En el diario de William Trent no está claro de quién fue la idea de la generosa oferta de las mantas infectadas, ni quién dio la orden. Pero lo cierto es que el general Jeffrey Amherst, destinado en Nueva York y responsable máximo de las operaciones en Fort Pitt, aunque no hubiera tenido conocimiento de este caso en particular, habría dado su total aprobación a la iniciativa. Con respecto a otro brote de viruela entre los soldados ingleses, el general escribe a uno de sus coroneles: «¿No se podría encontrar la manera de llevar la viruela a estas tribus indias rebeldes? Tenemos que reducirlas a toda costa». Del resto de la correspondencia entre los dos soldados, se deduce que la estrategia de guerra a ser adoptada (método es la palabra usada) incluía mantas de viruela infectadas. La epidemia serviría para «extirpar la execrable raza»[18]. El uso bélico de la viruela en la guerra contra Pontiac no fue un caso aislado; relatos similares han aparecido con frecuencia en los Estados Unidos del siglo xviii (Mayor, 1995). Como señala Elizabeth Fenn (2002: 1553), en ese momento muchos de los participantes en las guerras de ocupación del continente americano tenían el conocimiento y la tecnología necesarios para provocar acciones de guerra biológica con el virus de la viruela, cualquiera que fuera el «enemigo». El «método» se utilizó en otros combates y funcionó. En el siglo xviii, los colonizadores de América del Norte ya sabían que las enfermedades europeas contraídas sin querer por los aztecas habían ayudado a Cortés a conquistar México[19]. Las innumerables epidemias de viruela que continuaron diezmando a los indígenas a lo largo del siglo xviii, muchas de ellas provocadas deliberadamente por el invasor, así como el resultado final, muestran bien la eficacia colonizadora de la guerra biológica. Tanto ingleses como estadounidenses se acusaron mutuamente de provocar deliberadamente epidemias de viruela durante la Guerra de Independencia. El Protocolo de Ginebra, de 1925, que entró en vigor en 1928 prohibiendo el uso de armas bacteriológicas y químicas, debería haber puesto fin a estos comportamientos bélicos crueles, totalmente contrarios a la ética. Sabemos que no es así.
Más al sur, Brasil, por ejemplo, también conoció episodios de este tipo de sabotaje biológico, especialmente en los siglos xviii y xix. Desde principios del siglo xix, los bosques brasileños comenzaron a experimentar un fuerte impacto humano: deforestación para el suministro de madera para construcción y leña, y quema de grandes áreas para abrir terrenos para la siembra agrícola o el pastoreo de animales de carga y transporte (Duarte, 2002). Además de los pueblos indígenas, la región estaba habitada por soldados, negros esclavizados, poblaciones libres y marginadas de la sociedad imperial, naturalistas, ingenieros, hacendados, sacerdotes contratados por el gobierno, autoridades policiales e inmigrantes de varias partes del mundo. En este encuentro con los bosques brasileños, los recién llegados afrontaban calor, humedad, regiones a veces pantanosas, mosquitos, enfermedades tropicales, incluidas las causadas por parásitos y virus locales. Los pueblos indígenas opusieron una fuerte resistencia a la destrucción de sus territorios por parte de la empresa colonial que los condenó al ostracismo, aplicando una política violenta de aniquilación física.
En 1808, una carta real de Dom João VI, dirigida al gobernador y capitán general de la capitanía de Minas Gerais, estableció el estado de guerra contra los indios botocudos[20], descritos como caníbales (Cunha, 1992a: 57). En esta carta y en varias de la misma época, el príncipe regente D. João defiende la ocupación de los colonos en estos territorios. Esta opción política se manifestó en una serie de acciones violentas contra las poblaciones indígenas, esclavizándolas o matándolas. Esta opción encontró respaldo político y se justificó, como sucedió antes en otros contextos estadounidenses, por ser «guerras justas» (Cunha, 1992a: 59-72), dando continuidad a las guerras de exterminio que habían comenzado con la penetración colonial, en el siglo xvi. Una parte importante de la ocupación del interior brasileño se produjo utilizando las prerrogativas de las guerras justas de D. João, que garantizaban a los colonos el derecho a ocupar las tierras que conquistaron a los indígenas y a encarcelar a sus habitantes por un periodo de 15 años, para prestarles servicios, si estos pueblos no aceptasen pacíficamente servir bajo el mando de las armas reales (Sposito, 2011: 58). Atacar a los indígenas, esclavizarlos, formaba parte de una economía donde la ocupación de la tierra era el principal objetivo, ya sea para la producción agrícola o para la ganadería.
Las pésimas condiciones de vida de los indígenas y personas esclavizadas, obligados a trabajar en las haciendas, están descritas por el naturalista francés Auguste de Saint-Hilaire (1976 [1851]), en su libro dedicado a la región de São Paulo. Además de su mérito científico, las observaciones de Saint-Hilaire, realizadas en los años de 1820, son de gran relevancia histórica para Brasil, ya que contienen análisis detallados de la sociedad y las costumbres brasileñas en la primera mitad del siglo xix. Saint-Hilaire consideraba repugnante la violenta explotación laboral de los indígenas, que padecían enfermedades altamente contagiosas transmitidas por los colonos europeos. Tal situación, conocida desde el siglo xvi, provocó innumerables muertes entre los nativos.
El regreso a los bosques, como territorio seguro, evitando contactos con los europeos, fue una de las formas indígenas de resistencia a la violencia colonial que incluyó las epidemias. Esta fuga puede interpretarse como un ejemplo de cuarentena prolongada (Cunha, 1992b). Por su parte, el Estado brasileño, especialmente a partir del siglo xix (Cunha, 1992a), comenzó a apoyar la deforestación de extensas áreas. Esta decisión contribuyó a liberar patógenos que se sumarían a otras varias enfermedades endémicas, como la malaria, por ejemplo. Esta acción desarrollista avant la lettre exigió la remoción de los pueblos indígenas de los bosques, para permitir la ocupación de esos territorios en la agricultura y la ganadería, y transformar gradualmente a los indígenas en trabajadores al servicio del Imperio. Esta opción dio lugar a la creación de aldeas indígenas, superpobladas y con malas condiciones de salubridad, donde sus habitantes eran presa fácil de epidemias (Cunha, 1992b).
A estas acciones, que provocarían la muerte de muchos miles de indígenas y personas esclavizadas, se sumaron episodios de guerra biológica, parte de la doctrina política de guerra justa en territorio brasileño. Las referencias documentales a estos episodios son pocas, aunque la memoria colectiva no las olvida. Una de las primeras referencias a estas intencionadas acciones de contagio la menciona Georg Freireyss, en la región de la Capitanía de Minas Gerais, en los años 1813-1814, en relación a los puris[21]:
Los habitantes de Sant’Anna […] no mostraban gran amistad con estos indios pobres porque, en una de sus conversaciones, el comandante nos dijo que el director de los indios ya había domesticado a 500 puris y estaban domiciliados en lugares específicos, haciendo que se acabaran todas las hostilidades contra los portugueses y sus amigos; pero añadió, con una carcajada diabólica, que había que llevarles la viruela para acabar con ellos de una sola vez, porque la viruela es la enfermedad más terrible para esta gente (1907: 195).
Mércio Gomes (2012) describe un episodio ocurrido en Caxias, en el sur de Maranhão, alrededor de 1816, una región de rápido crecimiento económico, principalmente como resultado de la ganadería, que requería grandes pastos. Esta expansión chocó con la presencia de los indios timbira[22] en la región, vistos como un obstáculo para el progreso de los hacendados de la región. Este episodio también es mencionado por Darcy Ribeiro, quien afirmó que el objetivo de los hacendados era atraer a los indígenas a la aldea, donde se estaba produciendo un brote de vejigas (viruela), con la esperanza de que los indígenas fuesen rápidamente contaminados por la enfermedad y murieran (Ribeiro, 1976).
En su libro, Mércio Gomes también menciona que, a fines del siglo xix, los bugreiros[23] de Santa Catarina y Paraná, financiados por compañías migratorias, dejaban en ciertos puntos de intercambio de obsequios con indios (botocudos), mantas infectadas de sarampión y viruela. Como resultado de estas políticas, a finales de siglo,