—Si esperan que mi primo elogie a Hitler por ser un buen cristiano y aconseje a todo el mundo que acepte su nombramiento porque es la voluntad del Señor, se van a llevar una buena sorpresa —dijo Arvid sintonizando la emisora. A la vez que el crescendo de música sinfónica y la suave voz de barítono del locutor anunciaban el comienzo del programa, corrió a sentarse junto a Mildred en el sofá mientras los demás se apiñaban en torno a la radio.
Escucharon atentamente las palabras de Dietrich, que con voz clara, fuerte y seria reconocía que el país necesitaba un líder, pero se preguntaba por qué la juventud alemana, en particular, ponía todas sus esperanzas en un único hombre carismático.
«Un führer puede ser idolatrado por sus seguidores —advirtió Dietrich—. En su absoluta devoción, pueden crear un clima que exagere la idea que se hace el führer de su propia autoridad. Esto ha de evitarse a toda costa si no queremos que nuestro líder acabe guiándonos por el mal camino».
—Ya lo hace —dijo Paul Thomas.
Un murmullo de asentimiento acompañó a su comentario y se acalló cuando Dietrich siguió hablando.
«Son de temer aquellos que piensan que el führer es un ser supremo, superior al hombre, sin cortapisas y omnipotente. El führer ha de saber que no lo es, que es un servidor del pueblo. —La voz de Dietrich se volvió más vehemente—. El individuo es responsable sobre todo ante Dios. Para la mayoría de nosotros, esto es una obviedad. Pero ahora hay en marcha un movimiento para destronar a Dios, una conjura para instalar al führer como máxima autoridad sobre nuestras vidas. Si esto ocurriera…»
Un estallido de interferencias y, a continuación, silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó Sara asustada.
Arvid se levantó de un salto para echar un vistazo a la radio.
—La radio funciona.
—Deben de haberle desconectado el micrófono —dijo Karl Behrens—. Espero que sea lo único que han hecho.
Mildred dio un grito ahogado.
—Seguro que Dietrich está bien —dijo Arvid, pero su voz forzada traslucía incertidumbre.
Hubo que esperar al día siguiente para que Arvid consiguiera comunicarse con su primo. Estaba a salvo, ileso… y furioso. No se había dado cuenta de que alguien de la emisora le había desconectado el micrófono y había seguido hablando cinco minutos más, advirtiendo al pueblo alemán que no imbuyese a Adolf Hitler los atributos de un icono religioso.
—Dietrich está empeñado en difundir su mensaje, así que está intentando que se lo publiquen —le dijo más tarde Arvid a Mildred—. Ya ha empezado a escribir otro ensayo en el que sostiene que los cristianos tienen la obligación moral y religiosa de defender a los judíos de la persecución.
—Espero que consiga que mucha gente cambie de opinión, y cuanto antes.
—Dietrich no está solo. Hay más gente diciendo lo que piensa, y nosotros también debemos hacerlo, antes de que perdamos la oportunidad. Hemos de apartar a Hitler de su nuevo cargo, antes de que eche raíces demasiado profundas.
Pero todo apuntaba a que se les estaba agotando el tiempo. Dos días después, el canciller Hitler reforzó su flamante autoridad convenciendo al presidente Hindenburg para que disolviese el Reichstag y convocase nuevas elecciones generales para el 5 de marzo.
Asustados e indignados, socialistas y comunistas aunaron fuerzas para oponerse a la jugada. Mildred y Arvid se hallaban entre los doscientos mil manifestantes que, portando antorchas, coreando eslóganes y entonando canciones de paz y unidad, se reunieron en el Lustgarten la gélida noche del 7 de febrero para protestar contra el nombramiento de Hitler. Aunque Mildred estaba temblando de frío, le reconfortó ver la cantidad de manifestantes que llenaban la plaza, personas como Arvid y ella y sus amigos, que reconocían el peligro de la marejada fascista y se negaban a ser arrastrados por ella. Había grupitos de camisas pardas merodeando a los lados de la protesta, lanzando miradas malévolas, pero aquella noche, al ser muchos menos, se abstuvieron de los habituales actos de violencia.
Fue una protesta triunfal, esperanzada, pero en los días siguientes miles de enemigos políticos, sobre todo comunistas, fueron arrestados por las SA, que con cualquier pretexto se los llevaba a cárceles improvisadas. A mediados de febrero, la violencia en las calles de Berlín se disparó cuando las turbas de camisas pardas sumaron los ataques a miembros del Partido Católico de Centro y a sindicalistas a los que venían siendo sus objetivos habituales, los comunistas y los socialdemócratas. Hubo políticos que hicieron un llamamiento a la calma a medida que se acercaba el día de las elecciones, pero muchos empleados públicos prominentes guardaron un extraño silencio.
—Todo el mundo sabe que los nazis son responsables de la violencia —dijo Arvid—. Ninguna persona razonable quiere que esto continúe. Seguro que el pueblo alemán votará para que Hitler y todo su partido abandonen el poder.
Mildred esperaba que estuviese en lo cierto. La situación era insostenible, y al final tendrían que prevalecer la razón y el sentido común. Las elecciones del 5 de marzo eran la oportunidad de volver a encarrilar la situación política para poder centrarse en la economía, en los puestos de trabajo y en ayudar a los pobres.
Entonces, el 27 de febrero, al caer la tarde, cuando Mildred empezaba a bostezar sobre un montón de trabajos de sus alumnos y se decía que ya era hora de acostarse, el gemido de la sirena de un camión de bomberos hizo que Arvid y ella se acercasen a las ventanas del mirador. A esta sirena siguió otra, y después otra más, hasta que la fría noche invernal parecía chillar alarmada.
Al noroeste, un rojo resplandor teñía el horizonte, y las ráfagas de viento traían olor a quemado. Arvid quería salir a ver qué se estaba quemando y si Neukölln corría peligro, pero Mildred, temiendo que hubiera disturbios o algo peor, no se lo permitió.
—A ver qué dicen en la radio —le insistió, pero las pocas emisoras que seguían abiertas a esas horas estaban retransmitiendo música, como cualquier otra noche.
Mildred y Arvid se quedaron cerca de las ventanas, mirando y escuchando hasta pasada la medianoche, cuando, al ver que las sirenas se acallaban y que ya no había camiones de bomberos en Hasenheide, se convencieron de que el fuego había sido sofocado. Exhaustos, se fueron a la cama y durmieron con el sueño agitado.
Por la mañana, se enteraron de que el origen del humo y de las llamas era el Reichstag, reducido ahora a un montón de ruinas que ardían lentamente al borde del Tiergarten.
Capítulo diez
Febrero-marzo de 1933
Sara
El lejano gemido de las sirenas despertó a Sara en la madrugada del último día de febrero, pero después de unos instantes de confusión en los que el sonido empezó a debilitarse y se desvaneció, volvió a quedarse dormida, confiando en que el peligro, fuera cual fuera, estaba demasiado lejos como para amenazar a su familia.
Al amanecer, se enteró de que no podía haber estado más equivocada.
Los periódicos de la mañana daban la espantosa noticia. Mientras dormían, el edificio del Reichstag había sido pasto de las llamas. En menos de tres horas desde que saltara la primera alarma, los bomberos habían controlado el incendio y habían llegado a la conclusión de que se trataba sin lugar a dudas de un incendio provocado. Sin pruebas en las que apoyarse, Hitler había echado la culpa del incendio a los disidentes comunistas. Poco había tardado en convencer al presidente Hindenburg, que estaba enfermo, para que promulgase un decreto de emergencia concediéndole poderes sin precedentes…, en apariencia, para permitirle encontrar y arrestar a los culpables, pero, en realidad, para eliminar a los comunistas como rivales políticos.
A primera hora de la mañana,