Pero el Comandante estaba demasiado mayor y enfermo para poder apañárselas solo durante mucho tiempo más, incluso con la ayuda de la madre de los pequeños y de otros amables vecinos, y pronto llegó el día en que el doctor se vio obligado a llamar al funcionario del asilo para pobres. El anciano estaba gravemente enfermo y no tenía familia. Solo había un lugar donde podían cuidar de él debidamente y era la enfermería del asilo para desamparados. Hacían lo correcto, pues el hombre ya no estaba en condiciones de valerse por sí mismo. No tenía parientes ni amigos en situación de asumir la responsabilidad. El asilo era el mejor lugar para él. Sin embargo, cometieron un terrible error. Estaban tratando con un hombre inteligente y cultivado como si fuera un anciano completamente perdido y senil. Ni siquiera le consultaron o le explicaron lo que habían decidido. Se limitaron a enviar un coche a la mañana siguiente, que se detuvo a esperar a varios metros de la casa mientras el doctor hablaba con él. Cuando entraron, el Comandante acababa de vestirse y se acercaba con dificultad a su silla junto al fuego. «Hace una bonita mañana y hemos venido para llevarle a dar un paseo», dijo el doctor en tono alegre, y a pesar de sus protestas le pusieron el abrigo y, acto seguido, lo sacaron de casa y lo llevaron hasta el coche en cuestión de minutos.
Laura vio al cochero arrear a su caballo con un suave toque de fusta y el coche se puso en marcha. Pero al instante deseó no haberlo hecho, pues, en cuanto se dio cuenta de lo que sucedía y supo adónde lo llevaban, el viejo soldado, el solitario y anciano caballero, el amable amigo de la familia se vino abajo y rompió al llorar. Estaba hundido, vencido. Pero no por mucho tiempo. Apenas seis semanas después estaba de vuelta en la parroquia y todos sus problemas se habían terminado, pues llegó en el interior de su ataúd.
Puesto que no había parientes a quienes avisar, la hora de su funeral no fue anunciada en la aldea. De lo contrario, al menos unos pocos vecinos se habrían reunido en el cementerio para despedirlo. Sea como fuere, Laura, de pie entre las tumbas a cierta distancia y con una lechera en la mano, fue la única espectadora, y por casualidad. Ningún feligrés siguió el ataúd hasta la iglesia y ella era demasiado tímida para acercarse. Sin embargo, cuando volvieron a sacarlo y lo llevaron hasta la fosa abierta del camposanto ya no estaba solo, pues la hija del vicario, una mujer de mediana edad, caminaba tras él con un libro de salmos en la mano y una hermosa expresión de piedad en la mirada. No era probable que lo hubiera conocido, ya que no frecuentaba la iglesia, mas al ver llegar el solitario ataúd había salido apresuradamente de su casa en dirección a la iglesia para que al menos aquel hombre pudiera recibir «el último adiós» en compañía de otro ser humano. En los años siguientes, cuando Laura oía que hablaban mal de la mujer —y lo cierto es que, a menudo, a ella también le resultaba irritante su carácter entrometido—, recordaba aquel gesto de generosidad.
Los abuelos de los niños vivían en una graciosa casita en mitad del campo. Era una casa de planta redonda que se estrechaba en lo alto, de manera que en la planta baja había dos habitaciones, y en la de arriba, solo una abuhardillada. El jardín no estaba pegado a la casa, sino cerrado por una barrera natural de setos, al otro lado del camino de carros que conducía hasta ella. Estaba repleto de groselleros, frambuesos y flores silvestres de vívidos colores rodeadas de densa vegetación, pues desde que el jardinero se había hecho viejo y sufría de las articulaciones no había sido capaz de podar demasiado a menudo. Allí pasaba Laura muchas horas felices, supuestamente para recoger frutos para hacer mermeladas, aunque lo que hacía en realidad era leer y fantasear. En un rincón del jardín, protegida por arbustos cargados de flores y a la sombra de un ciruelo, estaba lo que ella llamaba su «estudio verde».
El abuelo de Laura era un anciano de gran estatura, con el cabello y la barba blancos como la nieve y los ojos más azules que se puedan imaginar. En aquella época tendría setenta y tantos años, pues su madre había sido su última hija y había nacido cuando ellos ya eran mayores. Uno de los detalles más curiosos de la madre a ojos de sus propios hijos era que había nacido siendo tía y en cuanto aprendió a hablar había insistido en que sus dos sobrinas, ambas mayores que ella, la llamaran «tía Emma».
Antes de retirarse de la vida activa, el abuelo había recorrido la campiña tirando de un carrito a lomos de un pequeño caballo en compañía de un huevero, comprando huevos en granjas y casas donde criaban aves para venderlos después en mercados y en pequeñas tiendas. En la parte trasera de la casita redonda estaba el alpendre donde había vivido su poni, llamado Dobbin. A los niños les encantaba tumbarse en el pesebre y corretear entre las vigas del altillo. Cuando Dobbin murió de viejo también se terminó el negocio de la huevería para el abuelo, pues no disponía del capital suficiente para comprar otro animal. Ni de cerca. Es más, en esa época él mismo empezaba a padecer el mismo mal que se había llevado a Dobbin, de modo que decidió tomarse las cosas con calma y dedicarse a su jardín en la medida de lo posible y a caminar a solas desde su hogar hasta la última casa del pueblo, desde allí hasta la iglesia y de nuevo a su hogar.
A la iglesia no iba solamente a misa los domingos y los días de semana. También visitaba el templo cuando no había servicio para rezar y meditar a solas, pues era un hombre profundamente religioso. Hubo un tiempo en que había sido predicador y los domingos por la noche caminaba kilómetros para oficiar misa, turnándose con otros, en las casas de reunión de varios pueblos de la zona. Cuando ya era viejo había vuelto a abrazar la fe de la Iglesia anglicana, no porque hubiera cambiado de opinión, pues los credos no le preocupaban —sus pies estaban firmemente asentados en la roca sobre la que todos se habían fundado—, sino porque la iglesia de la parroquia estaba lo bastante cerca para poder asistir a todas las misas, estaba siempre abierta para sus oraciones privadas y sus momentos de recogimiento, y la música que allí interpretaban, por pobre que fuera, era todo lo que le quedaba.
Algunos de los miembros de la congregación, que se reunían en la vieja casa de encuentros, todavía recordaban los —en sus propias palabras— inspirados sermones del abuelo. «Con el abuelo que tienes deberías ser una niña más buena», le dijo a Laura una mujer metodista un día que la descubrió arrastrándose entre los arbustos echando a perder un pichi recién estrenado. Pero Laura era demasiado pequeña para valorar a su abuelo, pues murió cuando ella tenía solo diez años, y el dedicado amor que este sentía por su madre, su hija pequeña y más querida, hacía que a menudo la reprendiera y le reprochara su comportamiento infantil. De haber visto cómo quedó el pichi, seguramente le habría soltado una buena regañina. En cualquier caso, la niña era lo bastante perspicaz para darse cuenta de que era un hombre mejor que la mayoría de la gente.
Como ya se ha mencionado, en una época de su vida el abuelo había tocado el violín en una de las últimas iglesias del distrito que aún tenían un coro con acompañamiento musical. También tocaba en casa durante las reuniones familiares, en las de algunos vecinos y, durante su juventud, antes de emprender un modo de vida más piadoso, también había amenizado bodas, fiestas y bailes en algunas ferias. Pensando sobre ello, un día Laura le preguntó a su madre:
—Madre, ¿por qué el abuelo ya no toca su violín? ¿Qué ha hecho con él?
—¡Ah! —exclamó la madre, como si fuera algo obvio—. Ya no lo tiene. Lo vendió una vez cuando tu abuela se puso enferma y andaban cortos de dinero. Era un buen violín y le dieron cinco libras por él.
Hablaba como si fuera igual de intrascendente vender un violín que medio cerdo o un saco con el excedente de patatas para salir de un apuro, pero Laura, a pesar de ser