Todo el mundo rio. Hubo muchas más carcajadas durante el resto de la velada, además de otras conversaciones sobre vidas pasadas y acaloradas discusiones sobre la calidad de la música de Nirvana y sobre si Mikhail Gorbachev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aquellas personas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la respetaban y que estaban genuinamente interesados en ella. Eran inteligentes y simpáticos, y no se preocupaban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acostumbrada a rodearse de gente así.
Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se dirigieron a la parada para coger el último autobús a Karlskrona.
—Los amigos de Victoria son muy interesantes —dijo Jenny.
—Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pasadas es bastante atractivo.
—A mí me cuesta aceptarlo —dijo Jenny—. Pero las imágenes que me han venido a la cabeza se iban haciendo más y más concretas a medida que Peter me iba haciendo preguntas. ¿Y si somos almas que van saltando de cuerpo en cuerpo? Me encantaría que fuera verdad.
Anduvieron en silencio durante varias decenas de metros. En la parada, esperaron de pie. El autobús tardaría cinco minutos en llegar.
—¿De qué los conoce Victoria? —preguntó Jenny.
—Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la escuela primaria —respondió Stefan—. La mayoría siempre ha vivido en Karlskrona, pero otros fueron lejos a la universidad y acaban de volver. Mi hermana me ha dicho que algunos forman parte de un grupo religioso que cree en la reencarnación. Cienciología, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cristianismo. Creo que solo están interesados en este asunto de las vidas pasadas y en aprender técnicas comunicativas. A Victoria todo esto no le llama demasiado la atención, pero le caen muy bien.
—Y a mí —dijo Jenny.
—Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, sonriendo y rodeándola con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha parecido guapo?
—Idiota —dijo Jenny—. No es eso.
Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.
4
Miércoles, primera hora de la mañana en el parque Hogland. Había pasado un día y medio desde que habían encontrado a un padre y a su hija de cuatro años muertos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con precaución. Una silenciosa niebla matutina cubría la ciudad, que estaba construida sobre treinta y tres islas. La niebla evitaba que el sol aterrizara y alcanzara las pocas almas madrugadoras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karlskrona.
Una de aquellas almas era Luke Bergmann. A él no le importaba lo más mínimo si brillaba el sol o si diluviaba. Ni siquiera se habría dado cuenta.
Estaba sentado en un banco del parque con la mirada fija en la bolsita que un camello le había puesto en la mano. La bolsita contenía alivio. Posiblemente también muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.
Había resistido la tentación durante dieciséis años. Desde que había aterrizado en Karlskrona no había caído en ese agujero ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hubiera apaciguado, siempre había estado allí.
Llevaba papel de fumar de la marca Rizla en el bolsillo y el camello le había dado una caja de cerillas. Tenía todo lo que necesitaba.
Se visualizó a sí mismo a los trece años, la primera vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que falleció por una sobredosis de heroína. Todavía recordaba lo que aquel canuto le hizo sentir: liberación. Una sensación de calidez en el centro de su cuerpo expulsó toda la ansiedad, la angustia y el pánico.
Después de eso, siguió fumando marihuana. Para él era suficiente. El resto de chicos de la pandilla consumían todo lo que pillaban: crack, éxtasis, heroína, alcohol. Pero Luke no.
Cogió el papel de fumar y lo enrolló retorciendo un extremo. No quería usar filtro ni mezclar tabaco. El sol empezaba a desplegar su calor. Un grupo de jóvenes con monos de color naranja, el uniforme de su empleo de verano, recogían basura cerca de la zona de juegos. Luke sostuvo el porro entre los dedos.
La primera noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vueltas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La segunda noche la pasó dormitando, instalado en una especie de purgatorio entre el sueño y la vigilia, y tuvo pesadillas sobre la muerte. Todas trataban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Troutman de Brooklyn, veinticuatro años atrás —un adolescente afroamericano de dieciséis años de los Navajas negras— corría hacia él con los ojos abiertos como platos, drogado, mirándolo fijamente y blandiendo un cuchillo de carnicero. Luke vio que el filo cortante del cuchillo se acercaba a su cara y se quedó paralizado, esperando que el acero se clavara en su frente. Se despertó justo en el momento de la muerte, seguro de que todo había terminado. Confundido, saltó de la cama para escapar, y cuando recobró la conciencia estaba jadeando con el pulso acelerado.
Dos chicos jóvenes enfundados en sus monos y con bolsas negras de basura se acercaron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bolsillo y se levantó. Decidió irse a casa y fumárselo allí.
El martes había llamado a Åsa Nordin, su jefa en Ekekullen, para contarle lo que había ocurrido y pedirle permiso para tomarse unos días libres. Ekekullen era una casa de acogida de Rödeby para jóvenes con un historial de delitos y consumo de drogas. Luke acababa de empezar a trabajar allí. Antes se había ocupado durante ocho años de una casa de acogida similar en Listerby, a las afueras de la ciudad de Ronneby.
Amanda, su exmujer, lo había llamado ese mismo día. Se había enterado de lo que había ocurrido y estaba desolada. También conocía bien a Viktor y había coincidido con Agnes unas cuantas veces. Luke no había hablado con nadie más en las últimas veinticuatro horas.
Tardó quince minutos en llegar a casa, a su pequeña cabaña del barrio de Björkholmen. No era para nada espaciosa y tenía los techos bajos. Los trabajadores del astillero que habían vivido allí a finales del siglo xvii debían de ser pigmeos. Cuando acababa