Además había un par de matrimonios pobres que se aferraban desesperadamente a sus casas, pues era lo único que tenían, y vivían amenazados por el miedo a acabar en el asilo para desamparados. La ley de Indigentes asignaba una pequeña suma semanal a aquellos ancianos que ya no podían trabajar. Sin embargo, esa irrisoria cantidad nunca alcanzaba para vivir y, a menos que también contaran con la ayuda de unos hijos inusualmente prósperos, tarde o temprano llegaba el momento en que se veían obligados a abandonar su hogar. Cuando veinte años después comenzaron a concederse las pensiones de vejez, la vida de esos aldeanos que ya habían dejado de trabajar cambió por completo. Podían vivir sin angustia. De repente eran ricos e independientes y lo serían hasta el fin de sus días. Al principio a algunos les caían lágrimas de gratitud por las mejillas cada vez que iban a la oficina de Correos a retirar su asignación, y en cuanto la recibían exclamaban: «¡Dios bendiga a lord George! —pues no podían creer que alguien tan pródigo y poderoso pudiera ser un simple “señor”—. ¡Y Dios la bendiga a usted, señorita!», y siempre había flores de su jardín y fruta de sus árboles para la muchacha que se limitaba a hacer su trabajo entregándoles el dinero.
5. Commoner’s rights, derechos de uso de las tierras comunales anteriores a su parcelación y privatización para crear grandes campos de cultivo.
6. En español en el original.
VI
La generación hostigada
Cuando Laura era niña, hubo una época en que la aldea le parecía una fortaleza. Una tarde ventosa y gris del mes de marzo, al contemplarla desde la distancia en plena ascensión y con un furioso céfiro en contra mientras volvía de la escuela, vio desde una nueva perspectiva aquel puñado de austeros muros y tejados inclinados en lo alto de la loma, con los grajos merodeando entre los setos y las nubes arrastrándose por el cielo a gran velocidad, el humo saliendo de las chimeneas y la ropa colgada en los tendederos agitada por el viento.
—¡Es una fortaleza! ¡Es una fortaleza! —gritó mientras corría camino arriba, antes de empezar a improvisar con su vocecita desafinada el himno del día del Ejército de Salvación—: ¡Proteged el fuerte, que ya llego!
Pero lo cierto es que aquella imagen, fruto de las ensoñaciones de una niña, ocultaba un sentido más profundo, pues la aldea vivía en efecto en una suerte de estado de sitio, y su principal enemigo era la Carestía. Aun así, como suele suceder durante un asedio largo pero no demasiado violento, sus habitantes se habían acostumbrado a las duras condiciones de vida y eran capaces de atrapar al vuelo cualquier pequeño placer que se pusiera a su alcance, e incluso en algunas ocasiones lograban reír en las situaciones más difíciles.
Pasar de las casas de los más ancianos a las de la generación hostigada significa dar un paso hacia un nuevo capítulo de la historia de la aldea. Todo el atractivo y la acogedora sencillez del antiguo estilo habían desaparecido. Eran casas de gente pobre enriquecidas por la llegada de los hijos, hijos sanos y fuertes que, en cuestión de pocos años, estarían preparados para tomar parte en el funcionamiento del mundo y abastecer con su sangre vigorosa y sana la futura población de las ciudades. Entretanto, no obstante, sus padres hacían todo lo necesario para alimentarlos y vestirlos decentemente.
En sus hogares, los sólidos y prácticos muebles de sus antepasados habían dejado sitio a los baratos y feos productos de los inicios de la era industrial. Una mesa de pino con el tablero tan gastado que parecía pulido tras años de ser frotado diariamente a conciencia; un juego de cuatro o cinco sillas estilo Windsor con el barniz desconchado; una mesilla auxiliar para colocar las fotografías familiares y algunas figuras decorativas, y varios taburetes para sentarse junto al fuego, más las camas de la planta de arriba, constituían la colección a la que sus dueños se solían referir como «nuestros humildes muebles».
Si el padre tenía una silla favorita en la que se sentaba al concluir su jornada de trabajo, no sería más que una réplica más grande y con reposabrazos de las robustas sillas Windsor de otros tiempos. El reloj, si lo había, era un producto barato y normalmente importado, que terminaba sus días sobre la repisa de la chimenea y a menudo no daba la hora puntualmente ni durante doce horas seguidas. Los que no tenían uno en casa dependían del reloj de bolsillo del marido para levantarse por las mañanas, que obviamente después se iba con él al trabajo, algo que constituiría sin duda un serio inconveniente para la mayoría de las mujeres, aunque en el caso de las cotillas era la excusa perfecta para acercarse a la puerta de su vecina y empezar a chismorrear.
Los escasos y humildes enseres de cocina, platos, etcétera, no eran lo bastante buenos como para ser exhibidos, de modo que entre comidas se guardaban en la despensa. Las bandejas de estaño y los platos decorativos habían ido desapareciendo. Todavía era posible encontrar algunos, tirados aquí y allá, alrededor de los huertos y las pocilgas. De vez en cuando aparecía por la aldea un hojalatero que los recogía, los pedía como limosna u ofrecía por ellos algunas monedillas para después fundirlos y sacarles algo de ganancia.
Otros visitantes esporádicos se presentaban en las casas y compraban por media corona un lote de tiradores de bronce forjados a mano pertenecientes a los cajones de alguna cómoda heredada sin apenas valor, un armario esquinero o quizá una mesa abatible que con los años había empezado a cojear. Otras piezas de mobiliario se sacaban de la casa por algún motivo y terminaban pudriéndose a merced de los elementos, pues la nueva generación no valoraba ese tipo de cosas. Preferían los productos de su época y, con el paso del tiempo, en la aldea ya no quedó ni una sola de aquellas reliquias.
Para decorar la repisa de la chimenea o el aparador, las mujeres preferían ahora estrafalarios jarrones de cristal, figuritas de animales hechas con arcilla, cajitas adornadas con conchas marinas y marcos de fotografías forrados de felpa. Pero los adornos preferidos por todas eran las jarritas de porcelana blanca con letras de oro con frases como «De regalo para un niño bueno» o «Recuerdo de Brighton» o de cualquier otra ciudad con mar. Las que tenían hijas fuera trabajando de muchachas, que podían conseguirlas con facilidad, llegaban a acumular gran cantidad de ellas, que después exhibían colgadas de sus asas en hileras en el borde de algún estante, siendo motivo de gran orgullo para la propietaria y de envidia para sus vecinas.
Los que disponían del dinero necesario cubrían las paredes de sus cuartos con papel pintado, con grandes motivos florales de brillantes colores. Los que no, las encalaban o las forraban con hojas de periódicos atrasados. En la pared junto a la chimenea seguían colgando el tocino a secar, y en todos los hogares tenían algún cuadro a la vista, en su mayoría almanaques acompañados por láminas a color, regalo de los comerciantes cuyos negocios frecuentaban, y que a menudo enmarcaban en casa. La mayoría de las veces de dos en dos, y los temas favoritos eran los amantes a punto de separarse, jóvenes vestidas de novia, viudas llorando desconsoladas ante la tumba de sus difuntos esposos, y niños pidiendo limosna bajo la nieve o jugando con cachorros y gatitos.
No obstante, incluso con materiales tan poco prometedores y en cuartos que al mismo tiempo hacían las veces de cocina, sala de estar, cuarto de juegos para los niños y lavadero, algunas mujeres conseguían crear un hogar bonito y acogedor. Tener la chimenea bien blanqueada, una alfombra de colores claros hecha en casa y algunos geranios en el alféizar de la ventana no costaba nada, pero en conjunto podía mejorar notablemente una casa corriente. Otras, sin embargo, despreciaban