–Rico y yo nos conocemos desde hace dos semanas. Antes que nada, somos compañeros de trabajo, pero…
–Bueno, pues apunta la receta de tu abuelo y tráela el lunes cuando vengas a cenar. Rico pasará a buscarte; cenamos a las siete y media.
Neen parpadeó.
–Mamá, puede que Neen tenga otros planes esa noche.
Una cosa era que lo mangoneara a él y otra que lo hiciera con una empleada.
–¿Tienes planes?
–Bueno, yo…
–¿Ves? No tiene –y dirigiéndose a ella, añadió–: ¿No te gustaría probar mi comida?
–Me encantará ir a su casa a cenar, señora D’Angelo. Le agradezco la invitación.
–Qué buenas maneras –dijo dándole a Neen unos golpecitos en la mejilla–. Ahora me tengo que ir.
Se puso en pie y le ofreció la mejilla a Rico, que se la besó. Volvió a mirar en derredor y soltó un fuerte suspiro al tiempo que meneaba la cabeza.
–Ay, Rico…
Él trató de no sentirse afectado por su desencanto. Una vez se hubo marchado su madre, Rico se desplomó sobre el asiento.
–Vaya, es una mujer de armas tomar. Y parece que no aprueba tu trabajo… –opinó Neen.
–Eso no es ninguna novedad.
–Anímate, Rico. «Es una verdad universalmente aceptada que…» nuestras madres están diseñadas para avergonzarnos.
–¿Orgullo y prejuicio, de Jane Asten? –preguntó él distraídamente.
–Adivina la primera línea, es mi juego favorito. Jugaba a él con mi abuelo.
La calidez con la que hablaba de su abuelo le conmovía. Sus ojos reflejaban tanta nostalgia y aflicción que sintió deseos de estrecharla entre sus brazos y consolarla. Lo cual no era una buena idea por varias razones.
–«Era el mejor de los tiempos…».
Por lo menos podía jugar con ella. Forzó una sonrisa. Demasiado fácil: Historia de dos ciudades. Abrió la boca para contestar, pero en ese momento sonó un gran estrépito procedente de la cocina.
–Era el peor de los tiempos.
Ella se incorporó.
–«¿Adónde va papá con ese hacha?» –refunfuñó–. Por si acaso no lo sabías, esta es de La telaraña de Carlota.
Él soltó una carcajada y volvió a centrar su atención en la tarta. A medida que comía, el nudo formado entre sus omóplatos comenzó a ceder. Neen había llamado a los empleados «mis chicos»; lo cual indicaba que estaba más entregada de lo que él hubiera esperado jamás. Lamió la nata de la cuchara. Paseó la mirada por la cafetería y sonrió. De pronto cayó en la cuenta de que se sentía más a gusto en la cafetería de Neen; no cabía duda de que era su cafetería, de lo que nunca se había sentido en casa de su madre. Y por un momento se permitió disfrutar de ello sin sentirse culpable.
Neen consideró que el día de la inauguración había sido un éxito rotundo. El jueves fue igualmente bueno. Pero el viernes, en medio del ajetreo del almuerzo, Travis recibió una llamada de teléfono.
–Neen, me tengo que marchar –anunció metiéndose el móvil en el bolsillo.
–¿Cómo? ¿Adónde? Estamos en medio del almuerzo, Travis. Te necesitamos.
–Tengo problemas en casa.
–¿Qué tipo de problemas?
Él la miró entristecido.
–Es mi hermano pequeño.
Vaya.
–Dame treinta segundos –le dijo ella señalándole con el dedo.
Salió de la cocina, le dijo al resto de los chicos que los dejaba a cargo del comedor y regresó para revisar los pedidos, que estaban alineados ordenadamente.
–¿Una ensalada César y un quiche para la mesa cuatro?
–Así es.
–Vale, lo tengo bajo control. Vete, Travis.
Hizo lo posible por seguir el frenético ritmo de los pedidos. Se había corrido la voz y el hecho de que el comedor estuviera abarrotado era una buena noticia, excelente, incluso, pero la emergencia de Travis no podía haber llegado en peor momento. Esperó que los chicos se las estuvieran arreglando sin ella.
–¿Qué diablos…?
Ni siquiera tuvo tiempo de mirar a Rico cuando este entró en la cocina. Llevaba sin verlo desde el miércoles y, aunque se puso a temblar de excitación, no apartó la mirada de la tortilla que estaba haciendo.
–¿Dónde diablos está Travis?
–Ha tenido una emergencia en casa; le ha pasado algo a su hermano pequeño.
Rico soltó un juramento mientras la pizarra se seguía llenando de pedidos. Finalmente, ella lo miró.
–Tu familia tiene un restaurante; algo de experiencia tienes que tener.
Los labios de Rico se fruncieron en una mueca que ella no supo interpretar.
–Ni la más mínima.
Entonces fue ella la que lanzó una imprecación. Él era su única opción.
–Quítate esa chaqueta y arremángate, D’Angelo. No hay mejor momento para aprender que el presente. En ese armario encontrarás un delantal.
Rico la dejó asombrada. Era rápido, diestro y seguía sus instrucciones al pie de la letra. Cuando pasó el peor momento del almuerzo, se volvió hacia él. Tenía las mejillas sonrosadas y le brillaban los ojos. A Neen se le aceleró el pulso; nunca lo había visto tan animado.
–¿Qué más puedo hacer?
–¿Cómo? ¿No has tenido suficiente por un día?
–Es genial, Neen. El ajetreo, la excitación… Sabía que esto tenía que ser gratificante…
Rico parecía más vivo que nunca y Neen sintió una corriente de calor deslizándose desde el cuello hasta el pecho… y más abajo.
–¡Eres un mentiroso! –exclamó dándole un puñetazo en el brazo–. Tienes mucha experiencia en la cocina.
Rico dejó de sonreír y se la quedó mirando con ojos insondables.
–Mi madre no me dejaba entrar a la cocina del restaurante, y si me pillaba merodeando en la cocina de casa me castigaba.
–¿Por qué? –preguntó ella, boquiabierta.
Él permaneció en silencio.
–¿Y ahora? Ahora vives solo, ¿no? ¿O sigues viviendo en la casa de tus padres?
–¡Por supuesto que ya no vivo en casa de mis padres!
Era un alivio.
–Compro comidas preparadas para calentar en el microondas.
–¿No cocinas nunca?
–No cocino nunca.
El brillo había desaparecido de sus ojos.
–¡Qué barbaridad! –acertó a decir–. Porque tienes verdadero talento para la cocina.
–Preferiría que no le dijeras nada a mi madre.
Él no explicó el porqué y ella tampoco preguntó.
–Lo del lunes por la noche… si prefieres que le presente mis excusas…
–¿Crees que eso la detendría?
–Yo…