Peter la miró tranquilamente.
—Describe lo que ves.
Lo hizo, y se le ocurrieron muchísimos detalles. O quizás los recordó. No sabía si la historia era cierta o falsa, pero en ese momento le importaba bien poco. Las palabras fluyeron con una facilidad asombrosa. Pensó que tendría que preguntarle a su madre si de bebé se había caído en la bañera y se había dado un golpe en la cabeza. Después de contar la historia varias veces, Peter dijo que la aguja fluía y le hizo la pregunta de nuevo:
—Ve a un momento previo en el que tuvieras jaqueca.
Jenny volvió a mirarlo. Lo decía totalmente en serio. Ella trató de pensar en algún momento anterior a 1972, el año de su nacimiento.
La sala se quedó en silencio mucho tiempo. Como no se le ocurría nada, le empezó a entrar sueño. Peter volvió a decir lo mismo. Jenny se incorporó.
—Eso es —dijo Peter de pronto, mirando el e-metro—. ¿Qué ha sido eso? ¿En qué acabas de pensar?
Jenny sonrió. Se sentía tonta, pero lo dijo:
—He visto una oficina.
—¿Dónde estás? —preguntó Peter.
—En Nueva York. —Las palabras le salieron con naturalidad—. Me parece que es la década de los cuarenta. Estoy en una oficina bancaria y el dolor me martillea en la cabeza. Acabo de averiguar algo horrible: que mi yerno, a quien yo mismo contraté (porque soy el director del banco, por cierto) ha defraudado dinero. Lo estoy mirando. Él me devuelve la mirada y me doy cuenta de que sabe que lo sé. —Jenny se quedó en silencio, sumida en sus pensamientos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Peter.
—Sí. Solo estoy pensando que es raro que en mi última vida fuera un hombre.
Peter no respondió.
—Y… vaya, lo que veo es horrible —prosiguió Jenny—. Creo que cuando descubrí el desfalco, se lo dije a mi yerno. Él lo admitió. Estaba destrozado. Lo despedí y salió de la oficina. Era el padre de mis nietos.
Más imágenes, algunas de ellas fragmentarias, le vinieron a la cabeza. Jenny no hizo ningún esfuerzo, simplemente dejó que la historia saliera de su boca.
—Está claro que lo primero que hizo fue emborracharse en un bar. Luego se fue a su casa, metió a mi hija y a mis dos nietos en el coche y se tiró por un barranco. No me extraña que haya notado el dolor de cabeza.
Jenny rio por lo bajo. Se sentía feliz y triste a la vez. La historia la había impactado. Como había hecho con las otras, la contó varias veces, añadiendo detalles en cada ocasión. Entonces Peter dio por terminada la sesión, satisfecho. No acordaron qué harían a partir de ahora, pero Peter le pidió que volviera al centro para hablar de si quería colaborar con ellos. Luego le dijo que la terapia costaba dinero, pero que si trabajaba allí se la harían gratis.
Salió del centro mareada. ¡Las imágenes que le habían venido a la cabeza parecían tan reales! ¿Era cierto todo aquello? Si lo buscaba, quizás podía encontrar aquella historia que había sucedido en el Nueva York de los años cuarenta. Tendría que dar con un hombre que hubiera estado casado con la hija de un director de banco y que se hubiera suicidado con su familia. Pero lo que más la acuciaba eran sus ganas de contárselo todo a Daniel. No podía esperar a llegar a casa.
Cuando entró en el piso, el ambiente era muy acogedor. Había velas encendidas por doquier, Daniel había preparado té y en la minicadena sonaba Black Velvet, de Alannah Myles. Hablar de las auditorías estaba prohibido, pero ellos decidieron saltarse la norma y prometieron que no lo compartirían con nadie más.
Jenny fue la primera en contar su historia. Estaba tan inmersa en ella que no se dio cuenta de la reacción de Daniel. Hasta que, de pronto, dejó de hablar. Daniel se había quedado pálido y miraba el techo sentado en el sofá, con las manos en la nuca.
—¿Te pasa algo? —preguntó Jenny. Él bajó los brazos y se inclinó hacia ella.
—Jenny, el yerno soy yo.
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