—Les voy a enseñar la fotografía de mi Sergio —dijo con una sonrisa orgullosa y maternal—. Está en mi álbum.
La hora en que, por lo general, se despedía de su hijo y hasta acostumbraba acostarle ella misma antes de ir al baile era a las diez. Y repentinamente se había entristecido cuando pensó que se encontraba tan lejos de él, y hablasen de lo que hablasen su mente volaba hacia su Sergio y a su cabeza rizada, y de pronto la asaltaron las ganas de contemplar su retrato y hablar de él. Por eso se puso en pie y, con paso seguro y ligero, se marchó a buscar el álbum donde tenía su foto.
La escalera que llevaba a su habitación partía del descansillo de la amplia escalera principal en la que reinaba una agradable atmósfera.
Cuando salió del salón, se escuchó el sonido del timbre en el recibidor.
—¿Quién podrá ser? —preguntó Dolly.
—Para que venga gente de fuera, es muy tarde y para venir a buscarme es demasiado pronto —dijo Kitty.
—A lo mejor es alguien que me trae algún documento —dijo Esteban Arkadievich.
El sirviente, mientras Anna pasaba frente a la escalera principal, subía para anunciar a la persona que había llegado, que se encontraba bajo la luz de la lámpara, en el vestíbulo. Anna miró hacia abajo y, cuando reconoció a Vronsky, un sentimiento muy extraño de alegría y miedo invadió su corazón. Él estaba aun con el abrigo puesto, y buscaba algo en el bolsillo.
Cuando Anna llegó a la mitad de la escalera, Vronsky dirigió su mirada hacia arriba, la vio y en su cara se dibujó una expresión de confusión y de vergüenza. Anna continuó su camino, inclinando la cabeza levemente.
Inmediatamente, se escuchó la voz de Esteban Arkadievich invitando a Vronsky a que pasara, y la del muchacho, baja, suave y serena, declinando.
Al volver Anna con el álbum, Vronsky ya no se encontraba allí, y Esteban Arkadievich relataba que su amigo únicamente había venido para informarse de los detalles de una comida que se daba al siguiente día en honor de un personaje extranjero muy famoso.
—No quiso entrar, por más que le rogué —dijo Oblonsky—. ¡Qué cosa tan rara!
Kitty se sonrojó, creyendo haber entendido las razones de la llegada de Vronsky y su negativa a entrar.
«Fue a casa y no me encontró», pensó, «y vino a ver si me encontraba aquí. Pero no quiso entrar por lo tarde que es y también por la presencia de Anna, que es una persona extraña para él».
Todo el mundo se miró en silencio. Después empezaron a hojear el álbum.
En que un amigo visitase a otro a las nueve y media de la noche para informarse sobre un banquete que se iba a celebrar al día siguiente no había nada de asombroso; sin embargo, a todos les pareció muy extraño, y a Anna más que a nadie, e incluso le pareció que era un poco incorrecto el comportamiento de Vronsky.
XXII
Cuando Kitty entró con su madre en la inmensa escalera iluminada, adornada de flores, llena de sirvientes de rojo caftán y de empolvada peluca, se estaba iniciando el baile. El frufrú de los vestidos llegaba de las salas como el tenue zumbido de las abejas en una colmena.
Sonaron melodiosos y suaves los acordes de los violines de la orquesta iniciando el primer vals, mientras las damas se arreglaban vestidos y peinados frente a los espejos del vestíbulo lleno de plantas.
Un viejo, vestido con traje civil, que se estaba arreglando sus blancas sienes ante otro espejo, despidiendo a su alrededor un perfume muy fuerte, se topó con ellas en la escalera y les cedió el paso, al tiempo que contemplaba a Kitty, a quien no conocía, con obvio placer. Un muchacho imberbe —evidentemente uno de los galancetes a quienes el anciano Scherbazky llamaba pisaverdes—, que tenía un chaleco muy abierto y se arreglaba, caminando, la corbata blanca, las saludó y, después de haber dado varios pasos, retrocedió e invitó a Kitty a bailar. Como tenía la primera contradanza prometida a Vronsky, Kitty tuvo que prometer la segunda a ese muchacho. Un militar que se encontraba cerca de la puerta y se estaba abrochando los guantes y atusándose el bigote, contempló con admiración a Kitty, radiante en su vestido de color rosa.
A pesar de que el vestido, el peinado y los otros preparativos para el baile habían costado mucho trabajo y demasiadas preocupaciones a Kitty, en este momento el complicado traje de tul le sentaba tan naturalmente como si todos los bordados, puntillas, y otros detalles de su vestuario no hubiesen exigido de su familia ni de ella un solo momento de atención, como si hubiese nacido entre ese tul y esas puntillas, con ese peinado alto adornado con algunas hojas alrededor y con una rosa...
Antes de entrar en la sala, la vieja princesa intentó arreglar el cinturón de Kitty, pero ella se había apartado, como si adivinase que en ella todo era gracioso, que todo le sentaba bien, y que no necesitaba ningún arreglo.
Se encontraba en uno de sus mejores días. El vestido no le oprimía por ninguna parte, no colgaba ninguna puntilla. Los pequeños zapatos color rosa, de tacón alto, en lugar de oprimir, parecían acariciar y hacer más hermosos sus diminutos pies. Los rubios y espesos tirabuzones postizos adornaban su cabecita con naturalidad. Los tres botones de cada uno de sus guantes estaban abrochados a la perfección y, sin deformarlas en lo más mínimo, los guantes se ajustaban a sus manos. Su garganta estaba ceñida suavemente con una cinta de terciopelo negro. Esa cintita era una verdadera delicia; cada vez que Kitty se contemplaba en el espejo de su casa, tenía la impresión de que la cinta hablaba. Sobre la belleza de lo demás podía caber alguna duda, pero en cuanto a la cinta, no. Kitty, cuando se miró aquí en el espejo, también sonrió, satisfecha. Sus brazos y hombros desnudos le daban la sensación de una frialdad marmórea que le resultaba muy grata. Sus labios pintados y sus ojos brillantes solo pudieron sonreír al verse tan bella.
Cuando apenas entró en el salón y se aproximó a los grupos de damas, todas cintas y puntillas, que esperaban el instante de ser invitadas a danzar —Kitty nunca entraba en esos grupos— le pidió ya un vals el mejor de los danzarines, el famoso director de baile, el maestro de ceremonias, un hombre casado, elegante y guapo, Egoruchka Korsunsky, que acababa de dejar a la condesa Bonina, con la que había bailado el primer vals.
Vio entrar a Kitty mientras observaba con aire dominador a las parejas que danzaban, y se dirigió a ella con el paso decidido de los directores de baile. Se inclinó frente a ella y, sin preguntarle siquiera si quería bailar, alargó la mano para agarrarla por el talle delicado. La muchacha miró a su alrededor buscando a alguien a quien le pudiera entregar su abanico y, sonriendo, la dueña de la casa lo cogió.
—Celebro bastante que usted haya llegado pronto —dijo él, mientras le ceñía la cintura—. No entiendo cómo se puede llegar tarde.
Ella apoyó la mano izquierda en el hombro de Korsunsky y sus pequeños pies calzados de rosa se deslizaron ligeros, al ritmo de la música, por el pavimento encerado.
—Es un descanso bailar con usted. ¡Qué ligereza y qué admirable precisión! —comentó Korsunsky, al tiempo que giraban al compás del vals.
Con poca diferencia, eran sus palabras a todas las conocidas por las que sentía aprecio.
Kitty sonrió y miró la sala, por encima del hombro de su pareja. Ella no era una de esas novicias a quienes la emoción de la primera danza les hace confundir todas las caras que las rodean, ni una de esas jóvenes que, a fuerza de visitar frecuentemente las salas de baile, acaban conociendo a todos los asistentes de tal forma que ya hasta les aburre mirarlos. Kitty se encontraba en el término medio. De manera que, con emoción reprimida, pudo contemplar toda la sala.
Primero miró a la izquierda, donde estaba agrupada la flor de la alta sociedad. Allí estaba la mujer de Korsunsky, la hermosa Lidy, con un vestido muy descotado; estaba presente, como siempre, Krivin, con su calva resplandeciente, donde se reunía la buena sociedad; más allá, en un grupo que los muchachos contemplaban sin intentar acercarse,