Memorias de un desertor. [Francisco González Durán De León. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: [Francisco González Durán De León
Издательство: Bookwire
Серия: Minimalia cl�sica
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078412570
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Patricio denunció al jefe de anestesia por intentar sedar a sus pacientes estando borracho. Esto le ocasionó diferencias con el director del hospital —íntimo del señor gobernador y compadre del anestesiólogo—. Patricio llevaba las de perder en un país donde las influencias y amistades son más poderosas que la obligación de proteger la salud y seguridad de los niños enfermos.

      Estos hechos lo ayudaron a tomar la decisión de iniciar una nueva vida. Tenía un pretexto en su conciencia que justificaba desertar aun sabiendo el daño que ocasionaría, el vía crucis por el que su familia atravesaría. Recordaba las palabras de su compañero de guardia del Hospital Infantil Civil: “No denuncies a ese pinche alcohólico cuya única gracia es estar bien parado con la Dirección. Tienes que ser más político”.

      “Como si ser político fuese la respuesta a las negligencias e irresponsabilidades que ocurren en el nosocomio”, murmuraba Patricio, que segregaba ácido ante el miedo de fallar en su intento de ser libre otra vez. Recordaba su infancia y meditaba en tantos años buscando la causa de sus actitudes arrebatadas e impulsivas ante las injusticias.

      El abogado exmilitar que consultó, especialista en estos casos, fue claro: “Si quiere que todo salga bien y logre su libertad, le impongo tres reglas: la primera, no puede vivir con ningún familiar; la segunda, no puede trabajar como médico, pues el expedir una receta facilitaría su detención; y la tercera y última, deberá permanecer escondido durante un año, tiempo en que la acción penal se extingue por prescripción. Si las cumple, me hago responsable de su liberación. Una falla en esto y aumentarían los riesgos y los honorarios”.

      La noche anterior a su partida, Patricio no pudo dormir. Abrazaba a su esposa Victoria con fuerza mientras ella lloraba inconsolable. Acariciaba su suave y blanca frente y la calmaba describiendo imágenes de felicidad y éxito a su regreso. Se levantó de la cama varias veces para besar a sus tres hijos y le rogó a su padre, evocándolo en un cuadro con su imagen que colgaba encima del piano, que cuidara a su familia mientras él estaba fuera.

      Patricio y Victoria habían vendido gran parte de sus bienes para subsistir el año de la deserción. Además, él conseguiría un trabajo y vería la forma de hacerle llegar a su familia más dinero. Contaba con el apoyo de su madre y hermanos para cualquier eventualidad.

      La culpa no lo dejaba. En el Ejército tenía un buen sueldo, un trabajo extra en el hospital civil y muchos pacientes particulares que le proporcionaban ingresos suficientes para llevar un nivel de vida cómodo que perdería de repente por ser tan bocón. Si no hubiera hecho críticas al Ejército en los desayunos con el comandante de la base de operaciones… “¡Pinche teniente coronel puto! ¿Por qué no me dijo nada y fue de chismoso con el alto mando? ¿Por qué no callé mis inconformidades con las actividades del Ejército en Chiapas?”.

      Ciudad de México, 1976

      Cuando Patricio tenía 15 años, aún no tenía una vocación definida. Huérfano de padre a los ocho años y con cinco hermanos —cuatro menores que él—, vivía en una casa de clase media en la colonia Las Águilas de la capital de México. Su madre, María Luisa, había quedado viuda a los 30 en la plenitud de su cobriza belleza, aderezada con un cabello negro como el carbón, ojos verde esmeralda y una nariz respingada. Sus rasgos se antojaban como pretexto para resucitar al michoacano Manuel Ocaranza para que pintase ese rostro, amén de un cuerpo que bien habría servido de modelo para la Diana Cazadora.

      Médico pediatra destacado, su padre había fallecido a los 45 años, víctima de un infarto cardiaco masivo, en plena vida productiva profesional, debido al vicio del cigarro, adquirido en su adolescencia (influido por el carisma y la fuerza de Carlos Gardel, quien impactó a la generación de su época). A su muerte, el carácter de María Luisa, simpático y alegre, cambió. La linda y dulce madre que Patricio recordaba de su infancia se convirtió en una mujer dura y fría.

      Maestra normalista de primaria, María Luisa no volvió a ejercer su profesión desde su matrimonio con el joven médico. Llevaba una vida cómoda de ama de casa con servidumbre para las actividades domésticas, y con nanas para sus hijos más pequeños. La temprana e inesperada muerte de su marido la dejó sola y con seis bocas que alimentar, lo que la transformó en un sargento gruñón por la presión de una enorme responsabilidad. Trabajaba como maestra por las mañanas, y por las tardes su casa se convertía en círculo de estudios para los hijos de otras lindas esposas; chicos reprobados y atrasados en la escuela a quienes María Luisa ayudaba con sus tareas para complementar su sueldo y mejorar el ingreso familiar. Llevaba una rutina agobiante y sin descanso de lunes a viernes, alternando funciones de padre y madre de seis chiquillos sanos y por ende inquietos. El fin de semana se dedicaba al aseo de su casa, única herencia que le dejó su esposo, y a cocinar el menú semanal para, al llegar de la escuela, sólo recalentar la comida congelada y ahorrar tiempo para iniciar sus actividades vespertinas. Agotada, en las noches no tenía tiempo como antes para acostar a sus pequeños y contarles un cuento. Todos se dormían como y donde les agarraba el sueño, vestidos y sin ir al baño. Muy temprano por las mañanas y con la mayoría de los pequeños miados, iniciaba una rutina parecida a la de un cuartel.

      —¡Tienen 10 para levantarse, bañarse, vestirse, desayunar y estar listos! ¡Tiendan sus camas y limpien los trastes del desayuno! ¡En una hora salgo, y el que no esté listo, se queda!

      La responsabilidad de los hermanos más pequeños, Mateo y Daniel, se repartía entre los dos hijos mayores, Antonio y Patricio. Los menores preferían que su encargado fuese Patricio, quien, para estar libre más pronto y poder salir a la calle a jugar futbol con los vecinos, les hacía sus tareas y levantaba sus tiraderos. Antonio, por otro lado, era más responsable y les ayudaba con sus deberes explicándoles las materias y enseñándoles a cumplir sus obligaciones. María Luisa veía por las dos niñas, Mari Paz y Jimena, que eran modelo de educación y obediencia.

      Mientras sus hijos fueron pequeños, los conflictos familiares se resolvían con una nalgada y un regaño, pero las actividades de María Luisa se fueron complicando con la pubertad y adolescencia de los muchachos. Patricio era su mayor dolor de cabeza, rezongón y molestón, siempre hacía llorar a las niñas y se peleaba con su hermano mayor. Desde que murió su padre, tenía sentimiento de culpa. Recordaba haberse negado a cantar una canción solicitada por él durante una fiesta, justo la noche anterior a su fallecimiento. La negativa altanera del niño de ocho años había provocado el enojo del padre e, inconscientemente, Patricio se autodesignó el encargado de vengar a todos los que habían molestado en vida a su padre —incluido él—. Tenía recuerdos de cada una de las escenas en que su madre se enojaba o de los berrinches de sus hermanos que, según él, habían hecho sufrir a su papá.

      No terminaban ahí los sufrimientos de Patricio. Conforme pasaba el tiempo, su madre se ponía más guapa. Los antiguos amigos de su padre, así como el director y los compañeros profesores de la escuela donde ella trabajaba, asediaban la casa frecuentemente pretextando dar apoyo a la viuda. Aunado a ello, los amigos de Patricio, entrañables en la infancia, poco a poco se fueron transformando en enemigos ante sus ojos porque sus hermanas, Mari Paz y Jimena, embarnecían y heredaban la belleza de la madre. Para él representaban una amenaza constante.

      Patricio y Antonio decidieron tomar cartas en el asunto y elaboraron un plan para defender a sus hermanas. Instituyeron “la prueba del gandalla”, que consistía en mostrarse groseros y antipáticos con todo aquel que se acercara a las mujeres de su casa. Si a pesar de esto los pretendientes persistían, demostraban que en verdad las querían y que no sólo tenían “sucias intenciones”, como se decía entre machos. Para él, los acercamientos del sexo opuesto a sus hermanas eran con propósitos malévolos. No los veía como algo normal en el desarrollo de sus identidades sexuales. Todo era resultado de la actitud inculcada en la escuela a la que asistían desde antes de la muerte de su padre, un colegio privado y religioso, llevado por sacerdotes lasallistas, al que acudían niños de clase alta y en el que su madre trabajaba. María Luisa había logrado mantenerlos en dicha institución gracias a que parte de su sueldo como maestra incluía las colegiaturas de la primaria de los más pequeños y medias becas de la secundaria para los mayores.

      Siendo un colegio exclusivo para varones, los adolescentes parecían toros encabritados, y cuando cruzaba