Años más tarde Edmund trabajó una temporada en los campos. En cierta ocasión, el carretero le hizo una pregunta y tan sorprendido se quedó ante lo atinado de su respuesta que exclamó: «¡Pero, bueno, muchacho, si nos has salido tan listo como Salomón! ¡Pues Salomón te llamaré, entonces!». Y fue Salomón hasta que abandonó la aldea. A un hermano pequeño lo llamaban «Pescador», aunque el porqué de ese nombre era un misterio. Su madre, que tenía predilección por los niños antes que las niñas, solía llamarlo «mi pequeño martín pescador».
A veces, durante la faena en los campos, en lugar de amigables gritos, un discreto rumor, parecido a un siseo o un silbido, se extendía entre los surcos. Era una señal de advertencia de que alguien había visto a «Viejo Lunes», el capataz de la granja. Aparecía cabalgando entre los surcos, a lomos de su pequeño poni gris de larga cola —tan alto era él y tan diminuta su montura que sus pies casi tocaban el suelo—, sacudiendo en el aire su vara de fresno y gritando: «¡Vamos! ¡Venga, hombres! ¿Qué creéis que estáis haciendo?».
El apodo de «Viejo Lunes» o «Viejo Lunes por la Mañana» se lo habían puesto años atrás cuando, después de algún incidente, él había gritado: «¡El lunes por la mañana a las diez en punto! ¡Hoy es lunes, mañana martes y pasado miércoles…, media semana y no habéis hecho nada!». Este nombre, ni que decir tiene, lo reservaban para cuando él no estaba. Cuando lo tenían delante, todo era «Sí, capataz Morris» y «No, capataz Morris» y «Veré qué puedo hacer, capataz Morris». Algunos de los más dóciles incluso lo llamaban «señor». Y entonces, en cuanto les daba la espalda, algún bromista lo señalaba con una mano mientras con la otra se daba una palmada en la nalga diciendo, en voz baja, «¡Vete al cuerno, viejo demonio!».
Cuando llegaban las doce, según el sol o alguno de esos viejos relojes de bolsillo que se heredaban de padres a hijos, los equipos de trabajo hacían una pausa para comer. Desuncían los caballos, los llevaban a la sombra junto a los arbustos o a un almiar y les ponían el morral, y los hombres y los muchachos se tumbaban a su lado en sacos extendidos en el suelo, abrían botellas de té frío y sacaban la comida que llevaban envuelta en paños rojos. Los más afortunados tenían pan y tocino frío. A veces un pedazo de hogaza sobre el cual se colocaba el tocino, con una rebanada más fina encima —a la que llamaban la del pulgar— para poder cogerlo con la mano sin tocar la carne, en una posición que permitiera al mismo tiempo usar la navaja. La comida se consumía con pulcritud y esmero, y la pequeña porción de pan con tocino se cortaba y se engullía con un solo movimiento. Los menos venturosos masticaban su pan con manteca de cerdo o con un pedacito de queso, y los más jóvenes daban cuenta de la última ración de pudin frío del día anterior, mientras los otros se burlaban de ellos advirtiéndoles «que no abusaran de la melaza».
La comida desaparecía enseguida, los hombres sacudían las migas de sus pañuelos para los pájaros y encendían sus pipas, y los muchachos se alejaban para merodear entre los arbustos armados con sus tirachinas. A menudo los mayores pasaban el descanso discutiendo sobre política, la noticia del último asesinato en la ciudad o asuntos locales. Sin embargo, otras veces, sobre todo cuando estaba presente un tipo especialmente dotado para esas lides, mataban el tiempo contando lo que las mujeres solían catalogar, avergonzadas, como «historias de hombres».
Estas historias, que se reservaban estrictamente para los campos y no se repetían en ningún otro lugar, formaban una especie de rústico Decamerón que parecía existir desde hacía siglos y, generación tras generación, crecía como una bola de nieve colina abajo. Se suponía que estos cuentos eran extremadamente indecentes, y después de alguna de esas sesiones, los más viejos se levantaban, explicando más tarde: «Me levanté y me fui con los caballos porque ya no aguantaba más. Esos bribones no dejaban de darle a la lengua y sus bocas apestaban a azufre». Pero solo ellos sabían realmente cómo eran esas historias, aunque posiblemente fueran más groseras que indecentes. A juzgar por unos pocos ejemplos que se filtraban gracias a los chiquillos que escuchaban a veces a escondidas, consistían principalmente en anécdotas de las de «él dijo» y «ella contestó» salpicadas con la enumeración de esas partes del cuerpo humano que «nunca se han de mencionar».
Canciones y versos picantes se escuchaban también tras la esteva del arado o entre los arbustos, pero en ningún otro lugar. Algunas de esas rimas obscenas estaban tan bien compuestas que quienes han estudiado la materia atribuían su autoría a mentes más ilustradas (en la iglesia o en la escuela) y caídas en desgracia. Y es posible que así fuera, aunque lo más probable es que nacieran en los mismos campos, pues en aquellos días la gente asistía habitualmente a la iglesia, por lo que los feligreses solían tener la mente bien surtida de himnos y salmos, y a algunos de ellos se les daba muy bien parodiarlos.
Estaba, por ejemplo, el de «La hija del sacristán», en el que la joven damisela aludida en el título se presentaba en la iglesia la mañana de Navidad para decirle a su padre que la carne de ternera que siempre le regalaban por esas fechas había llegado a casa justo después de que él se marchara. Cuando la muchacha llegó a la parroquia la misa ya había empezado, y la congregación, dirigida por su padre, estaba entonando un salmo, mas eso no le impidió acercarse a su padre y decir:
—Padre, la carne ha llegado. ¿Qué debe hacer Madre?
Y la respuesta no se hizo esperar:
—Dile que reserve lo más jugoso y olvide las insulseces, pues esta noche quiero cenar su más dulce manjar.
Sin embargo, ese tipo de chanzas no bastaban para el tipo de hombre aficionado a esas lides, pues solía aderezarlas con todo tipo de rimas soeces en las que además introducía los nombres de amantes honestos para mofarse de ellos. Aunque nueve de cada diez oyentes desaprobaban sus chanzas y se sentían incómodos, tampoco hacían nada para ponerles freno, aparte de decirle: «¡Suave, que te van a oír los chiquillos!» o «¡Ten cuidaado que puede aparecer alguna mujer por el camino!».
Pero el lascivo provocador no siempre se salía con la suya. Hubo una vez en que un joven soldado, que acababa de volver a casa tras cinco años de servicio en la India, se sentó al lado del pícaro juglar a la hora de comer. Después de escuchar sin inmutarse una o dos de sus improvisadas canciones, miró al cantante y le dijo sin más: «Deberías lavarte esa sucia boca».
Como respuesta el otro improvisó otra chirigota en la que introdujo el nombre de su antagonista. Entonces el exsoldado se levantó y agarró al poeta por la pechera, lo tiró al suelo y, tras una breve refriega, le metió en la boca un buen puñado de tierra y guijarros. «¡Bueno, eso al menos te servirá como enjuague!», dijo propinándole una última patada en el trasero, mientras el otro se escabullía entre los arbustos, tosiendo y escupiendo.
Algunas mujeres seguían trabajando en los campos. Por lo general, lo hacían lejos de los hombres y en la mayoría de los casos ni siquiera en las mismas plantaciones. Además, tenían sus propias tareas, como desbrozar o sachar, recoger piedras y plantar nabos y remolacha; y cuando llegaba el mal tiempo remendaban sacos en el granero. Según se contaba, antiguamente eran muchas las que lo hacían, criaturas indómitas y mugrientas, que no veían inconveniente alguno en tener cuatro o cinco hijos sin estar casadas. Esos tiempos habían terminado, aunque la reputación de aquellas había sido suficiente para que a la mayoría de las mujeres les disgustara la idea de «trabajar en los campos». En la década de los ochenta, una media docena de mujeres de la aldea lo hacían, en su mayoría madres de mediana edad respetables que ya habían criado a sus hijos y tenían tiempo libre, disfrutaban de la vida a la intemperie y de la posibilidad de tener semanalmente unos pocos chelines que pudieran considerar suyos.
Sus jornadas de trabajo, organizadas para que pudieran llevar a cabo las tareas del hogar por la mañana antes de marcharse y preparar la cena de sus maridos al regresar, eran de diez a cuatro, con una hora de descanso para comer. Su salario era de cuatro chelines a la semana. Se protegían la cabeza del