El enfoque en el control de enfermedades ha reducido la necesidad de garantizar la cooperación y el diálogo con otros sistemas de salud. Esta perspectiva extractivista sigue predominando entre los grupos de interés de especialistas del Norte global, buscando utilizar su influencia para identificar qué enfermedades merecen ser estudiadas y qué medicamentos deben desarrollarse (Feierman, 1985), sobre todo para asegurar la no contaminación del Norte, sea la salud curativa. Esto explica por qué la mayoría de las Big Pharma nacieron o evolucionaron a partir de empresas que suministraban medicamentos para ser aplicados principalmente a los colonos en las colonias.
En este capítulo he procurado mostrar cuán comunes han sido las devastadoras epidemias, que matan a millones de personas. Pero también he alertado obre el hecho de que las sociedades y las personas no comprenden la importancia relativa de los riesgos para la salud que conllevan. Todo parece indicar que estamos en un momento único, ante un patógeno que aprovecha un perfecto cóctel de condiciones para propagarse: una mezcla de contagiosidad y virulencia, donde las sociedades brindan la participación esencial de los humanos, la circulación contínua de bienes, aglomeraciones urbanas, viajes globales y crecientes desigualdades sociales.
La covid-19 expone cruelmente cómo la economía global interconectada ayuda a propagar nuevas enfermedades infecciosas y que las largas cadenas de producción crean una vulnerabilidad especial. La capacidad de llegar a casi cualquier parte del mundo en menos de un día y de llevar un virus en el equipaje de mano permite que surjan y se propaguen nuevas enfermedades. A pesar de todos los avances logrados en la lucha contra las enfermedades infecciosas, el crecimiento humano descontrolado, asociado a la destrucción de la naturaleza, nos hace más vulnerables a los microorganismos que evolucionan cuarenta millones de veces más rápido que nosotros. El cambio climático, al que no es ajena la acción humana, está ampliando el abanico de animales e insectos transmisores de enfermedades, sugiriendo, como he señalado, que estamos entrando en una época de pandemias intermitentes (Santos, 2020a).
La historia no se repite, pero la historia de las epidemias –llena de semillas de sabiduría– señala lecciones importantes que es necesario conocer y aprender. Por ejemplo, para el éxito de la Revolución haitiana, liderada por Toussaint Louverture, contribuyó el brote de fiebre amarilla en la isla (James, 1938: 123; Orange, 2018). Aunque Napoleón envió un poderoso ejército, con la esperanza de aplastar la revuelta y restaurar la esclavitud, la revolución triunfó en Haití, entre otras razones, porque el ejército negro, procedente de África, tenía inmunidad a esta enfermedad, lo que no ocurría con el ejército francés enviado por Napoleón.
Este conocimiento y experiencia sugieren la importancia de enfoques interdisciplinarios para el estudio de las epidemias. El énfasis en un enfoque de la salud como espacio de diálogo, polémica y combinación entre saberes médicos revela la importancia fundamental de las dimensiones sociales y epistémicas en el estudio de las enfermedades. El trabajo profundamente contextualizado de la historia social de las epidemias muestra que las relaciones entre enfermedad, salud y cambios sociales son muy complejas, ya sea a microescala o a escala global. Esta complejidad es evidente en la interpretación del «carácter» de cualquier enfermedad. Sheldon Watts (1997: 122-139) llama la atención sobre la distinción necesaria entre el conocimiento biomédico y la construcción e interpretación social de la enfermedad (es decir, la percepción culturalmente mediada de cualquier enfermedad) y las condiciones para tratarla.
Las informaciones que nos llegaron sobre la covid-19 revelaron directa o indirectamente el impacto de las reformas neoliberales en el campo de la salud, hoy transformado en un espacio de (re)producción de capital. No importa si la persona está enferma o no; interesa saber si tiene seguro médico o si tiene acceso a un frágil sistema nacional de salud (en el caso de los países más ricos) y, en los países del Sur global, si tiene acceso a centros y hospitales con malas condiciones, como resultado de la combinación neoliberal entre elites políticas locales y agencias internacionales, como el Banco Mundial o el FMI. En palabras de Paul Farmer (2014: xvi), los arquitectos e implementadores de programas y proyectos de salud mundial, manipulados por políticos neoliberales del Norte global, argumentan que la atención de la salud, para ser sostenible, debe venderse como una mercancía, incluso cuando y donde la mayoría de sus posibles beneficiarios no pueden comprarla. La humanidad, las personas, en esta hora de crisis global en la que son pacientes enfermos, buscan el apoyo de los servicios de salud del Estado, pero están obligados a ser clientes solventes. Y así se afirma una línea abismal: quien no puede pagar no tiene acceso a la salud.
La historia cultural de la salud desde el siglo xx revela el surgimiento de instituciones transnacionales moldeadas, primero, por el colonialismo y, luego, por el neoliberalismo. Este enfoque, multisituado, busca analizar las relaciones de poder y saber que han marcado y siguen caracterizando el campo de la «salud global». En este sentido, asumo, en este libro, un desafío a las políticas coloniales y neoliberales actuales y a los políticos que las sustentan. La preparación para enfrentar una pandemia integra dos momentos: el de la conmoción y el del olvido. Desafortunadamente, con demasiada frecuencia los políticos prometen apoyo financiero tan pronto como surge una crisis epidémica, como sucedió hace unos años con el MERS o el ébola, pero esas promesas se olvidan cuando el recuerdo del brote desaparece. Estos silencios, o incluso olvidos, así como la memoria del desastre neoliberal de 2008, muestran la forma en que el neoliberalismo afronta las crisis. Ahora, más que nunca, es hora de adoptar una pluralidad de puntos de vista[49], incluidos los de los científicos sociales y de las personas que sufren esta epidemia y se están movilizando de maneras innovadoras. Las pandemias son una rareza con impactos catastróficos; las epidemias se repiten; pero sus lecciones, si son aprendidas, pueden ayudarnos a cambiar el rumbo de la humanidad.
La última palabra de este capítulo pertenece a Ailton Krenak, uno de los intelectuales y sabios indígenas que más ha reflexionado sobre la estrecha relación entre la violencia epidémica, la violencia epistémica y la violencia colonial territorial:
La idea de que nosotros, los humanos, estemos separados de la tierra, viviendo en una abstracción civilizadora, es absurda. Suprime la diversidad, niega la pluralidad de formas de vida, de existencia y de hábitos. ¿Cómo lidiaron los pueblos originarios de Brasil con la colonización, que quería acabar con su mundo? ¿Qué estrategias utilizaron estos pueblos para superar esta pesadilla y llegar al siglo xxi todavía pataleando, reclamando y desafinando el coro de la gente feliz? Vi las diferentes maniobras que hicieron nuestros antepasados y me alimenté de ellas, de la creatividad y de la poesía que inspiró la resistencia de estos pueblos. La civilización los llamaba bárbaros y libró una guerra sin fin contra ellos, con el objetivo de transformarlos en personas civilizadas que pudieran unirse al club de la humanidad. Muchas de estas personas no son individuos, sino «personas colectivas», células que logran transmitir sus visiones sobre el mundo a lo largo del tiempo.
La ecología de los saberes[50] debería integrar también nuestra experiencia cotidiana, inspirar nuestras elecciones sobre el lugar donde queremos vivir, nuestra experiencia como comunidad. Debemos ser críticos con esa idea de humanidad homogénea en la cual el consumo hace mucho tiempo ocupó el lugar de lo que solía ser ciudadanía. José Mujica dice que transformamos a las personas en consumidores, no en ciudadanos. Y a nuestros hijos, desde pequeños, se les enseña a ser clientes. […] Entonces, ¿para qué ser ciudadano? […]
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