Porque se saboteaba a sí misma. Por eso. Había heredado aquel rasgo de su madre, que era especialista en sabotearse a sí misma. Su droga eran los hombres. Los hombres equivocados. Y ella no estaba dispuesta a seguir sus pasos.
En aquel momento entró una mujer en el pub y se dirigió hacia la barra. Tenía el pelo negro, con algunos mechones teñidos de morado. Lo llevaba recogido con un lapicero, a modo de moño alto. Llevaba una camiseta con la leyenda Keep Calm and Kiss My Ass, unos pantalones vaqueros muy ajustados y unos botines que hicieron suspirar a Elle y a Molly. Se llamaba Sadie, y era tatuadora. Trabajaba en la Tienda del Lienzo.
Saludó a Sean con un gesto de la cabeza y le dijo:
–Ponme unas alitas, unas patatas fritas y lo que tengas de postre. Bueno, y ¿sabes qué? Ponme doble ración de todo eso.
Miró a Kylie y al resto de las chicas, y les dijo:
–Cuando necesitas un minuto para tranquilizarte en el trabajo, porque la violencia no está bien vista.
–Y que lo digas –le respondió Molly–. Bonita ropa, por cierto.
Kylie suspiró.
–Yo tengo que aficionarme un poco a la moda.
–Mi única afición es intentar cerrar la puerta del ascensor antes de que se suba alguien más –dijo Sadie.
Elle asintió.
–Eh, si alguien dijera que se ha acostado contigo cuando no es verdad, ¿qué harías? Haley tiene un problema.
–En primer lugar, no te molestes en negarlo. No te va a servir de nada –dijo Sadie–. En vez de eso, úsalo. Dile a todo el mundo lo inútil que era e invéntate que tenía fetiches raros, como… que gritaba el nombre de su madre justo antes del orgasmo, o algo por el estilo. Hay que destruir al sujeto.
–Vaya, eso es muy buena idea –dijo Haley.
–No es la primera vez que me pasa –dijo Sadie.
Kylie se tomó el café de un trago y se puso en pie con Vinnie.
–Bueno, cariño, nos vamos a casa de Joe.
Todo el mundo se quedó mirándola con asombro, y ella se corrigió rápidamente.
–Quiero decir que nos vamos a casa de Gib.
Elle la señaló.
–Ha dicho Joe.
Haley asintió.
–Claro que ha dicho Joe.
–Espera, espera. ¿Joe, mi hermano? –le preguntó Molly.
–Yo no conozco a otro Joe, ¿y tú? –inquirió Elle.
–Y está buenísimo –añadió Haley–. ¿Qué pasa? –preguntó, al ver que todas la miraban–. Soy lesbiana, no es que esté muerta.
Molly hizo un gesto de horror y se tapó los oídos con las manos.
–Por favor, chicas. Es mi hermano.
Con desesperación, Kylie le hizo otro gesto a Sean.
–Creo que necesito otra dosis de cafeína.
Molly le dio un golpecito en el hombro.
–Y yo necesito que me digas lo que pasa entre Joe y tú.
–Para llevar –le dijo Kylie a Sean.
Él la miró con asombro.
–¿Cuántos cafés te has tomado ya hoy?
–No demasiados –dijo ella, y tomó un sorbito. Tenía las manos temblorosas. Miró a Molly, y le dijo–: La respuesta a tu pregunta es «nada». Entre Joe y yo no hay nada, aunque estoy segura de que no nos caemos demasiado bien el uno al otro, no te enfades.
Molly se encogió de hombros.
–Es una persona peculiar. Yo lo quiero porque es mi hermano, así que no me enfado.
–No solo no nos caemos bien –puntualizó Kylie–, además, nos irritamos el uno al otro. Solo con respirar. Todo el tiempo.
–Um… –dijo Molly, y miró a Elle–. ¿Estáis oyendo lo mismo que yo?
–Sí. El clásico caso de protestar demasiado.
–No –dijo Kylie–. De verdad.
–Está en periodo de negación –dijo Elle.
–¿Lo ves? Por eso nunca se debe negar nada –dijo Sadie, con calma.
–¡Lo niego porque no es verdad! –exclamó Kylie–. Lo de Joe no es nada.
–Y ahora hay un «lo de Joe» –dijo Haley–. Fascinante.
–Bueno, adiós –dijo Kylie, tomando el transportín de Vinnie–. Nos vamos a la barbacoa.
Vinnie se animó al oírlo. Vinnie adoraba la comida.
–Que es en casa de… ¿quién, otra vez? –preguntó Haley, con inocencia.
–En casa de Joe –dijo Kylie. Rápidamente, se tapó la boca con la mano–. ¿Qué me pasa?
Sus amigas sonrieron.
–No, no. Voy a casa de Gib –se corrigió, con horror, y deletreó el nombre–: G-I-B. Gib –dijo. Y, antes de empeorar aún más la situación, se marchó.
Dejó a Vinnie en casa, con un abrazo y su cena. A los treinta minutos, estaba en el porche de casa de Gib. Él había heredado una pequeña residencia victoriana en Pacific Heights. Era una casita muy mona, de ancianita, y todo el mundo que la visitaba se reía de él por quedársela.
A Gib no le importaba. En San Francisco, la vivienda estaba por las nubes, así que él había acondicionado la casa para adecuarla a sus expectativas. Había añadido un par de toques modernos, una televisión de ochenta pulgadas y otra nevera, y se había dado por satisfecho.
Kylie llamó, pero él no respondió. Seguramente, porque la música estaba a todo volumen, y porque había mucha gente dentro de la casa.
Aquello no era una cita. Era una fiesta.
Se sintió como una tonta y se dio la vuelta para marcharse. Justo en aquel momento, Gib abrió la puerta.
–¡Eh! –exclamó. Al verla, sonrió–. ¡Has venido! Oye –le dijo, en voz más baja, mirando hacia atrás subrepticiamente, por encima de su hombro–: Han aparecido unos cuantos amigos por sorpresa, y han…
Desde detrás, alguien le rodeó la cintura con ambos brazos. Entonces, apareció la cara sonriente de Rena, su bellísima y perfecta exnovia, que apoyó la barbilla en su hombro.
–Hola, Kylie –dijo, y lo estrechó con afecto–. ¿Qué tal estás?
–Bien –dijo Kylie, automáticamente, sin apartar la mirada de Gib.
Él le dijo, en silencio, formando las palabras con los labios:
–Lo siento.
Sin embargo, Kylie era la que más lo sentía. Se sentía una completa idiota.
–No puedo quedarme. Ha surgido algo y tengo que…
Gib se zafó de Rena, la agarró, tiró de ella hacia dentro y le puso una copa de vino en la mano.
–Quédate, bebe. Diviértete –le dijo, y bajó la voz–. De verdad, lo siento muchísimo. No la esperaba. Quédate, por favor.
Kylie se tragó el vino y, después, reuniendo valor, bailó con Gib. Dos veces. Y le pisó solamente una vez.
Cuando quedó claro que Rena no iba a marcharse antes que ella, Kylie se marchó a casa justo