Trilogía de Candleford. Flora Thompson. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Flora Thompson
Издательство: Bookwire
Серия: Sensibles a las Letras
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416537761
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en macetas, no servían de mucho cuando los niños jugaban a su lado sin preocuparse por nada. En cualquier caso, tanto unas como otras se esforzaban al menos por mantener limpia la casa frotando y ordenando una vez al día, aunque solo fuera por el qué dirán. En la aldea había muchas casas austeras y que carecían de las comodidades más básicas, pero ni una sola de ellas estaba sucia.

      Cada mañana, en cuanto los hombres salían de casa para trabajar, los niños mayores se iban a la escuela, y los pequeños, a jugar; el bebé ya estaba bañado y dormía en su cuna, las mujeres sacaban las alfombras y felpudos a la calle y los golpeaban contra la pared, las chimeneas se «lustraban», y mesas y suelos se fregaban y frotaban a conciencia. En época de lluvia, antes de fregar había que rascar el suelo de piedra con la hoja de un cuchillo para despegar el barro aplastado por las pisadas que se acumulaba entre las juntas, pues, aunque en cada puerta había un rascador para limpiarse las botas antes de entrar, parte del barro de las suelas siempre se metía en casa.

      Para no ensuciar aún más durante el día, las mujeres llevaban zuecos que se calzaban sin necesidad de quitarse los zapatos, cada vez que tenían que ir al pozo o a la pocilga. Los llamaban almadreñas y consistían en una suela de madera con una protección de cuero para la puntera del pie que se alzaba unos cinco centímetros del suelo mediante una anilla de hierro. ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!, resonaban sobre el suelo de piedra, y ¡Chof! ¡Chof! ¡Chof!, chapoteaban en el barro. Llevando aquellos zuecos para no mojarse los pies era difícil hacer nada sin llamar enseguida la atención.

      Un par de almadreñas solo costaba diez peniques y duraban años. Pero las almadreñas estaban condenadas a desaparecer. Las mujeres de la parroquia y las esposas de los granjeros ya no las usaban en sus idas y venidas a los establos y corrales, y las parejas recién casadas que se instalaban en la aldea ya no gastaban el dinero en ese tipo de cosas. La muletilla «Demasiado orgullosa para llevar almadreñas» casi se había convertido en refrán a principios de la década, y cuando esta tocaba a su fin ya habían desaparecido casi por completo.

      La limpieza matutina iba siempre acompañada de un concierto de gritos y saludos de un jardín a otro, pues el primer golpe de alfombra era la señal que las demás vecinas necesitaban para empezar a sacudir las suyas. «¿Has oído lo de Fulanita?», decía una; «¿Y qué te parece lo de Menganita?», respondía la otra. Y así hasta que alguna caía en la cuenta de que, de seguir dándole a la lengua, se les echaría la noche encima sin haber limpiado las alfombras.

      Los apodos no eran frecuentes entre las mujeres y solo a las más mayores las llamaban por su nombre de pila, la vieja Sally o la vieja Queenie, o a veces ama, ama Mercer o ama Morris. Las otras mujeres casadas eran señora Tal o señora Cual, incluso para dirigirse a aquellas que habían conocido desde la cuna. A los hombres más entrados en años los llamaban maestro, no señor. Los hombres más jóvenes eran conocidos por su apodo o por su nombre de pila, exceptuando a unos pocos que gozaban de un mayor respeto del habitual para su edad. A los niños les enseñaban desde pequeñitos a dirigirse a todos los adultos como señor o señora.

      La limpieza comenzaba en todas las casas más o menos a la vez, pero la hora de finalizar variaba. Algunas amas de casa lo tenían todo listo y ya se habían arreglado ellas mismas antes del mediodía. Otras, sin embargo, apenas llegaban con todo hecho a la hora del té. «Las mujeres dejadas nunca acaban lo que empiezan», solían decir las buenas amas de casa.

      Laura no entendía por qué, si todo el mundo limpiaba a diario, algunas casas estaban «como los chorros del oro», como se suele decir, y otras siempre hechas un desastre. Un día se lo comentó a su madre.

      —Ven aquí —le respondió—. ¿Ves esta parrilla que estoy limpiando? Parece que ya está, ¿no es así? Pues espera.

      Frotó con fuerza arriba y abajo, de un lado a otro y entre cada una de las barras. Después le dijo:

      —Mira ahora. Hay una gran diferencia, ¿verdad?

      Y en efecto, la había. Un rato antes estaba pasablemente brillante, pero ahora estaba resplandeciente.

      —¡Ya lo ves! —exclamó la madre—. Ese es el secreto. Tan solo un poco de esfuerzo extra, después de lo que la mayoría considera suficiente, es lo que hace falta.

      Sin embargo, ese tiempo extra que la madre de Laura dedicaba a frotar sin que le supusiera un gran esfuerzo no era algo que estuviera al alcance de todas. Los embarazos, la crianza de los niños y las continuas preocupaciones monetarias bastaban para agotar la fuerza y la energía de muchas madres. No obstante, teniendo en cuenta todos estos inconvenientes, sumados a las habituales carencias del hogar en aquellas casas abarrotadas, el nivel general de limpieza era asombroso.

      Había una entrega de correo diaria, y hacia las diez de la mañana, mientras sacudían sus alfombras fuera de casa, las mujeres volvían la cabeza hacia el sendero que atravesaba las parcelas para comprobar si se acercaba el cartero, o el «viejo Postie», como todos lo llamaban. Algunos días llegaban dos o incluso tres cartas a Colina de las Alondras, aunque lo más frecuente es que no hubiera ninguna. Sin embargo, eran pocas las mujeres que no levantaban la vista con expresión ansiosa en la mirada. A este afán por recibir cartas lo llamaban «anhelo» (pronunciado «anheelo»). «Pues no, la verdad es que no esperaba ninguna carta, pero siempre tiene una ese anheelo», le decía una mujer a su vecina al ver al viejo cartero saltando un cercado y caminando sin prisa entre las huertas. Los días de lluvia llevaba un viejo paraguas verde con varillas de hueso de ballena, bajo cuya inmensa circunferencia daba la sensación de que se movía menos que una enorme seta clavada en la tierra. Pero al final llegaba y normalmente pasaba de largo al llegar al lugar donde las mujeres le aguardaban.

      —No, no tengo nada para usted, señora Parish —decía él—. Su pequeña Annie ya le escribió la semana pasada y seguro que tiene más cosas que hacer además de estar sentada sobre sus posaderas escribiendo a casa a todas horas.

      Otras veces se limitaba a levantar el brazo para llamar a la interesada, pues no estaba dispuesto a dar ni un paso más de lo que su oficio requería.

      —¡Una para usted, señora Knowles! ¡Esta vez es de las finas! Parece que en estos tiempos no encuentran ni un momento para escribir a sus madres… Y, sin embargo, le entregué una bien voluminosa de parte de su hija al joven Chad Gubbins.

      Y así se marchaba, después de clavar su aguijón, aquel anciano lúgubre y gruñón que se dolía de tener que servir a gente tan humilde. Llevaba cuarenta años siendo cartero y había caminado incontables kilómetros a merced de todas las condiciones climatológicas, de modo que quizá los culpables de su mal carácter fueran sus pies planos y sus miembros doloridos a causa del reuma. El caso es que todos los habitantes de la aldea se alegraron cuando por fin se retiró y un amable e inteligente cartero más joven ocupó su puesto para hacer el reparto en Colina de las Alondras.

      Por mucho que las mujeres se alegraran al recibir cartas de sus hijas, eran los paquetes de ropa que ocasionalmente enviaban lo que causaba una mayor expectación. En cuanto uno entraba en una casa, las vecinas que habían visto cómo el viejo Postie lo entregaba se dejaban caer por allí en cuestión de minutos, como quien no quiere la cosa, y se quedaban un rato para admirar, o a veces para criticar, su contenido.

      Todas las mujeres, excepto las más ancianas, que vestían igual que siempre y de ese modo estaban satisfechas, eran muy particulares con respecto a la ropa. Cualquier cosa servía para el día a día siempre y cuando estuviera limpia y en buenas condiciones y se pudiera cubrir con un decente delantal blanco. Sin embargo, con la «ropa de domingo» se volvían muy puntillosas. «Mejor es darle la espalda al mundo que a la moda», decían a menudo. Para ganarse la admiración de las demás vecinas, el sombrero o el abrigo que contenía el paquete tenía que estar de moda. Y en la aldea tenían sus propias ideas a ese respecto, que, por cierto, solían llevar dos años de retraso en relación al resto del mundo y concernían estrictamente al estilo y al color.

      La ropa enviada por las hijas u otras parientes siempre gustaba, pues ya la habrían visto con anterioridad durante alguna visita de la muchacha en vacaciones y, de hecho, habría servido para definir los cánones de lo que se llevaba. Las prendas donadas por «sus patronas» les resultaban extrañas, pues sus