—¡No disparen! —suplicó otro hombre a un par de policías que observaban impasibles la protesta desde sus caballos—.¡Deberían estar aquí con nosotros, no con los fascistas!
Toda la escena sugería que de un momento a otro estallaría la violencia, así que Greta aceleró el paso y no paró hasta que hubo cruzado el Spree. Era indignante que la policía tomase partido en una contienda política en lugar de mantenerse fiel al imperio de la ley. Su deber era seguir siendo funcionarios públicos imparciales, no lacayos de la Sturmabteilung de Hitler.
Estaba exhausta. El hambre, la preocupación y los incesantes conflictos que convertían un simple paseo por la ciudad en un calvario la habían dejado rendida. Necesitaba que la soledad y el miedo le diesen una tregua. Si marcharse al extranjero significaba que a la vuelta tendría que empezar de cero su frágil carrera profesional, empezaría de cero. Tal vez ni siquiera volviera a Berlín.
Esa misma noche llamó a Felix y le dijo que aceptaba el trabajo. Ahora que se había decidido, su única pena era que no se marchasen a Suiza hasta la primavera.
Capítulo seis
Enero-junio de 1932
Mildred
Mildred tenía grandes expectativas para el año nuevo, inspiradas por la inmensa felicidad de estar viviendo de nuevo con Arvid.
En otoño, se habían mudado a un pequeño piso de los alrededores de Berlín, en Zehlendorf, cerca del Grunewald. El modesto hogar pertenecía a un nuevo plan de viviendas que mezclaba edificios de apartamentos de tres y cuatro plantas con adosados unifamiliares, todo ello con techos planos y líneas angulares al estilo Bauhaus. A Mildred le encantaban los vivos colores escogidos para las fachadas de los edificios, que le habían valido al barrio el apodo de Papageiensiedlung, «urbanización del loro». Incluso después de que las brillantes hojas otoñales se hubieran desvaído y de que empezase a caer la nieve del invierno, Arvid y ella disfrutaban paseando por el bosque cercano antes de desayunar o después de comer. A menudo comentaban que su nuevo hogar parecía un refugio campestre, un pacífico oasis alejado del creciente malestar de las ciudades.
El trayecto de Mildred a la Universidad de Berlín era más largo desde Zehlendorf, pero estaba tan contenta con su nueva casa, su trabajo y sus estudios que no le importaba. Sus alumnos eran inteligentes e interesantes, y cuando iban a clase sin haber preparado la materia no se justificaban nunca con la excusa del hambre o de las privaciones. Cada vez más estudiantes se matriculaban en sus cursos, situación esta muy prometedora ya que al ser profesora adjunta cobraba no por tramos ni por horas de clase, sino por la cantidad de estudiantes que asistían a sus clases.
Ojalá Arvid hubiera tenido el mismo éxito cuando buscaba una plaza de profesor. En Marburgo, una serie de entrevistas de lo más prometedoras se había interrumpido bruscamente cuando la universidad se negó a contratarle como profesor ayudante porque, como dijo sin rodeos un distinguido profesor, se desprendía de su labor investigadora que no era lo suficientemente nazi.
—Pues entonces imagínate cómo me habrían rechazado de haber sabido lo de ARPLAN —dijo Arvid con desaliento, refiriéndose a la organización de investigación que había fundado para que destacados economistas estudiasen la economía planificada de la Unión Soviética y adaptasen sus estrategias a Alemania para mejorar la coyuntura económica, que iba de mal en peor. Aunque a veces a Mildred le preocupaba que la franqueza de Arvid sobre los méritos del marxismo pudiese atraer la ira de los camisas pardas, se decía que si ARPLAN desarrollaba un plan que salvaba a Alemania, todo quedaría perdonado. Mientras tanto, lo que había que hacer era evitar meterse en problemas con los nazis.
Por desgracia, los problemas parecían cada día más probables.
Con la llegada de la primavera, a medida que los árboles se iban llenando de hojas verde pálido y se volvía a oír el canto de los pájaros en el cielo, Papageiensiedlung parecía cada vez más un refugio campestre. Mientras Mildred y Arvid paseaban por el bosque primaveral, el eco de los conflictos de la ciudad se oía cada vez más lejos. Pero una mañana, al volver del paseo diario, se encontraron con una bandera con la cruz gamada roja, negra y blanca colgada de la ventana de un vecino. La semana siguiente había dos más colgando de unas astas recién instaladas delante de sendas puertas. Un hombre que vivía a la vuelta de la esquina, un funcionario de bajo nivel del Ministerio de Transportes, empezó a dar conversación a Arvid en el andén de la estación cada mañana, alabando a los nacionalsocialistas, condenando a los comunistas y prometiendo que herr Hitler no tardaría en hacer de nuevo de Alemania un país grande, como lo había sido antes de la guerra.
—Es como si quisiera provocarme —le dijo una noche a Mildred mientras cenaban—. Me niego a concederle el placer. Cuando intento hablar racionalmente con él, descarta todo que le digo si no confirma sus ideas.
—Sé de qué me hablas. Frau Schmidt hace lo mismo.
—¿Esa mujer tan agradable que vive ahí abajo, la que nos trajo apfelkuchen cuando nos mudamos?
—Esa mujer tan agradable ha adornado todas sus ventanas con esvásticas. Ahora es una nazi tan acérrima que cada vez que la veo me limito a sonreír y saludar con la mano y acelero el paso.
—Al final, las frau Schmidt del mundo acabarán dándose cuenta de que Hitler es un payaso fanfarrón, y caerá en desgracia —dijo Arvid—. Los nacionalsocialistas se reducirán y volverán a ser el partido marginal que eran, y los sectores progresistas colaborarán para elaborar programas que saquen por fin a Alemania de este desastre económico.
Mildred quería creerle, pero a medida que los días se iban haciendo más largos y calurosos, las banderas con la esvástica iban brotando en el barrio como maleza con espinas entre las flores primaverales. En el centro de Berlín, Mildred se topaba no solo con la esvástica sino también con camisas pardas que andaban con paso arrogante, o con fotos de Adolf Hitler mirando amenazadoramente desde los quioscos, pero la universidad seguía siendo un refugio contra la locura de la política, un oasis de cordura en el que seguían imperando la razón, el arte y la ciencia.
En mayo, mientras se preparaba para los exámenes finales y hacía horas extra para ayudar a sus alumnos con los trabajos de fin de curso, Mildred se enteró de que Friedrich Schönemann, un antiguo profesor suyo de los tiempos de Giessen, se había incorporado a su facultad. Por lo que había oído en los pasillos, acababa de volver de una estancia prolongada en Estados Unidos y le habían nombrado director de la sección estadounidense del Departamento de Inglés. Mildred tenía pensado pasar a felicitarle y reanudar la relación, pero aún no había encontrado el momento cuando recibió una citación para presentarse en su despacho.
La saludó con formalidad en la puerta y la acompañó a una silla que había enfrente del escritorio.
—Frau Harnack-Fish —dijo pensativo, y una vez sentado en su imponente silla juntó las yemas de los dedos y la miró detenidamente—. Cuando asumí la dirección del departamento, me sorprendió ver su nombre entre el profesorado.
—A lo mejor es que se marchó a Estados Unidos antes de que yo viniera de Giessen —sugirió ella, un poco desconcertada por el tono frío y distante de su voz. ¿Habría olvidado aquellas larguísimas conversaciones sobre literatura y sociedad que habían mantenido en el Bierpalast favorito del profesor hacía no tantos años?—. ¿Ha aprendido algo nuevo sobre los estadounidenses y nuestra cultura durante su viaje? Sigo estando de acuerdo con usted en que estudiar nuestra literatura es un modo maravilloso de conocernos mejor, pero viajando se aprenden cosas que no se encuentran en ningún libro.
El profesor esbozó una débil sonrisa y apoyó las manos sobre el escritorio. Al inclinarse, el alfiler que llevaba en la solapa soltó un destello; a Mildred se le cayó el alma a los pies al ver la esvástica.
—Frau Harnack, supongo que es usted consciente de que la universidad está pasando por graves apuros económicos, como tantas otras instituciones hoy en día.
—Sí,