Ha habido diferentes interpretaciones de las figuras de la pantera, el león y la loba. A mí me encantan los términos que utiliza el gran poeta inglés Thomas Stearns Eliot: «la usura, la lujuria y el poder».4 Es verdad que sexo, dinero y poder —puede que el poder por encima de los otros dos— son los aspectos de la vida que más fácilmente se convierten en tentaciones que impiden a los hombres ascender hacia Dios. Independientemente de cómo se interpreten, con las tres fieras Dante quiere sintetizar todo el mal, todos los pecados del hombre; y, por tanto, reflejar de alguna manera las consecuencias del pecado original, la debilidad originaria que marca la historia humana y la vida de cada uno.
En este trance, es como si uno dijera: puedo creerme que Dios existe, también puedo creerme que la vida sería bonita si Dios existiera, pero el problema es que es inalcanzable. Puede que exista la salvación, pero no sé cómo alcanzarla, no puedo. Según la genial observación de Kafka, cuando escribe: «Existe una meta, pero ningún camino».5 No me salvo por mí mismo. Una debilidad estructural, original, me impide acceder a la salvación y fracaso míseramente en mis intentos.
Lo muestra a todas luces uno de los mitos griegos más célebres, el mito de Ícaro, la imagen potentemente sintética de la mentalidad del mundo antiguo, la vida es una parábola que intenta alcanzar lo alto, pero que después fracasa y acaba precipitándose míseramente al suelo.
Como todos saben, a Ícaro le encierran junto a su padre Dédalo en el laberinto construido en la isla de Creta. El laberinto es una imagen de la vida; la vida es un laberinto, un enredo sin salida. En el fondo, una locura porque una vida que se contradice así, que te hace sentir lo eterno, te hace desear un «para siempre» y después te lo niega, es de locos. Hace falta encontrar una salida, para que la vida pueda ser salvada. Y esa salvación se identifica con el punto más luminoso que tenemos en nuestra experiencia, el sol.
Así que los griegos imaginaron este intento supremo, heroico y nobilísimo de esta manera: si la vida es un laberinto, ¡hay que salir de él! Dédalo e Ícaro, que eran hombres ingeniosos, se construyen alas con plumas de pájaro pegadas con cera e intentan salir del laberinto levantando el vuelo. Al principio, parece que lo consiguen, pero el sueño se convierte en tragedia, ya que precisamente ese sol que debía ser la salvación es la causa de su tragedia. Cuanto más se acerca Ícaro al sol, más se va derritiendo la cera por el calor, hasta que las alas se deshacen y él se precipita al vacío. No es casualidad que la literatura griega haya dado lo mejor de sí en la tragedia, ya que los griegos sentían agudamente el drama de la vida, un deseo de bien que está destinado a estrellarse contra un destino inexorable. Y Dante recorre los mismos pasos: el laberinto de la vida, un bien encontrado y experimentado, y al final la muerte. La selva oscura, la colina iluminada por el sol y las fieras. La misma parábola que Ícaro.
Entonces, como alguien que reúne una gran fortuna y, de repente, la pierde (vv. 55-60), Dante siente toda la tristeza de su miseria y se hunde de nuevo en la selva. Pero, en ese momento, sucede algo del todo imprevisto (vv. 61-55).
Mientras me deslizaba hacia el fondo oscuro, se me ofreció a los ojos alguien que, por el largo silencio que guardaba, parecía sin voz. Cuando lo vi en el vasto desierto, le grité: «¡Ten piedad de mí, quienquiera que seas, hombre o sombra!».
De repente, aparece una sombra misteriosa, una presencia evanescente pero real. Y, frente a esa presencia imprevista, Dante grita toda su necesidad. La primera palabra de Dante como personaje de la Comedia —hasta ahora solo ha hecho de narrador, pero ahora habla como personaje— es «Miserere», ten piedad. Que alguien tenga piedad de mi miseria, porque yo solo no puedo. «Ten piedad de mí», seas quien seas. No sé quién eres, no sé ni siquiera si eres un hombre o un fantasma, pero no me importa, ¡ten piedad de mí!
Dante puede lanzar un grito de ayuda porque se encuentra ante alguien. Alguien que «se me ofreció a los ojos», siempre es un problema de ojos, de poder ver, de mirada. Con el término «ofreció» quiere decir que es un encuentro imprevisible, que no se puede programar, gratuito. ¿Quién podía imaginarse que ahí, en lo profundo de la selva oscura, cuando se estaba jugando el pellejo, se iba a topar con una presencia repentina a la que, por fin, podía gritarle «ten piedad de mí»? Un encuentro inesperado, inmerecido, que, por fin, permite expresar toda la necesidad, todo el deseo.
La cosa es que, entre Ícaro y Dante, aconteció el cristianismo. Vino a nuestra tierra un hombre que se identificó a sí mismo con el sol, con esa meta deseada e imposible, con el Misterio que hace todas las cosas; y este Hombre nos dijo: «Seguidme. Si me seguís, podéis llegar al lugar del que provengo». Es decir, de alguna manera, podréis experimentar la felicidad, podréis tocar a Dios en la tierra. Análogamente, en el camino de Dante aparece una figura inesperada que, como veremos en el canto II, es una forma de la Gracia que sale a su encuentro.
En ese momento (vv. 67-75), la figura se presenta como Virgilio, el célebre poeta latino, el autor de la Eneida, el escritor preferido de Dante. Y Virgilio le hace una pregunta a Dante que de primeras parece superflua (vv. 76-78).
Pero tú ¿por qué vuelves a tanta pena? ¿Por qué no subes al deleitoso monte que es causa y principio de toda alegría?
¿Por qué superflua? Porque Virgilio sabe perfectamente por qué Dante se encuentra en esa situación. Como veremos en el canto II, no pasaba por allí por casualidad. Por otro lado, el apuro de Dante es evidente. ¿Y entonces por qué le pregunta lo que ya sabe?
Porque así empieza la gran pedagogía de Virgilio, maestro y guía. Como todo maestro y guía sabe que «nada hay tan poco creíble como la respuesta a una pregunta que no se ha planteado».6 Los que dan clase y los que educan lo saben: no se dan respuestas a preguntas que no se plantean. Sería inútil. La ayuda que puedes darle a tus alumnos, a alguien a quien quieres ayudar, no es ofrecer respuestas de antemano, sino ayudarle a aclarar su pregunta para que, cuando aparezca, pueda reconocer la respuesta que buscaba. De esta manera, preguntándole a Dante por qué no sube al «deleitoso monte», Virgilio le obliga a comunicarse con alguien y, en consecuencia, a aclararse, a aclarar la pregunta y la necesidad que tiene.
Por otra parte, también Jesús hacía eso. Volvamos al episodio del ciego del Evangelio. Cuando este empieza a llamarle a voces, Jesús, en primer lugar, le pregunta: «¿Qué quieres?». Y el ciego responde: «¡Recuperar la vista!» (Lc 18, 35-43). Jesús sabe perfectamente qué es lo que necesita el ciego, pero le llama a decirlo de forma explícita.
Cuántos encuentros en la vida suscitan un presentimiento de bien, de grandeza, no tanto por la respuesta que ofrecen, sino porque aclaran la pregunta que tenemos, porque nos ayudan a aclarar lo que antes estábamos buscando de una forma confusa y, en consecuencia, nos preparan para descifrar la respuesta. Eso también lo hace Virgilio.
Pues bien, Dante, después de homenajear al gran poeta, le pide ayuda (vv. 79-90). Y Virgilio le explica que salir de la selva oscura solo con la fuerza humana es imposible, pero que existe una alternativa (vv. 91-93).
«Te conviene seguir otro viaje», respondió al ver mi llanto, «si pretendes salir con vida de esta áspera selva».
«Otro viaje», es decir, el camino para alcanzar lo que deseas es otro. La intención es buena, la meta es justa, pero el camino es erróneo. Dante pensaba que podía apañárselas solo y solucionarlo rápido, pero resulta que no funciona así. La vida no conoce atajos. En la vida hay que tener la valentía de hacer todo el recorrido, todo el viaje necesario para conocer el mal y el bien del mundo, un viaje hasta la hondura de nosotros mismos. Virgilio lo anuncia a partir del verso 112: tendrás que mirar a la cara todo tu mal, es decir, atravesar el infierno; tendrás que ir escalón a escalón, venciendo a este mal, perdonándolo, perdonándote a ti mismo y perdonando a los hombres, haciendo el camino del purgatorio; y, entonces, tendrás acceso a la vida buena, al paraíso. Pero hay que hacer todo el recorrido.
Ante esto, Dante responde (vv. 130-136): si hace falta recorrer todo camino, si el verdadero viaje es el que tú dices, estoy listo para seguirte.
El verso que cierra el primer canto, «Echó a andar y yo seguí tras