—¿Pero por qué en un pueblo? No parece que en los pueblos falte el trabajo. No sé para qué un pueblo puede necesitar una cooperativa de cerrajeros.
—Es necesario hacerlo porque ahora, igual que anteriormente, los aldeanos siguen siendo esclavos, y lo que no les gusta a ti y a Sergio es que se les quiera sacar de esa esclavitud —gruñó Nicolás, disgustado por la respuesta.
Constantino Levin exhaló un suspiro al tiempo que miraba el destartalado y sucio cuarto. Ese suspiro irritó más todavía a Nicolás.
—Ya sé cuáles son las ideas aristocráticas de Sergio y de usted. Sé que él usa toda la capacidad de su mente en justificar la existente organización.
—No es verdad... ¿Pero por qué me estás hablando de Sergio? —preguntó Levin, con una sonrisa.
—¿Por qué? Ahora lo vas a ver —exclamó Nicolás al escuchar el nombre de su hermano—. Pero ¿para qué vamos a perder tiempo? Respóndeme: ¿a qué viniste? Tú sientes desprecio por todo esto. Muy bien: ¡márchate con Dios! ¡Márchate, márchate! —gritó, mientras se levantaba de la silla.
—No siento desprecio para nada —dijo Constantino con timidez—. Para mí sería mejor no tratar de esas cosas.
En aquel momento entró María Nikoláievna. Nicolás la miró con rabia. Ella se le aproximó y le dijo algo.
—Estoy bastante mal y me he vuelto demasiado excitable —dijo Nicolás, tranquilizándose y respirando dificultosamente—. ¡Y me vienes a hablar de Sergio y de sus artículos! En ellos todo son mentiras, ganas de engañarse a sí mismo. Un hombre que no conoce la justicia, ¿qué puede decir de ella? ¿Usted leyó su último artículo? —preguntó a Krizky, mientras se sentaba nuevamente a la mesa y, para dejar un espacio libre, separaba los cigarros esparcidos sobre ella.
—No lo leí —contestó, de manera sombría, Krizky, que, aparentemente, no quería participar en la charla.
—¿Por qué? —preguntó Nicolás, enfadado ahora contra Krizky.
—Porque creo que es una pérdida de tiempo.
—Disculpe, ¿por qué usted cree que es una pérdida el tiempo?
—Para muchas personas ese artículo se encuentra por encima de su comprensión.
—Pero yo no me encuentro en ese caso. Yo puedo descubrir sus puntos flacos, porque sé leer entre líneas.
Todos guardaron silencio. Krizky se puso en pie poco a poco y cogió la gorra.
—¿No desea cenar? Muy bien. Entonces venga mañana con el cerrajero.
Después que Krizky salió, Nicolás guiñó el ojo y sonrió.
—Él tampoco es muy fuerte; me doy cuenta de ello.
En ese instante, Krizky le llamó desde la puerta.
—¿Qué desea? —dijo Nicolás al tiempo que salía del corredor. Cuando se quedó solo con María Nikoláievna, Constantino le preguntó:
—¿Desde hace cuánto tiempo está con mi hermano?
—Hace más de un año. Él está muy mal de salud: bebe mucho —respondió ella.
—¿Qué bebe?
—Bastante vodka. Y le sienta demasiado mal.
—¿Bebe excesivamente?
—Sí —contestó ella, mirando asustada hacia la puerta por la que ya estaba entrando Nicolás.
—¿De qué estaban hablando? —preguntó este severamente y pasando su mirada atemorizada de uno a otro—. Díganmelo.
—No hablábamos de nada —contestó Constantino con turbación.
—Si no lo quieren decir, no lo digan. Pero con ella no tienes por qué hablar de nada. Tú eres un señor, y ella una ramera —dijo haciendo con el cuello un movimiento convulsivo—. Ya me doy cuenta de que comprendes mi situación y mis extravíos y me los disculpas. Estoy muy agradecido contigo —agregó alzando la voz.
—¡Nicolás Dmitrievich, Nicolás Dmitrievich! —susurró María Nikoláievna, mientras se acercaba a él.
—¡Está bien, no pasa nada!... ¿Y la cena? ¡Ah, ahí llega! —exclamó, viendo que el camarero subía con la bandeja. ¡Colóquela aquí! —agregó con rabia. Después se llenó un vaso de vodka, y lo vació completamente de un solo trago.
—¿Deseas beber? —preguntó a Constantino, animándose inmediatamente—. Muy bien, permitámosle a Sergio Ivanovich correr; sea como sea, estoy muy feliz de verte. Somos de la misma sangre, lo quieras o no —continuó, bebiendo otra copa y masticando una corteza de pan ávidamente—. Vamos, bebe, ¿Qué es de tu vida? Y cuéntame lo que haces.
—Estoy viviendo solo en el pueblo, como antes, y me ocupo de las tierras —contestó Constantino, mirando disimuladamente, con espanto, la avidez con que comía y bebía Nicolás.
—¿Y por qué no contraes matrimonio?
—Todavía no se ha presentado la oportunidad —contestó Constantino enrojeciéndose.
—¿Por qué no? Tú no eres como yo, que tengo la vida perdida y estoy acabado. He dicho y siempre voy a decir que si cuando necesitaba mi parte de la herencia me la hubiesen dado, mi existencia habría sido muy distinta.
Constantino cambió de tema rápidamente.
—¿Sabes que tengo de tenedor de libros en Pokrovskoe a tu Vaniuchka?
Nicolás quedó pensativo y movió el cuello.
—¿Sí? Y contéstame: ¿en Pokrovskoe qué hay de nuevo? ¿Y la casa? ¿Sigue igual que antes? ¿Y la habitación donde estudiábamos, y los abedules? ¿Es posible que todavía viva el jardinero, Felipe? ¡Aun recuerdo el diván y el pabellón! Escucha: no vayas a cambiar nada en la casa, cásate y déjalo todo igual. Y si tu esposa es buena, te iré a visitar... Ya habría ido, pero siempre me contuvo el miedo de encontrar a Sergio allí.
—No le ibas a encontrar. Vivimos de manera independiente.
—Bueno: sea como sea, debes elegir entre él y yo —susurró Nicolás, mirándole con timidez.
A Constantino le conmovió esa timidez.
—Si quieres que te sea sincero, no quiero intervenir en su disputa. Él tiene la culpa en el fondo y tú la tienes en la forma.
—¡Has entendido perfectamente! —exclamó Nicolás de una manera jovial.
—Personalmente, yo valoro más tu amistad, porque...
—¿Por qué?
Constantino no se arriesgó a decirle que era porque le veía desdichado y necesitaba más su amistad que Sergio. Sin embargo, Nicolás entendió y cogió callado la botella de vodka.
—Nicolás Dmitrievich, ya es suficiente —dijo María Nikoláievna, mientras alargaba su brazo desnudo y redondo hacia la botella.
—¡Déjame en paz o te golpeo! —gritó Nicolás.
Ella sonrió bondadosamente, de una manera suave, que se contagió a Nicolás, y pudo coger la botella.
—¿Supones que Macha no es inteligente? —dijo Nicolás—. Todo lo entiende mejor que nosotros. ¿No es cierto que parece simpática y buena?
—¿Usted no había estado nunca antes en Moscú? —le preguntó Constantino, por comentar algo.
—Por favor, no la trates de usted. Se asusta mucho. Nunca nadie le ha hablado de usted, con excepción del juez que la juzgó cuando la llevaron al Tribunal porque intentó escapar de aquella casa... ¡Mi Dios! —exclamó Nicolás—. ¡En el mundo hay tanta falta de sentido! ¿Qué utilidad tienen tantos zemstvos, tantas nuevas instituciones, tantos jueces