y se dirigió a Luke—: Anders baja ahora mismo.
Luke se sentó en uno de los sillones rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían encontrado a Viktor y a Agnes. No podía quitarse de la cabeza la imagen de su amigo colgando de la puerta del baño, ni tampoco la del cuerpecito sin vida de Agnes en los brazos de Therese. La cita con el detective lo había obligado a salir de la cama, ducharse y dar un paseo.
Tras unos minutos, un hombre llegó a la recepción y se presentó. Era Anders Loman.
—Gracias por venir. Vamos a mi oficina.
Loman tenía unos cincuenta y tantos años, era alto y delgado, estaba en forma para su edad y lucía un bronceado natural como resultado de pasar tiempo al aire libre. Llevaba el cabello cuidadosamente teñido de negro y bien peinado hacia atrás. Cada pelo de su cabeza parecía estar dispuesto de forma exactamente paralela a los demás. Mientras lo seguía hacia el interior de la comisaría, Luke pensó que parecía una reproducción en chocolate del vaquero de Marlboro. Subieron tres pisos y se metieron en una sala que debía de ser su oficina. Al verla, Luke tuvo la impresión de que Anders Loman era muy quisquilloso. Había un montoncito de papeles en perfecto orden sobre su mesa, un ordenador con la pantalla