Durante las largas tardes que seguían a las clases de inglés de las niñas, Greta escribía cartas a universidades alemanas para pedir información. Empezó con sus antiguos profesores de la Universidad de Berlín. También hizo consultas a la Universidad de Jena, preguntándose si Arvid y Mildred Harnack estarían entre el profesorado y diciéndose que sería maravilloso reunirse con ellos o, al menos, con Mildred. Y hubo más cartas: a universidades en Giessen, Fráncfort y Hamburgo (esta última le recordó dolorosamente el Internationale Theaterkongresse) y a varios lugares de Austria y de Suiza, por si acaso.
A comienzos de septiembre, recibió una respuesta de Karl Mannheim, un profesor de Sociología de la Universidad de Fráncfort del Meno.
—Dice que mis méritos le parecen impresionantes —les dijo Greta a Felix y a Julia esa misma noche, después de cenar—, pero insiste en entrevistarme antes de aceptarme oficialmente.
—Tienes que ir a la entrevista, por supuesto —dijo Felix—. No buscaremos una nueva maestra para las niñas hasta que decidas aceptar el puesto.
—Quizá no me lo ofrezcan.
—Estoy seguro de que sí.
—La única duda es si aceptarás —dijo Julia—. Si luego resulta que no crees que te vayan a gustar el trabajo o el profesor Mannheim, vuelve a casa con nosotros.
Conmovida al ver que Julia la consideraba parte de su hogar, Greta les dio las gracias y prometió tener en cuenta su amable oferta. Y, sin embargo, cuando llegó la hora compró un billete de ida y empaquetó todas sus pertenencias. Aun cuando el profesor Mannheim no la contratase, sabía que su futuro no estaba en Zúrich.
Por la mañana temprano, después de despedirse de la familia Henrich y de que a sus jóvenes alumnas se les saltase la lagrimilla y le rogasen dulcemente que volviera pronto, Greta recorrió los cuatrocientos kilómetros en dirección norte que la separaban de Fráncfort del Meno, una próspera ciudad que seguía el curso del río Meno a su paso por Hesse. El doctor Mannheim no había cumplido los cuarenta, tenía el cabello oscuro y con entradas, una mirada penetrante e inteligente y una voz a la que el encantador acento húngaro infundía calidez. La saludó cordialmente, fumó en pipa durante toda la entrevista y pareció que lo que más despertaba su curiosidad eran las investigaciones de Greta en la Universidad de Wisconsin y su trabajo con el profesor John Commons y los Friday Niters. Explicó que sus intereses intelectuales se centraban en la sociología del conocimiento, y le dijo que esperaba que pudiera darle más información sobre las novedades académicas de Estados Unidos.
—Tengo suficientes fondos en mi presupuesto para contratar a un estudiante de posgrado que pueda servirme de ayudante y secretario —le dijo—. Una de sus primeras tareas sería poner en orden mi biblioteca.
—De hecho, tengo una dilatada experiencia organizando bibliotecas.
Veinte minutos después, al salir de su despacho, tenía el trabajo, y también la firma del doctor Mannheim en valiosos documentos que la aceptaban en la universidad como doctoranda.
De nuevo, tenía ocupadas todas las horas del día. Alquiló un cuarto en una casa de huéspedes a poca distancia del campus, se instaló y se familiarizó con la sección de Sociología de la biblioteca universitaria. Pero había otra biblioteca que le exigía casi toda su atención: la inmensa colección personal de libros del doctor Mannheim, apiñados caprichosamente en estantes arqueados y repartidos por el suelo de su oficina en precarios montones. Cuando Greta no estaba clasificando libros, pasaba cartas a máquina, organizaba papeles, calificaba trabajos de estudiantes de licenciatura y se encargaba de cualquier tarea aburrida pero imprescindible que le confiase el doctor Mannheim. Sobre la marcha, conoció a otros estudiantes de posgrado del departamento, todos tan sobrecargados de trabajo y a la vez tan contentos de tenerlo como ella.
Un día especialmente agotador se topó con otro doctorando que se había acercado a comer algo rápido a un café barato cercano al Departamento de Sociología. Cuando, entre trago y trago de café, hizo una pausa para lamentarse de que era imposible sacar dos horas seguidas para trabajar en la tesis, el estudiante asintió con gesto cómplice.
—Esto es lo que nos pasa por haber elegido profesores así —comentó—. Para la próxima vez ya sabemos que no debemos consentir trabajar para judíos, ¿eh?
—No sé de qué me hablas —dijo Greta dando un paso atrás. Le había cogido mucho cariño al doctor Mannheim y le fastidiaba que le insultasen, sobre todo con aquellas calumnias antisemitas desagradables y chabacanas que no se apoyaban en ninguna verdad ni exigían un especial ingenio para ser pronunciadas.
—Sí que lo sabes —protestó el estudiante sonriendo—. Ya sabes cómo son los judíos.
—¿A qué judíos te refieres? —contraatacó Greta—. ¿A todos? Supongo que no. Ningún aspirante serio a sociólogo sería tan poco científico como para creerse capaz de describir a millones de personas que casualmente comparten la misma religión con un puñado de adjetivos facilones y estereotipos absurdos.
—No me entiendes. Solo quería decir que…
—Los judíos que yo conozco son personas trabajadoras, académicos brillantes, amigos generosos… y, vale, también los hay que no lo son tanto, pero incluso el peor de ellos sería mejor compañía que tú.
Cogió su plato, su taza y sus libros y se fue a otra mesa.
El estudiante jamás volvió a dirigirle la palabra y evitaba mirarla si se cruzaban por los pasillos, pero Greta no le echaba de menos. Convertir a los judíos en chivo expiatorio —o a los comunistas, a los polacos, a las mujeres o a los inmigrantes— era el refugio de los vagos, de los envidiosos, de los faltos de imaginación. Solo servía para que el mundo se convirtiera en un lugar feo y hostil, y no ayudaba a resolver ningún problema real. Prefería ser una solitaria a contar con intolerantes entre sus amigos.
Afortunadamente, conoció a muchos más estudiantes del departamento con los que congenió, y hubo varios con los que no tardó en trabar una buena amistad. También organizó un grupo de estudios de estudiantes de posgrado, en parte porque estudiar con compañeros siempre la motivaba, pero también porque estaba deseando reproducir la camaradería de los Friday Niters. Al principio el grupo era muy pequeño, solo Greta y unos compañeros de clase a los que había invitado una tarde a café, pero, cuando decidieron expandirse, los letreros que puso por el departamento atrajeron a un grupo casi cuatro veces mayor. Era imposible escoger un día y una hora al gusto de tantos estudiantes, así que decidió repartir las reuniones a lo largo de la semana para que los miembros pudieran asistir cuando más les conviniera. Los puntos de encuentro también variaban, pero siempre elegían cafés y salas de estudiantes en Zeppelinallee, la simpática calle zepelín, al oeste del campus. Como pasaban volando de un tema importante a otro tan a menudo como cambiaban de horario y de lugar, Greta decía que eran el Fliegergruppe, «el grupo de vuelo», una divertida alusión a sus hábitos así como a la calle favorita de todos ellos.
En otras ocasiones, por lo general entrada la noche, después de abandonar el despacho del doctor Mannheim muerta de cansancio y con los hombros doloridos de coger mamotretos y colocarlos en estanterías altas, Greta se reunía con estudiantes de otros departamentos, amigos que compartían su interés por la política y su odio al fascismo. Durante aquel tenso otoño, no pudieron desconectar de la cacofonía de la campaña electoral: los nazis y los comunistas se peleaban por ganarse a los votantes de otros partidos antes de las inminentes elecciones. En la anterior ronda de las elecciones, en julio, cuando Greta estaba en Zúrich dando vueltas a su porvenir, ni Hindenburg ni Hitler habían sacado suficientes escaños en el Reichstag como para gobernar en mayoría, así que se habían vuelto