Una tarde, precisamente un día antes de cumplir 15 años, cuando Patricio salía de su casa, en un automóvil verde vio a Victoria en un abrazo apasionado con un maldito fulano. Quedó petrificado y sin saber qué hacer. Luego corrió sin parar como un potrillo. Relinchando su dolor en cada zancada, llegó hasta un terreno baldío donde se desplomó de cansancio. Ahí, boca arriba, con un mar de lágrimas separándolo del cielo, decidió declararle su amor a Victoria. Por la noche, desesperado y con el corazón maltrecho, hizo lo que nunca imaginó: pedir consejo a sus hermanas para conquistar a la joven. Su experiencia en estos campos era nula, se limitaba a sacar a bailar en las fiestas a las chicas feas, ya que éstas no le negaban la pieza, para divertirse saltando como chapulín en la pista. Cuando Mari Paz y Jimena escucharon su petición, lo único que logró fue que se rieran de él, como pago a las muchas burlas que de ellas había hecho y en venganza por “la prueba del gandalla” que había aplicado a los chicos que les gustaban.
Hundido en la depresión de su primera contrariedad amorosa, vio como una puerta al cielo la oportunidad de viajar durante sus vacaciones de fin de cursos a la selva de Chiapas. Por primera vez iría solo, pues sus paseos siempre habían sido familiares y a Guadalajara, con los parientes de su padre. La perspectiva se convirtió en algo más que una aventura. Era la oportunidad de sentirse libre y alejarse de su amor frustrado e imposible, pues al compararse con el novio de Victoria, un joven profesionista trece años mayor que él, se sabía en desventaja. Lo que más le dolía era haberla visto tan enamorada. Así se dispuso a preparar su viaje.
Antonio, su hermano mayor, había efectuado ese recorrido un año antes. A su regreso le había contado de los changos, culebras, quetzales y tigrillos que había visto, además de los paisajes imponentes de esa hermosa naturaleza. Había traído arco y flechas de lacandones y una piel de víbora que Patricio veía con envidia. También le relató innumerables historias de su convivencia con los tzeltales y aventuras que habían cambiado su vida. Antonio también le transmitió una estupenda opinión de la labor de los religiosos jesuitas en esas “tierras lejanas” y una enorme curiosidad por conocer aquella selva mágica con la que Patricio había soñado.
El viaje se inició en un camión de la línea Cristóbal Colón hacia el sureste de México. Patricio llevaba de maleta su mochila escolar con una cobija enrollada y en su mente gran cantidad de paisajes y aventuras por vivir. Calzaba botas de minero marca Ten-Pac que, por cierto, había comprado por instrucciones de su hermano en el mercado de Mixcoac. Quedó en verse en la estación con su primo Pedro, dos años menor que él. Después de un largo viaje de 24 horas de camino y con la espalda torcida por las curvas de la carretera y la prisa del chofer, llegaron a Tuxtla Gutiérrez. Ahí abordaron otro camión de los llamados “gallineros” que los llevó hasta el pueblo de Chilón, su destino final. Molidos, descendieron cerca de una gran iglesia construida con piedra a manera de fortificación (como el Fuerte de San Juan de Ulúa en Veracruz, donde estuvo encarcelado Chucho, el Roto). La vegetación era boscosa, fría y con pinos. “¿Qué pasó con la famosa selva?”, se preguntó Patricio.
Ahí conoció a Mardonio, sacerdote jesuita y tío paterno de Pedro, quien estaría a cargo de los muchachos durante su estancia en Chiapas. Su imagen no impresionó entonces a Patricio: de apariencia común y corriente, barbado, con cara de pocos amigos, muy delgado y con ropas que le daban un aire de obrero. Usaba botas de minero de la misma marca que las de Patricio.
Después del saludo inicial y una plática acerca de sus familias, Mardonio los invitó a una misa que oficiaría en la iglesia del pueblo. Nada se le antojó más desagradable a Patricio en ese momento debido a lo que representaba para él la religión. Después de haber pasado casi toda su vida estudiando en escuelas lasallistas, había conocido la incongruencia entre una Iglesia elitista y el voto de pobreza engañador que cualquier millonario podía cumplir en sus vacaciones; para la que tener ideas de justicia social era como llevar al chamuco dentro y que enseñaba a tener “caridad con los pobres” como si fuesen animalitos del Creador. Patricio se consideraba y se decía ateo, influido por el tío Esteban que, citando a Marx, le decía que “la religión es el opio de los pueblos”. Lo único que deseaba en ese momento era comer y descansar después de tan agotador viaje. Sin embargo, ni él ni Pedro tuvieron opción. ¿A dónde irían? Se encaminaron a la citada misa. Ya en la iglesia, sentados en la banca, hacían esfuerzos sobrehumanos para no dormirse pensando en otras cosas, sin poner atención a las palabras de Mardonio, quien decía los rezos en español. Al finalizar la ceremonia, fueron invitados a cenar con las religiosas y, de ahí, Mardonio los mandó a dormir para iniciar al día siguiente su primer recorrido.
A las cuatro de la mañana los despertó para que lo acompañaran rumbo a la selva sin decirles de qué se trataba. A Patricio no le costó trabajo levantarse. Estaba ansioso por salir. Su primo Pedro no quería despertar, pues su hermano mayor, que había ido en otra ocasión a ese viaje, le había advertido de las largas caminatas sin descanso hasta llegar a alguna comunidad.
Y así fue. Salieron con el sacerdote en la madrugada hasta arribar a la primera ranchería. Luego de unas horas de camino, el citadino aventurero escuchaba sin comprender la lengua tzeltal con la que Mardonio se comunicaba sin problemas con los encargados del lugar, pero le preocupaba más comer, ya que no habían desayunado y comenzaban a sentir hambre. Unas personas se acercaron con una cubeta de metal, como las que se usan para lavar la ropa, y les ofrecieron su contenido: matz (pozol). Sólo había dos vasos. Mardonio, acostumbrado a ese alimento, bebió tres veces, después el guía, enseguida Pedro y por último Patricio. Al sentir en su boca la sensación y el sabor de aquel atole granulado y frío quiso escupir, pero ante la falta de respeto que esto significaría, jugó con su vaso un rato y lo dejó sin terminar su contenido argumentando dolor de estómago y falta de apetito. El sacerdote comprendió con sólo ver su cara, lo cual hizo sentir mal a Patricio, ya que le habían ofrecido lo que los indígenas comen y lo había rechazado. Más tarde, Mardonio lo regañó diciéndole que eso era una ofensa para el tzeltal y Patricio prometió no volver a hacerlo. Durante ese día hubo tres escalas más, con marchas de entre una y dos horas para llegar a una comunidad, en las que siempre sucedía lo mismo: Mardonio platicaba con los campesinos en su dialecto, Patricio no entendía de qué hablaban y proseguían caminando. Al adolescente le dolían los pies. Padecía de pie cavo y usaba plantillas ortopédicas, las cuales se quitó porque durante la marcha le molestaban mucho.
Al atardecer llegaron a otra parada. Patricio pensó que ahí terminaría el recorrido, pero sólo se detuvieron para comer; el hambre se hacía presente cada vez con más fuerza. Ofrecieron a cada uno un plato con caldo y pedazos de pollo, tortillas frías y agua, lo que lo desilusionó, pues sabía que no bastaría para saciar su apetito. Mardonio adivinó sus pensamientos. Tomó su plato y vació en él su pieza de pollo, que era la más grande, diciéndole: “Tú estás en crecimiento, muchacho. Te hace más falta a ti”.
Patricio se sorprendió con aquel gesto y, sin pensarlo dos veces, devoró el alimento llenándose de tortillas y agua. Una vez que terminó de comer, se quitó las botas para descansar, pero a los 30 minutos Mardonio les dijo que saldrían a la última ranchería, Tuliljá, a la cual llegarían después de una caminata de dos horas. Ahí permanecerían dos días.
Cuando finalmente llegaron, Patricio sentía que los huesos de sus pies se habían pegado a la suela de las botas y que, al quitárselas, habría un charco de sangre. Tal era la falta de costumbre del citadino que se sentía campeón olímpico por caminar a diario de la escuela a su casa y ser seleccionado de baloncesto en su secundaria, además de héroe de sus amigos en el deporte.
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