–Necesito un regalo de cumpleaños para Molly –dijo.
Molly era su hermana y, por lo que ella sabía de la familia Malone, estaban muy unidos. Todo el mundo sabía eso, y los adoraba a los dos. Ella también adoraba a Molly.
Pero no adoraba a Joe.
–De acuerdo –le dijo–. ¿Qué quieres comprarle?
–Me ha hecho una lista –dijo él, y sacó un papel plegado de uno de los bolsillos de su pantalón.
Lista de regalos para mi cumpleaños:
Cachorros (¡sí, en plural!).
Zapatos. Me encantan los zapatos. Tienen que ser tan glamurosos como los de Elle.
$$$
Entradas para un concierto de Beyoncé.
Una huida para la inexorable llegada de la muerte.
El maravilloso espejo de marquetería que ha hecho Kylie.
–Falta un tiempo para su cumpleaños –le dijo Joe, mientras ella leía la lista–, pero me dijo que el espejo está colgado detrás del mostrador, y no quería que lo vendierais. Es ese –dijo, y lo señaló–. Dice que se ha enamorado de él. No es de extrañar, porque tu trabajo es increíble.
Kylie hizo todo lo que pudo para disimular su satisfacción.
Joe y ella se conocían desde hacía un año, el tiempo que llevaban trabajando en aquel edificio. Hasta hacía dos noches, lo único que habían hecho era molestarse el uno al otro. Así que el hecho de que él pensara que había hecho algo increíble era toda una novedad.
–Ni siquiera sabía que te habías fijado en mi trabajo.
En vez de responder, él se fijó en la etiqueta del precio que estaba colgada del espejo, y soltó un silbido.
–Yo no soy la que pone los precios –dijo ella, a la defensiva, y se irritó consigo misma por tener aquel impulso de justificarse. No sabía por qué motivo él la alteraba tanto sin hacer ningún esfuerzo, pero lo mejor era no ponerse a analizar los motivos.
Nunca.
Joe había sido miembro de Operaciones especiales y todavía conservaba la mayoría de sus capacidades, que seguía utilizando en su trabajo actual en una agencia de detectives e investigación que tenía su sede en el piso de arriba. A falta de un término mejor, él era un profesional dedicado a encontrar personas y cosas y a arreglar situaciones. En el trabajo era una persona calmada, impenetrable e implacable y, fuera del trabajo, era un listillo, también calmado y también impenetrable. Los peores días, sus sentimientos hacia él oscilaban; los mejores, él hacía que sintiera cosas que ella prefería reprimir, porque dejarse llevar por aquel camino con Joe sería como saltar en paracaídas: emocionante y excitante, pero también con el riesgo del desmembramiento y la muerte.
Mientras ella estaba rumiando aquellas cosas y otras que no debería pensar, Joe estaba mirando con los ojos muy abiertos una caja de bombones abierta que había sobre el mostrador. Un cliente se la había llevado un rato antes. Había una pequeña tarjeta en la que decía ¡Sírvete tú mismo!, y él tenía la mirada fija en el último bombón de Bordeaux, que, casualmente, eran sus preferidos. Lo había estado reservando como recompensa para última hora si conseguía pasar todo el día sin pensar en estrangular a nadie.
Misión fallida.
–Irá directamente a tus caderas –le advirtió ella.
Él la miró a los ojos con diversión.
–¿Te preocupa mi cuerpo, Kylie?
Ella aprovechó aquella excusa para mirarlo de arriba abajo. Era musculoso y delgado. Tenía un cuerpo perfecto, y los dos lo sabían.
–No quería mencionarlo –le dijo–, pero creo que está empezando a salirte un michelín.
–¿De verdad, Kylie? –preguntó él, ladeando la cabeza–. ¿Un michelín? ¿Y qué más?
–Bueno, tal vez te esté creciendo un poco el culo.
Al oírlo, él sonrió de oreja a oreja, el muy petulante.
–Entonces, a lo mejor deberíamos compartir el bombón –dijo él, y le ofreció el Bordeaux, acercándoselo a los labios.
Ella, sin poder evitarlo, le dio un mordisco al chocolate, y tuvo que contenerse para no clavarle también los dientes en los dedos.
Él se echó a reír como si le hubiera leído la mente, se metió la otra mitad en la boca y se lamió algo de chocolate derretido que se le había quedado en el dedo. El sonido de succión fue directamente a sus pezones, lo cual fue muy molesto. Era febrero y hacía muchísimo frío en la calle, pero, de repente, ella estaba acalorada.
–Bueno –dijo él, cuando terminó de tragar el chocolate–. El espejo. Me lo llevo –afirmó, mientras sacaba la tarjeta de crédito de otro de los bolsillos–. Envuélvelo.
–No puedes comprarlo.
Entonces, él se quedó sorprendido. Parecía que nunca le habían dicho que no.
–De acuerdo –dijo–. Ya lo entiendo. Es porque no te llamé, ¿verdad?
–Pues no –replicó ella–. No todo tiene que ver siempre contigo, Joe.
–Es verdad. Esto tiene que ver con nosotros. Y con ese beso.
Oh, no. No era posible que acabara de mencionarlo así, como si fuera intrascendente. Kylie le señaló la puerta.
–Márchate.
Él sonrió. Y no se marchó.
Demonios. Ella se había prohibido a sí misma pensar en aquel beso. Aquel beso estúpido en estado de embriaguez que la tenía obsesionada mientras dormía y mientras estaba despierta. Sin embargo, en aquel momento, todo volvió a su cabeza e hizo que se le inundara el cuerpo de endorfinas. Tomó aire, cerró las rodillas y el corazón y tiró la llave a un precipicio.
–¿Qué beso?
Él la miró con sorna.
–Ah, ese beso –dijo ella. Se encogió de hombros y tomó su botella de agua–. Casi no me acuerdo.
–Qué curioso –dijo él, en un tono de puro pecado–, porque a mí me dejó alucinado.
Ella se atragantó con el agua. Tosió y tartamudeó.
–El espejo no se vende –dijo, por fin, secándose la boca con el dorso de la mano.
«¿Que yo lo dejé alucinado?».
La cálida mirada de diversión de Joe se transformó en una seductora y carismática.
–Puedo hacerte cambiar de opinión.
–¿Sobre el espejo, o sobre el beso? –preguntó ella, antes de poder contenerse.
–Sobre las dos cosas.
No había duda de eso.
–El espejo ya está vendido –dijo ella–. Su nuevo dueño viene a buscarlo hoy.
Daba la casualidad de que el nuevo dueño era Spence Baldwin, también propietario del edificio en el que se encontraban. El Edificio Pacific Pier, para ser exactos, uno de los más antiguos del distrito Cow Hollow de San Francisco. En el primer y segundo piso del edificio había empresas de diversos tipos. En el tercero y el cuarto, apartamentos. El edificio tenía un patio empedrado con una fuente que llevaba allí desde que el terreno era una pradera llena de vacas llamada Cow Hollow.
Spence había comprado el espejo para su novia, Colbie, aunque ella no se lo iba a decir a Joe,