Trilogía de Candleford. Flora Thompson. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Flora Thompson
Издательство: Bookwire
Серия: Sensibles a las Letras
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416537761
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Además, reservaban todo su rencor para el capataz.

      Hay algo emocionante en el día de paga, incluso cuando el salario es pobre y ya está hipotecado por todo tipo de necesidades. Con esa pequeña cantidad de oro en los bolsillos, los hombres se marchaban con paso rápido a pesar del cansancio y hablaban con más ligereza que de costumbre. Al llegar a casa le entregaban inmediatamente el medio soberano a sus esposas, que les devolvían un chelín para los gastos de la semana siguiente. Esa era la costumbre en la campiña. Los hombres trabajaban para ganar el dinero y las mujeres se encargaban de gastarlo. Los hombres se llevaban la mejor parte del trato. Ganaban su medio soberano a base de esfuerzo, de eso no hay duda, pero al aire libre y trabajando en algo que les gustaba, rodeados de compañeros que, por lo general, les resultaban simpáticos. Las mujeres se quedaban encerradas en casa cocinando, limpiando, lavando y cosiendo; y, además de los continuos embarazos y de la tribu de niños que tenían a su cargo, también debían preocuparse por encontrar los medios para sacar adelante su hogar sin suficientes ingresos.

      Muchos maridos alardeaban de no haber tenido que preguntar nunca a sus mujeres qué hacían con el dinero. Mientras hubiera comida suficiente, ropa para vestir a toda la familia y un techo sobre sus cabezas, se daban por satisfechos, decían, y parecían hacer de ello una virtud, considerándose por ello hombres generosos, de buen corazón y dignos de confianza. Si una mujer contraía deudas o se quejaba, se le decía: «Tienes que aprender a hacerte el abrigo ajustándote a la tela, mujer». Según esa premisa no habría bastado con ser hábil como costurera, la tela de los abrigos tendría que haber sido elástica.

      En las noches especialmente luminosas, después de cenar, los hombres trabajaban durante una o dos horas en su huerto o en la parcela. Eran horticultores de primera y en cada estación se enorgullecían de conseguir las primeras y las mejores verduras. En esto ayudaba la calidad de la tierra y la gran cantidad de abono de sus pocilgas, aunque su habilidad jugaba un papel fundamental. Consideraban que la clave de su éxito estaba en remover constantemente la tierra y limpiarla de raíces, para lo cual utilizaban sobre todo azadones de pala. A este proceso lo llamaban «cosquillear». De una a otra parcela, se gritaban diciendo: «¡Hay que hacerle cosquillas a la tierra para que se vuelva fértil!»; o al pasar junto a un vecino que trabajaba muy atareado lo saludaban: «Haciéndole unas pocas cosquillas, ¿verdad, Jack?».

      Era maravilloso ver la energía que dedicaban a cuidar sus huertos después de toda una jornada de duro trabajo en los campos. No lamentaban el esfuerzo extra y ni siquiera parecían cansados. A menudo, durante las noches de luna en primavera, se escuchaba el trajín de la solitaria horca de alguno que no había sido capaz de dejar la tarea sin terminar, y el olor del crepitante fuego de la quema de rastrojos flotaba entre las casas de la aldea, colándose por las ventanas. También era agradable en los atardeceres veraniegos, quizá cuando el calor era más intenso y el líquido elemento escaseaba, escuchar el salpicar del agua sobre la tierra seca y cuarteada de algún huerto —agua que había sido recogida en el arroyo, a casi medio kilómetro de distancia—. «No hay que escatimar con la tierra —solían decir—. Si quieres algo de ella tienes que poner algo de tu parte, aunque solo sea esfuerzo».

      Las parcelas familiares estaban divididas en dos, una mitad para plantar patatas y la otra para cultivar trigo o cebada. El huerto estaba reservado para verduras y hortalizas, pero también se plantaban grosellas y algunas flores anticuadas. Sin embargo, por más orgullosos que estuvieran de su apio, de sus guisantes y alubias, de la coliflor y el calabacín, y por excelentes que fueran los especímenes que cosechaban, a nada dedicaban tanto cuidado como al cultivo de sus patatas, pues debían crecer en cantidad suficiente para abastecer las necesidades de todo el año. Cultivaban todas las variedades antiguas: hoja de fresno, rosa temprana, rosa americana, magnum bonum y la enorme y amorfa variedad conocida como elefante blanco. Todo el mundo sabía que la «elefante» era una patata poco satisfactoria, que era difícil de pelar y que al hervirla se consumía hasta quedar reducida a una pulpa blanca. Sin embargo, producía tubérculos de tan increíble tamaño que ningún vecino era capaz de resistirse a la tentación de plantarla. Cada año los orgullosos horticultores llevaban sus especímenes a la taberna para pesarlos en la única báscula de la aldea, y después pasaban de mano en mano entre todos los curiosos, que trataban de estimar su peso. «Cada vez que se recoge y se exhibe una buena partida de patata elefante —decían los hombres—, desde luego tenemos con qué entretener la vista».

      Gastaban muy poco en semillas, pues el dinero no sobraba, por lo que dependían principalmente de las semillas que conservaban del año anterior. Algunas veces, para asegurarse de sacar provecho a la tierra fresca, intercambiaban una bolsa de patatas de siembra con amigos que vivían lejos de la aldea y, de cuando en cuando, el jardinero de alguna mansión de los alrededores le regalaba a un vecino varios tubérculos de una nueva variedad. Estos se plantaban y eran atendidos con sumo cuidado, y cuando llegaba el momento de la recogida, los nuevos especímenes eran exhibidos ante los demás vecinos.

      La mayoría de los hombres cantaban o silbaban mientras cavaban y sachaban. En aquellos tiempos era frecuente cantar al aire libre. Los trabajadores cantaban durante su faena; los carreteros cantaban por los caminos con la única compañía de sus caballos; el panadero, el molinero y el pescadero ambulante cantaban mientras repartían su mercancía de puerta en puerta; incluso el médico y el párroco musitaban alguna tonadilla entre dientes durante sus rondas de visitas. La gente era más pobre entonces y carecía de las comodidades, las diversiones y los conocimientos que tenemos hoy día; y a pesar de todo, eran más felices. Lo que parece sugerir que la felicidad depende en mayor medida del estado de la mente —y quizá del cuerpo— que de las circunstancias y eventos que nos rodean.

      IV

      En el Carros y Caballos

      Fordlow podía alardear de su iglesia, de su escuela, de su concierto anual y de sus sesiones trimestrales de lectura por un penique, pero la aldea no les envidiaba ninguno de esos entretenimientos ni lugares, pues contaba con su propio centro social, más cálido, más humano y mucho mejor en todos los sentidos, en la taberna Carros y Caballos.

      Allí se reunía cada noche la población masculina y adulta de la aldea a beber medias pintas de cerveza —sorbito a sorbito para que duraran lo más posible—, a discutir sobre sucesos locales, política o métodos de cultivo y a cantar algunas canciones «para celebrar».

      Eran reuniones inocentes. Nadie se emborrachaba, pues no tenían dinero suficiente ni para cerveza, y era buena cerveza, a dos peniques la pinta. Aun así, el párroco cargaba desde el púlpito contra aquel lugar, llegando en una ocasión a tacharlo de antro de perdición. «Es una verdadera pena que no pueda venir en persona a ver cómo es», dijo en una ocasión uno de los hombres de más edad, de camino a casa al salir de la iglesia. «La pena es que no se meta en sus propios asuntos», replicó uno de los jóvenes. A lo que otro de los ancianos respondió pacíficamente: «Bueno, si lo piensas bien, es lo suyo. Al hombre le pagan por predicar, de modo que tendrá que predicar contra algo. Tiene sentido».

      Solo media docena de hombres se mantenían al margen de estas sesiones. Y de esos, algunos eran conocidos por «ser piadosos» o por depender sus ingresos de la iglesia.

      Los demás iban a diario y tenían su propio asiento reservado en bancos o taburetes. En cierto modo, aquel lugar era su hogar casi en igual medida que sus propias casas, y desde luego bastante más acogedor que muchas de ellas, con su crepitante fuego, sus cortinas rojas en las ventanas y sus jarras de estaño siempre bien limpias.

      La costumbre de acudir allí a diario al anochecer, según ellos mismos decían, era una manera de ahorrar, pues, al no haber ningún hombre en casa, podían dejar que el fuego se apagara y el resto de la familia ya estaba durmiendo o acostándose cuando el cuarto empezaba a enfriarse. De modo que los hombres podían gastar un chelín a la semana, siete peniques para la media pinta de cada noche y el resto para otras necesidades. Además, sus mujeres solían comprar para ellos una onza de tabaco de la marca Nigger Head junto con el resto de las provisiones.

      Era una reunión exclusivamente masculina. Las mujeres nunca acompañaban a sus hombres, aunque a veces alguna de ellas, con los hijos ya fuera de casa y medio penique disponible para gastar en