Toda época es una época de transición, pero la década de los ochenta lo fue de un modo especial, pues el mundo se adentraba entonces en una nueva era, la era de la industrialización y los descubrimientos científicos. Los valores y las condiciones de vida se estaban transformando en todas partes e incluso para la gente sencilla del campo el cambio resultaba evidente. El ferrocarril había conseguido acercar los puntos más distantes del país, los periódicos llegaban a todos los hogares y la mecanización se imponía rápidamente al trabajo manual, en cierta medida también en las granjas. La comida se compraba en las tiendas y, cada vez más a menudo, los alimentos llegaban desde países remotos para sustituir a los productos cultivados y elaborados en casa. Los horizontes se ampliaban y, de ese modo, el desconocido de un pueblo situado a casi diez kilómetros ya no era visto como «un furastero».
No obstante, mientras todos estos cambios se sucedían, la vieja civilización rural pervivía. Las tradiciones y costumbres que habían sobrevivido al paso de los siglos no desaparecían sin más. Los niños de las escuelas públicas jugaban a los mismos juegos y cantaban al ritmo de las viejas canciones, las mujeres aún «esquileaban» en los campos después de que las máquinas los segaran, y hombres y muchachos seguían entonando las antiguas baladas y canciones tradicionales al tiempo que tarareaban los éxitos del momento. De modo que cuando ahora sonaban canciones en el Carros y Caballos, el resultado solía ser una curiosa mezcla de lo antiguo y lo nuevo.
Durante las conversaciones, los más jóvenes —o «mozuelos», como se les llamaba hasta que se casaban— apenas participaban. Y de haber querido hacerlo les habrían parado los pies, pues aún no había llegado la época del imperio de la juventud; y, como decían las mujeres, «A los gallos viejos no les hace ninguna gracia que los jóvenes empiecen a cacarear». Pero en cuanto llegaba la hora de las canciones, toda la atención de las gallinas recaía en ellos, que eran la novedad.
En la taberna, ellos entonaban canciones nuevas entonces y que han perdurado hasta hoy. Sobre la tapia del jardín, con sus numerosas parodias, Tommy, déjale sitio a tu tío, Dos hermosos ojos negros y otras tonadas «cómicas» o «sentimentales del momento». Las más populares solían llegar, melodía y letra incluidas, desde el mundo exterior. Y a otras, extraídas del cancionero que la mayoría de ellos llevaba siempre en el bolsillo, el tonadillero de turno se encargaba de ponerles música sobre la marcha. Tenían buenas voces vigorosas y cantaban con pasión. En aquella época todavía no había cantantes melódicos.
Los hombres de mediana edad sentían especial debilidad por las largas y tristes historias en verso sobre amantes despechados y niños enterrados en tormentas de nieve, doncellas muertas y hogares huérfanos de madre. A veces, ellos mismos modificaban esas canciones, que por lo general albergaban un profundo mensaje moral, con resultados como este:
No te eches a perder ni desees cuanto ves,
esta lección te quiero enseñar;
que tu consigna nunca sea la desesperación
y practica lo que te afanas en predicar.
No dejes que las oportunidades se escapen como los rayos de sol sobre tu frente,
pues nunca echarás de menos el agua hasta que el pozo se seque de repente.
Pero la claque no permitía que estas tristes tonadas se alargaran demasiado. «¡Y ahora todos juntos, muchachos!», gritaba alguno de los presentes, y la compañía volvía a entonar sus viejas canciones favoritas. Una de ellas era La siega de la cebada:
Ah, amigos míos, cuando bebamos de nuestros vasos,
brindaremos por la siega de la cebada.
Brindaremos por la siega de la cebada, amigos,
brindaremos por la siega de la cebada.
Así que apurad vuestras pintas;
vuelve a llenarla y llénala bien, Hannah Brown,
brindaremos por la siega de la cebada, amigos míos,
brindaremos por la siega de la cebada.
Y así seguían, incrementando la medida en cada estrofa, de vasos a medias pintas, de pintas a cuartos, de cuartos a galones, barriles, pipas, arroyos, estanques, ríos, mares y océanos. Esa canción podía alargarse durante toda una noche o bien podía terminar en cuanto se cansaran de ella.
Otra de las favoritas era El rey Arturo, que también solía cantarse en los campos y a menudo se escuchaba como acompañamiento del tintineo de los arreos y el chasquido de los látigos mientras las yuntas faenaban. También la entonaban los viajeros solitarios para animarse durante las noches oscuras. Decía así:
El día que nuestro amado Arturo por fin gobernó,
como rey por supuesto en el trono se sentó.
Aquella noche tres sacos de harina de cebada le llevaron
y un pudin de ciruela sin demora prepararon.
El pudin se elaboró con esmero
y de ciruelas se rellenó,
y dos pedazos de sebo llevaba
tan gruesos como mis pulgares, se lo digo yo.
El rey y la reina a comer se sentaron,
por los demás señores muy bien acompañados;
y lo que esa noche no pudieron comer,
a la mañana siguiente la reina lo puso a cocer.
Cada vez que Laura escuchaba esa canción podía imaginarse a la reina tocada con su dorada corona, con la cola del vestido recogida y toda arremangada, agitando la sartén sobre el fuego. ¿Quién sino una reina habría podido calentar el pudin para el desayuno? La mayoría de la gente corriente no suele acumular sobras del día anterior.
Entonces Lukey, el único soltero de la aldea de mediana edad, los deleitaba con esta otra tonada:
Mi padre recorta setos y zanjas cava,
y mi madre en la cocina el día tejiendo pasa;
mas, ay de mí, pues, aunque soy muchacha bonita,
no entra el dinero en nuestra casa.
¡Ay, de mí! ¿Por qué será?
¡Ay, de mí! ¿Qué me sucederá?
Pues nadie viene a desposarme
y tampoco me cortejará.
Dicen que moriré vieja y soltera.
¡Ay, de mí! ¡Qué terrible idea!
Para entonces mi belleza ya habrá desaparecido,
y segura estoy de no haberlo merecido.
¡Ay, de mí! ¿Por qué será?
¡Ay, de mí! ¿Qué me sucederá?
Pues nadie viene a desposarme
y tampoco me cortejará.
La letra de la tonada parecía hecha especialmente para él, puesto que Lukey también era soltero. La cantaba con vis cómica y siempre hacía reír a la concurrencia. Quizá después, para variar, alguien le pedía al pobre y viejo Algy, el hombre misterioso, que improvisara una canción, y él empezaba a cantar con voz rota y aguda una melodía que parecía pedir como acompañamiento las tintineantes notas de un piano:
¿Habéis estado alguna vez en la Penínsuulaaa?
Si no, mejor no vayáis por esos lares,
pues podríais enamoraros de una dulce señoraaa4
con unos modales de lo más singulaaares.
A veces, cuando nadie más estaba cantando, alguno se animaba a improvisar algún que otro fragmento como este:
Ojalá,