La peste de Bombay comenzó como una crisis de salud pública, pero pronto se convirtió en una crisis política y económica, reveladora de la violencia estructural colonial profundamente arraigada. Buscando paliar el malestar, las autoridades británicas cambiaron sus estrategias de acción. Una de las opciones encontradas fue presionar a la población india para que se vacunase contra la peste con la vacuna desarrollada por Waldemar Haffkine. Paralelamente, las autoridades británicas volvieron a permitir que los practicantes de los sistemas tradicionales de medicina participaran en programas de prevención de plagas (Arnold, 1993)[9].
Este brote epidémico de peste causó la muerte de alrededor de un millón de personas en la India. En las décadas siguientes, los diversos brotes de la enfermedad mataron a 12,5 millones de personas en la India británica y en otras partes del mundo, como por ejemplo: 1898 –La Meca, Madagascar[10]–, 1899 –Egipto, Sudáfrica[11], Portugal (Oporto), Paraguay–, 1900 –Reino Unido, Australia, EEUU (San Francisco)–, 1907 –Túnez–, 1908 –Perú, Ecuador– y 1912 –Cuba (Gregg, 1985; Echenberg, 2007)–.
Otras varias epidemias han sacudido al mundo. Una de ellas, la viruela, conoció numerosos brotes a lo largo de los siglos, siendo considerada la enfermedad más mortal de la historia (Hopkins, 2002).
La viruela: un arma genocida del colonialismo
En los siglos xiv-xv, la viruela estaba presente en gran parte de Europa y, en el siglo siguiente, sus brotes epidémicos la convirtieron en un problema de salud pública en Europa, siendo los niños sus principales víctimas (Fenner et al., 1988). En el caso de los países de la península Ibérica, los brotes periódicos de viruela, entre otras enfermedades infecciosas, fueron responsables de la propagación de la enfermedad en el Nuevo Mundo, así como en varias regiones de África y Australia[12] (Hopkins, 2002).
La llegada de los europeos a las Américas, a fines del siglo xv, está asociada a la ocurrencia de varios brotes epidémicos en las décadas siguientes, que tuvieron como consecuencia la aniquilación de la mayoría de los pueblos indígenas de las Américas (Lovell y Cook, 2000). Pero el impacto de las enfermedades no se puede entender sin tener en cuenta las diversas dimensiones de la violencia a la que fueron sometidos los pueblos colonizados (migración forzada, esclavitud, exigencias laborales enormes y pago de impuestos exorbitantes) y la devastación ecológica que acompañó los procesos de colonización (McCaa, 1995: 429). La violencia colonial redujo considerablemente las defensas de los pueblos indígenas frente a los ataques de los colonizadores, afectando sustancialmente la economía y las estructuras sociales y culturales de las colonias (Díaz de León, 2014: 26). En este sentido, las epidemias, en contextos coloniales, se transformaron en una combinación devastadora de episodios de genocidio (muerte masiva de cuerpos) y epistemicidio (muerte masiva de conocimientos, culturas, memorias), cuyos efectos aún persisten en nuestros días (Santos, 2003a; 2014a; 2019a).
El relativo aislamiento de los pueblos indígenas de las Américas los convirtió en víctimas de brotes de diversas enfermedades infecciosas, especialmente viruela, sarampión, tifus y cólera. Estas enfermedades fueron causadas por virus y bacterias traídos por los colonos europeos al «nuevo» continente (Nunn y Qian, 2010). La disminución de la población fue drástica. En el caso de México, las estimaciones existentes sugieren que se trataba de una región bastante poblada en la primera mitad del siglo xvi, antes de la llegada de los europeos. Las proyecciones para el centro de México y Yucatán combinados oscilan entre 3 millones y más de 52 millones de personas muertas por epidemias (Koch et al., 2019); un cálculo promedio sugiere 20 millones. En el caso de la Amazonía, se asume que esta vasta cuenca de drenaje y las áreas forestales contiguas eran regiones de densidad poblacional relativamente baja (Sá, 2004: 174). En relación al Imperio inca (que cubría los territorios actuales de Perú, Bolivia, Ecuador, sur de Colombia, Chile y partes del nordeste argentino), las estimaciones de las poblaciones de estas regiones poco antes de la conquista (1533), oscilan entre 4 y 43 millones (Lovell y Cook, 2000), con una población probable de alrededor de 9 millones para el territorio inca. En el caso de América del Norte (Estados Unidos de América y Canadá), análisis recientes sugieren una estimación de entre 2,8 millones y 5,7 millones (Milner y Chaplin, 2010).
Los datos disponibles sugieren que el colapso de la población indígena fue causado principalmente por la introducción de patógenos desconocidos, traídos por colonos europeos y esclavos africanos (muchos de ellos infectados por los esclavistas). Como las poblaciones indígenas no habían estado expuestas previamente a estos patógenos, no poseían anticuerpos adecuados (Noymer, 2011). El primer brote importante registrado ocurrió en México en 1520 (Cook, 1998). Ese año, una epidemia de viruela habrá acabado con entre el 30 y el 50 por 100 de la población indígena del territorio de México (McCaa, 1995). Esta epidemia inauguró un ciclo de destrucción de la población indígena. Dos décadas más tarde, en 1545-1548, la epidemia de cocoliztli (así la llamaron los aztecas en náhuatl)[13], victimizó a gran parte de la población del territorio, como relatan varios textos de la época (Grijalba, 1926: 214).
Los textos también describen los principales síntomas del cocoliztli, con terribles hemorragias, con gran impacto en la población indígena (Mendieta, 1870: 515). Los relatos disponibles refieren que la muerte ocurría en tres o cuatro días y la tasa de mortalidad del cocolitzli fue tal que, cuando la gente se daba cuenta de que estaba enferma, se despedían de los suyos y buscaban la paz en Dios. Siendo desconocida la causa, las explicaciones que se adelantaron fueron varias, entre ellas un castigo divino para los pueblos «paganos», ya que afectaba principalmente a los indígenas, y los españoles parecían inmunes (D’Ardois, 1980).
Entre los factores que obstaculizaron el control de las epidemias se encuentra la limitada capacidad para implementar cuarentenas. Para la administración colonial, la cuarentena significaba interrumpir los negocios. Para los enfermos, especialmente para los indígenas, el aislamiento en hospitales con pocos medios significaba una muerte casi segura. Diferentes relatos afirman que la gente ocultaba a los enfermos de viruela, y se produjeron varios disturbios cuando la administración local optó por el uso de la fuerza para obligar a los infectados a ingresar en el hospital. Los relatos describen cómo los familiares de los pacientes desafiaron a los militares e invadieron hospitales para recoger a sus familiares (Kohn, 2008: 260). La fragilidad física de los indígenas se debió a otras dimensiones de la violencia colonial, a saber, el desmantelamiento de las estructuras socioculturales resultante, entre otros factores, de la introducción de nuevos sistemas administrativos y la imposición de la religión cristiana. La pérdida de identidad cultural no sólo provocó innumerables suicidios, sino que también tuvo impacto a nivel biológico, al deprimir el sistema inmunológico de la población, haciéndola más expuesta a enfermedades (Flores, 2017: 11-12). Finalmente, la incredulidad en los sistemas médicos traídos por los colonizadores llevó a los indígenas a evitar los hospitales, donde además se ejercía la medicina como factor de conversión. En las últimas décadas del siglo xvi, fray Gerónimo de Mendieta lamentó que los indígenas prefirieran morir en casa antes que buscar salud en los hospitales (Mendieta, 1870: 307).
El hospital funcionaba también como un espacio privilegiado de comunicación entre diversos agentes representativos de distintos saberes en salud: curanderos indígenas, frailes, barberos y cirujanos españoles (Pardo Tomas, 2014: 758-759). En una relación de poder extremadamente desigual, los pueblos indígenas utilizaron estos y otros espacios de comunicación para resistir