Así pues, si se analiza cuidadosamente cada cultura y momento histórico, la presencia e influencia musical en la sociedad es muy clara.
Hoy en día, la música forma parte de nuestras vidas, y muchas veces está asociada a emociones, situaciones o personas, de manera consciente o inconsciente. Tanto la música que acompaña la publicidad como las canciones que suenan incansablemente en nuestra radio terminan por generar algún efecto, físico o emocional, en nosotros. ¿Quién no ha sentido cómo una evocadora canción genera sentimientos de nostalgia? o ¿cómo una música alegre y positiva infunde repentinamente una sensación de bienestar?, lo cual pone de manifiesto la capacidad de la música para movilizar emociones en nuestro interior y provocar variaciones motivacionales o en el estado de ánimo.
La música, como forma de arte, permite comunicar emociones, ideas y pensamientos, impregnándose de cada cultura y reflejando desde cambios sociales hasta experiencias interpersonales. En consecuencia, algunas músicas denuncian situaciones sociales (canciones sobre desigualdad económica y de poder en un país, sobre violencia de género, sobre eventos deportivos, como un mundial de fútbol...) y otras describen sentimientos personales del autor (amor y desamor, amistad, desengaños, alegrías...).
En cuanto a la música relacionada con la psicología del deporte, se pueden diferenciar varias áreas de estudio, desde la influencia a nivel fisiológico en el rendimiento deportivo, hasta la importancia motivacional de la música para el deporte. Además, a nivel cultural, música y deporte se relacionan en varios puntos de la identidad y formación sociocultural (Tekman y Hortaçsu, 2002).
Desde la antigua Grecia hasta la actualidad, la relación entre música y deporte ha ido en aumento, sobre todo a partir del siglo xviii (McLeod, 2011). Así pues, se puede observar el carácter de la música en distintos ámbitos deportivos, desde vídeos de aeróbic hasta momentos competitivos deportivos en películas como Rocky, que subraya el poder que esta tiene.
En consecuencia, si se posee un instrumento tan poderoso que abarca cualquier cultura o civilización, parece inevitable plantearse su uso para optimizar resultados y logros personales en cualquier área.
En este capítulo se pretende poner de manifiesto el efecto de la música sobre distintos aspectos del rendimiento deportivo, analizando su utilidad para una intervención con musicoterapia, así como sugerir nuevas posibilidades de trabajo en este ámbito.
Música y movimiento
Música y movimiento mantienen una estrecha relación que se manifiesta de diferentes formas, siendo la danza la expresión más clara de la combinación de ambos aspectos.
La respuesta rítmica hace referencia a una predisposición humana innata al movimiento sincronizado con ritmos musicales, que empezó a estudiarse en el siglo xx (Macdougall, 1903) y sobre la que se ha encontrado una explicación científicamente aceptable.
En consecuencia, de existir factores internos que generen una respuesta a estímulos musicales, aprovechar su potencial para aumentar el rendimiento deportivo sería no menos que interesante.
Así pues, Schneider, Askew, Abel y Strüder (2010) investigaron sobre ello y reportaron coincidencias entre la frecuencia de movimiento durante el ejercicio y el tiempo de la música que se reflejaron en el encefalograma realizado. Para investigar sobre la relación, ya puesta de manifiesto en otros estudios, entre el tiempo musical, el rendimiento deportivo y el estado anímico, estos autores diseñaron un experimento en el que pedían a 18 corredores habituales, con buen estado de salud, que corrieran tres carreras usando música con diferentes intensidades. Se midió la actividad electrocortical antes y después del ejercicio, con un rango de frecuencia delta (2-4 Hz), además de analizar el espectro de frecuencias de las piezas musicales. Durante la aceleración en la carrera se obtuvo una oscilación de 2,7 a 2,8 Hz. Patrones de oscilación similares se lograron en las piezas musicales, por lo que se puede establecer una correlación entre ambos puntos.
Algunos investigadores también se han preguntado acerca del uso de la música, cuyo ritmo es sincrónico con los movimientos, en el ejercicio como reductor del coste metabólico de la actividad (Roerdink, 2008) al promover mayor eficiencia neuromuscular o metabólica.
Large (2000) va más allá y afirma que existen una serie de patrones internos que emergen al escuchar el ritmo musical, lo que facilita dicha sincronización. Snyder y Krumhansl (2001) corroboran esta sincronización mental del ritmo. Además, mediante un experimento en que se medían algunas variables fisiológicas y se exponía a los participantes a una música cambiante a nivel de intensidad y ritmo, se observó que muchas respuestas autonómicas del organismo están sincronizadas con la música. Cuando la música iba in crescendo, es decir, crecía en intensidad, y el ritmo también, se registraron mayores tasas de frecuencia respiratoria, vasoconstricción de la piel y presión sanguínea (Bernardi et al., 2009).
Así pues, partiendo de la base de que a nivel fisiológico ya contamos con un patrón cinético, es decir, con una respuesta innata que genera automáticamente una sincronización entre la música y algunas respuestas fisiológicas, se puede afirmar que el uso de música rítmicamente estable que permita esta sincronización requiere menor energía en la respuesta. Esto es atribuible no solo a la sincronización ya mencionada, sino a la predictibilidad de los movimientos posteriores, pues, al ser la música rítmicamente homogénea, repetitiva, se genera una expectativa precisa del movimiento que vendrá después, reduciendo la energía que se necesita movilizar para la respuesta (Smoll y Schultz, 1982).
En consecuencia, la música sincronizada mejora la actuación en aspectos motores, por lo que se recomienda su uso en deportes que requieren movimientos repetitivos, como correr, pedalear o esquiar (Simpson y Karageorghis, 2006; Terry, Karageorghis, Mecozzi Saha y D’Auria, 2012). Por ejemplo, un estudio ha demostrado que, al sincronizar la música con ejercicios repetitivos, los deportistas usan un 7% menos de oxígeno para desarrollar la misma actividad que otros deportistas que no están expuestos a dicha música (Bacon, Myers y Karageorghis, 2012).
Otras investigaciones también han probado que la música rítmica y el pulso de percusión favorecen la coordinación y el control propioceptivo (Rudenberg, 1982; Staum, 1983).
Por lo tanto, existe una clara preferencia, atendiendo solo al patrón fisiológico existente de base, por las estructuras temporales (los patrones musicales se estructuran en el tiempo de forma predecible) y la música sincronizada al movimiento (Jones y Pfordresher, 1997; Van Noorden y Moelants, 1999). Un estudio ha demostrado más efectos positivos al escuchar música sincronizada respecto a la música asincronizada (tipo de música que no permite desarrollar los movimientos al tiempo de la misma porque no tiene un patrón rítmico constante que pueda compaginarse con el ejercicio en cuestión, o porque el ejercicio consta de movimientos repetitivos que pueden realizarse de manera rítmica) y ausencia de música (Hayakawa, Miki, Takada y Tanaka, 2000).
A nivel neurológico existe un punto de encuentro entre el área musical y el movimiento rítmico que se denomina «área motora suplementaria», el cual juega un papel fundamental tanto en la percepción del ritmo musical como en las órdenes motoras rítmicas (Zatorre, Halpern, Perry, Meyer y Evans, 1996).
Por consiguiente, si música y movimiento mantienen una relación incluso desde un punto de vista fisiológico, cabe esperar que en el desarrollo motor de los niños la música juegue un papel importante. Beisman (1967) realizó un estudio con 600 niños y halló que el aprendizaje de habilidades motoras básicas mejoraba al introducir música en las clases.
Un trabajo similar corrobora estos resultados con menores de 4 a 6 años, que aprenden mejor las habilidades motoras al introducir música (Zachopoulou, Tsapakidou y Derri, 2004). Desde un punto de vista estético, también se han hallado