—Anna, ¿qué te ocurre? —preguntó, después que recorrieron un corto trayecto.
—Esto es un mal presagio —contestó ella.
—¡No digas boberías! —dijo Esteban Arkadievich—. Lo más importante es que ya llegaste. ¡No te imaginas las esperanzas que puse en tu venida!
—¿Conoces a Vronsky desde hace mucho tiempo? —preguntó Anna.
—Sí... ¿Ya sabes que esperamos que contraiga matrimonio con Kitty?
—¿Sí? —murmuró ella en voz baja. Y moviendo la cabeza, como si desease apartar algo que la molestara físicamente, añadió—: Hablemos de ti ahora. Vamos a ocuparnos de tus asuntos. Recibí tu carta y, ya ves, me vine rápidamente.
—Sí. Únicamente confío en ti —respondió Esteban Arkadievich.
—Muy bien: explícamelo todo.
Esteban Arkadievich se lo contó. Cuando llegaron a su casa, ayudó a su hermana a bajar del coche, suspiró y le estrechó la mano, y después se marchó a la Audiencia de inmediato.
XIX
Dolly estaba con un niño rubio y rollizo, bastante parecido a su padre, a quien tomaba la lección de francés, cuando Anna entró en el pequeño salón. El chiquillo leía volviéndose frecuentemente y tratando de arrancar un botón a medio caer de su trajecito. En repetidas ocasiones, la madre le había detenido la mano, pero él continuaba en su intento. Finalmente, Dolly le arrancó el botón y se lo colocó en el bolsillo.
—Gricha, por favor, ten las manos quietas —dijo.
Y se entregó nuevamente a su labor. La había comenzado hacía mucho tiempo y únicamente se ocupaba de ella en instantes de mucha inquietud. En este momento hacía punto y estaba muy nerviosa, levantando los dedos y contando instintivamente.
A pesar de que le dijo el día anterior a su esposo que no le importaba la llegada de su hermana, lo preparó todo para recibirla y la esperaba con mucha impaciencia.
Dolly estaba desalentada, abrumada por el sufrimiento. Sin embargo, recordaba que su cuñada, Anna, era una gran dama de la capital, la esposa de uno de los personajes de más importancia en San Petersburgo. Gracias a esta circunstancia, Dolly no cumplió lo que le dijo a su marido y no se olvidó de la llegada de Anna.
«Finalmente, Anna no tiene la culpa», se dijo. «Jamás he escuchado nada malo de ella y, por lo que a mí respecta, en ella he encontrado solo atenciones y afecto».
Era cierto que la casa de los Karenin, durante su permanencia en ella, le había producido mala impresión; le había parecido descubrir algo de falsedad en su modo de vivir. «Sin embargo, ¿por qué no recibirla?», se decía. «¡Que no pretenda, al menos, darme consuelo!», pensaba Dolly. «Ya he pensado mil veces en consuelos, seguridades para el mañana y perdones cristianos y son totalmente inútiles para mí».
Dolly había permanecido sola con los niños durante todos estos días. No deseaba confiar su dolor a nadie y, no obstante, no se podía ocupar de otra cosa teniendo ese dolor en el alma. Estaba segura de que solo hablaría con Anna de aquello, y si por una parte le complacía la idea, por la otra le disgustaba tener que escuchar vulgares palabras de tranquilidad y consuelo y confesar su humillación.
Dolly, que estaba esperando a Anna mirando a cada instante el reloj, dejó de mirarlo, como suele ocurrir, justamente en el momento en que llegó su cuñada. No escuchó, pues, el timbre, y cuando, percibiendo en la puerta del salón ligeros pasos y roce de faldas, se puso en pie, su angustiado rostro reflejaba sorpresa, no alegría.
—¿Pero cómo? ¿Ya llegaste? —dijo, al tiempo que abrazaba y besaba a Anna.
—Dolly, me alegro mucho de verte.
—Y yo también de verte a ti —contestó Dolly, con sonrisa débil, intentando averiguar por la cara de Anna Karenina si tenía información de todo lo que había sucedido.
«Probablemente lo sabe», pensó, mirando la expresión compasiva del rostro de su cuñada.
—Vamos, vamos; te voy a acompañar a tu habitación —continuó, tratando de retrasar el instante de las explicaciones.
—¿Este es Gricha? ¡Mi Dios, qué grande está! —exclamó Anna, mientras besaba al chico, sin dejar de mirar a Dolly y sonrojándose. Y agregó—: Déjame quedarme un momento aquí.
Se quitó el abrigo, después el sombrero. En él quedó prendido un mechón de su negro y rizado cabello y, con un movimiento de cabeza, Anna lo desprendió.
—¡Estás llena de salud y de felicidad! —dijo Dolly, sintiéndose un poco envidiosa.
—¿Yo? Sí... ¡Esa es Tania, Dios mío! Tiene los mismos años que mi Sergio, ¿verdad? —exclamó Anna, dirigiéndose a la chiquilla, que entraba corriendo en el salón. Y también la besó, después que la tomó en brazos—. ¡Qué niña tan hermosa! ¡Es un verdadero encanto! Vamos, enséñame a los demás niños.
Le estaba hablando de los cinco, recordando no únicamente sus nombres, sino su edad, sus temperamentos y hasta las enfermedades que habían padecido. Dolly se sentía profundamente conmovida.
—Muy bien; vayamos a verles —dijo—. Pero es una lástima que Vasia esté durmiendo.
Más tarde se sentaron, ya solas, en el salón, ante una taza de café, después de ver a los niños. Anna cogió la bandeja y enseguida la separó.
—Dolly —comenzó—, mi hermano ya me habló.
Dolly, que esperaba escuchar palabras de falsa compasión, miró a su cuñada fríamente. Pero Anna no dijo nada en ese sentido.
—¡Dolly querida! —exclamó—. No te quiero consolar ni defenderle. No es posible. Únicamente quiero decir que te compadezco con todo mi corazón.
Y brillaron las lágrimas tras sus largas pestañas. Tomó asiento más cerca de su cuñada y le cogió las manos entre las suyas, enérgicas y pequeñas. Dolly no se apartó, pero siguió con su severa actitud. Solamente dijo:
—No sirve de nada intentar consolarme. Después de lo que pasó, todo está totalmente perdido; no se puede hacer nada.
Al tiempo que hablaba de esa manera, se suavizó la expresión de su cara. Anna besó las secas y delgadas manos de Dolly y contestó:
—Pero, Dolly, ¿qué podemos hacer?, ¿qué podemos hacer? Debemos pensar en lo mejor que pueda hacerse para remediar esta espantosa situación.
—Todo ha acabado y nada más —respondió Dolly—. Y lo peor del caso, entiéndelo, es que no le puedo dejar; están los niños, las obligaciones, pero no puedo vivir con él. Para mí es un martirio el simple hecho de verle.
—Él me lo contó todo, querida Dolly, pero quisiera que tú me lo explicases, tal como sucedió.
Dolly la miró indagadora. En la cara de Anna se dibujaba un cariño sincero, una compasión verdadera.
—Muy bien, te lo voy a contar desde el comienzo —decidió Dolly—. Tú ya sabes cómo me casé: con una educación que hizo que llegara al altar, no solamente inocente, sino también idiota. Ignoraba todo. Ya sé que dicen que los hombres habitualmente cuentan a las mujeres la vida que llevaron antes de casarse, pero Stiva... —y se interrumpió, corrigiendo—, pero Esteban Arkadievich nunca me contó absolutamente nada. Yo imaginaba, aunque no me creas, que era la única mujer que él había conocido... De esa manera viví ocho años. No solamente no tenía la más mínima sospecha de que me pudiera ser infiel, sino que no lo consideraba posible. Y, figúrate que en esta confianza mía, conozco de repente este horror, esta bajeza. Entiéndeme... ¡Estar totalmente convencida y segura de la propia felicidad, para de repente... —seguía Dolly, mientras reprimía el llanto—, para de pronto recibir una carta de él que