Joe: Te voy a enviar por correo electrónico la información de nuestro nuevo caso.
Lucas: Ya la tengo. Has llegado tarde.
Joe: ¡Dos minutos!
Lucas: Da igual. Te toca pagar.
Quien llegara tarde tenía que invitar a donuts. Mierda. Joe le envió un mensaje a Tina, la dueña de la cafetería que había en el patio y le pidió más donuts, porque a Lucas había que pagarle con donuts o con tiempo de pelea en el ring. Joe había recibido entrenamiento en artes marciales mixtas, pero ni siquiera él podía ganar a Lucas en el ring. Además, le gustaba su cara tal y como la tenía. Así pues, donuts.
Acababa de sentarse en la butaca de su escritorio cuando alguien irrumpió en el despacho.
Kylie.
Llevaba una chaqueta de tipo marinero de color amarillo, llena de pelo de Vinnie, y unos pantalones vaqueros con un roto en la rodilla y unas botas robustas. Estaba preparada para el trabajo y tenía una expresión desafiante. Y no había nada que a él le gustara más que un desafío, sobre todo, si tenía un envoltorio tan bonito: Kylie era una extraordinaria ebanista y tenía el temperamento de una artista, lo cual significaba que no tenía miedo de decir lo que pensaba.
Él se había fijado en Kylie hacía un año, cuando ella había empezado a trabajar en Maderas recuperadas. Había sentido un enorme interés, tanto, que incluso se había detenido de vez en cuando delante de la tienda solo para verla trabajar con aquellas enormes herramientas. Tenía que admitir que volverse loco con aquello era un poco ridículo.
Además, aunque había creído ver una chispa de interés en sus ojos, ella siempre la reprimía con tanta rapidez, que él no sabía si solo era que se estaba haciendo ilusiones. Así que no había querido pensar más en ello.
Hasta hacía tres noches, en una fiesta del pub O’Riley’s, que estaba en el patio del edificio. La fiesta era para Spence y Colbie. Habían cantado en un karaoke con algo de alcohol en el cuerpo y habían jugado al billar y, al final, aunque Joe no pudiera creérselo, se habían dado aquel beso tan abrasador.
Habían salido a tomar un poco de aire fresco a la vez. Estaban mirando la fuente y, al minuto siguiente, estaban en el callejón. Ella se había girado hacia él, le había mirado los labios con anhelo y, al instante, los dos estaban intentando tragarse las papilas gustativas del otro.
Él llevaba desde ese momento intentando negarse la realidad a sí mismo: que la deseaba desde hacía mucho tiempo.
Sin embargo, desde el beso, ella se había dedicado a ignorarlo, cosa que le molestaba, a decir verdad.
–Buenos días –le dijo–. Deja que lo adivine. Has venido por otro beso –añadió, sonriendo–. Siempre vuelven por más.
Ella entrecerró los ojos y se quedó mirándolo fijamente a medio camino entre la puerta y su escritorio. Parecía que quería matarlo.
–Muda –dijo–. Me gusta.
Entonces, Kylie se puso en jarras.
–He venido por una cuestión de trabajo.
–Decepcionante –replicó él.
Ella soltó una carcajada irónica.
–Vamos. Los dos sabemos que yo no soy tu tipo.
Era lista. Dura. Sexy. Y todo eso, sin saberlo. Era exactamente su tipo.
–¿Por qué piensas eso?
–Porque no voy a medio vestir ni tengo unas tetas postizas de tamaño gigante.
Él sonrió. Le estaba tomando el pelo y, por algún extraño motivo, a él le encantaba.
–Además, no eres demasiado simpática –dijo–. Y a mí me gusta la simpatía.
–Um… Seguro que la simpatía está en tu lista de prioridades justo detrás de… ¿una buena personalidad?
Él se echó a reír.
–Tan joven y tan sarcástica. Tienes una opinión muy mala de mí.
–Sí, tengo la costumbre de pensar siempre lo peor –respondió Kylie, y dejó un sobre en su mesa–. Necesito contratarte para que encuentres una cosa.
Como parecía que hablaba en serio, él tomó el sobre y lo abrió. Dentro había una fotografía Polaroid de algo que parecía un pingüino de madera cayendo del Golden Gate al agua.
–Necesito que encuentres esa figura tallada.
Él la miró, y volvió a mirar la foto.
–Qué gracioso.
–No estoy de broma.
Él volvió a mirarla, y se encontró con una expresión solemne. Sus ojos, de color marrón claro tenían una mirada muy seria. Ella estaba ojerosa y no, no parecía que estuviera de broma.
–Está bien. ¿Qué es lo que estoy viendo?
–Es una figurita de madera de un pingüino. Mide diez centímetros. Me la robaron ayer.
–¿Y por qué no llamas a la policía?
–Porque se reirían de mí –dijo ella. Al ver que él también quería echarse a reír, Kylie suspiró–. Quiero recuperar la figura, Joe.
–¿De verdad? ¿Igual que yo quería comprar el espejo ayer para Molly?
–Con respecto a eso… Si haces esto por mí, si encuentras mi figurita, te haré un espejo nuevo para Molly.
–Entonces, ¿es que estamos haciendo un trato?
–Sí.
Interesante. La miró a los ojos, que eran del mismo color que el whiskey que él había estado bebiendo antes de que se dieran aquel famoso beso, y pensó: «¿Por qué demonios no iba a hacerlo?». Teniendo en cuenta que, normalmente, en sus trabajos solía haber muerte y violencia, y que tenía que tratar con la escoria de la población, aquello podía ser un alivio. Ayudaría a aquella chica tan mona y alocada y, además, podría hacerle a su hermana el regalo de cumpleaños que quería.
–De acuerdo.
–¿De acuerdo? –preguntó ella, aún muy seria–. ¿Tenemos un trato?
Claramente, había algo más que Kylie no le estaba contando. Para empezar, él se dio cuenta de que sus ojeras no tenían nada que ver con el hecho de que se sintiera molesta por tener que hablar con él. Estaba nerviosa. Lo disimulaba bien, pero estaba asustada, y eso hizo que él reaccionara.
–¿Cuándo lo viste por última vez? –le preguntó.
–Si lo supiera, no estaría aquí.
Joe suspiró.
–¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido?
–Anoche, justo antes de cerrar la tienda. Lo vi ayer por la mañana, así que pudo desaparecer en cualquier momento del día. El problema es que yo dejo el bolso debajo del mostrador, pero algunas veces, si tengo que ocuparme de la tienda, estoy en el taller hasta que entra algún cliente, y puede que no me dé cuenta inmediatamente.
–Entonces, tu bolso no siempre está vigilado.
–Eso es.
Él no se molestó en decirle que tenía suerte de que aquello no le hubiera ocurrido antes. Kylie ya lo sabía. Lo tenía escrito en la cara. Y también estaba claro que detestaba tener que pedirle ayuda.
–Pero ¿por qué iba a robarte alguien esta figura y a enviarte esta foto?
–No lo sé, y no me importa. Quiero recuperarla.
–Sí, sí importa.