Con esta perspectiva dispongo la modificación del can. 579, que es reemplazado por el siguiente texto: En su propio territorio, los Obispos diocesanos pueden erigir mediante decreto formal institutos de vida consagrada, previa licencia de la Sede Apostólica dada por escrito.
Lo deliberado con esta Carta Apostólica en forma de Motu proprio, ordeno que tenga valor firme y estable, no obstante cualquier cosa contraria aunque sea digna de mención especial, y que sea promulgado mediante la publicación en L’Osservatore Romano, entrando en vigor el 10 de noviembre de 2020 y luego publicado en el boletín oficial del Acta Apostolicae Sedis.
Dado en el Laterano, el 1 de noviembre del año 2020, Solemnidad de Todos los Santos, el octavo de mi Pontificado.
FRANCISCUS PP.
Prefacio
Desde los primeros tiempos de la Iglesia fue usual reunir los sagrados cánones para hacer más fácil su conocimiento, utilización y observancia, sobre todo a los ministros sagrados, ya que «no es lícito que sacerdote alguno ignore sus cánones», como ya advertía el Papa Celestino en la epístola a los Obispos de Apulia y Calabria (21 de julio de 429; cfr. Jaffé n. 371 y Mansi IV col. 469); con estas palabras coincide el Concilio IV de Toledo (del año 633), que, después del restablecimiento en el reino de los Visigodos de la disciplina de la Iglesia, liberada del Arrianismo, había prescrito: «que los sacerdotes conozcan las sagradas escrituras y los cánones», porque «debe evitarse la ignorancia, madre de todos los errores, primordialmente en los sacerdotes de Dios» (can. 25: Mansi, X, col. 627).
De hecho, a lo largo de los diez primeros siglos, fueron apareciendo aquí y allá un número casi incontable de compendios de leyes eclesiásticas, compuestos generalmente por particulares, que contenían ante todo las normas dadas por los Concilios y por los Romanos Pontífices, y también otras, extraídas de fuentes menores. Tal acumulación de colecciones y de normas, no raramente contradictorias entre sí, fue convertida por el monje Graciano, a mediados del siglo XII, en una concordia coherente de leyes y colecciones, también en este caso por iniciativa privada. Esta «concordia», llamada luego «Decreto de Graciano», constituye la primera parte de aquella gran colección de leyes de la Iglesia, que, a ejemplo del Corpus iuris civilis del emperador Justiniano, se llamó Corpus iuris canonici, y que contenía las leyes que casi por espacio de dos siglos habían sido formuladas por la autoridad suprema de los Romanos Pontífices, con ayuda de los expertos en derecho canónico, que se llamaban «glosadores». Este Corpus, además del Decreto de Graciano, en el que se contenían las normas anteriores, consta del «Libro Extra» de Gregorio IX, el «Libro Sexto» de Bonifacio VIII y las «Clementinas», es decir, la colección de Clemente V, promulgada por Juan XXII, a lo que hay que añadir las Decretales «Extravagantes» de este Pontífice y las «Extravagantes Comunes» de otros Romanos Pontífices, Decretales que nunca fueron recogidas en una Colección auténtica. El derecho de la Iglesia que se recoge en este Corpus constituye el «derecho clásico» de la Iglesia Católica, y así suele llamarse.
A este Corpus del derecho de la Iglesia Latina corresponde, en cierto modo, el «Syntagma de Cánones» o «Cuerpo de cánones oriental» de la Iglesia Griega.
Las leyes posteriores, sobre todo las emanadas del Concilio de Trento, con ocasión de la reforma católica, y las que más tarde procedieron de diversos Dicasterios de la Curia Romana, nunca fueron reunidas en una colección, y ésa fue la causa de que la legislación que quedaba fuera del Corpus iuris canonici, con el paso del tiempo, llegase a constituir «un inmenso cúmulo de leyes amontonadas unas sobre otras», en el que no solo el desorden, sino la incertidumbre unida a la falta de utilidad y a las lagunas de muchas de ellas, hacía que la disciplina de la Iglesia, día a día, cayera en una situación peligrosa y crítica.
Por lo cual, cuando ya se preparaba el Concilio Vaticano I, muchos Obispos solicitaron que se publicara una colección legislativa nueva y única, para facilitar, de modo más claro y seguro, el cuidado pastoral del Pueblo de Dios. Como este trabajo no pudo llevarse a término por el mismo Concilio, la Sede Apostólica apremiada posteriormente por muchas circunstancias que parecían afectar más de cerca a la disciplina, decidió la nueva ordenación legal. Así, al fin, el Papa Pío X, apenas iniciado su Pontificado, asumió esta tarea, porque se había propuesto el objetivo de reunir y reformar todas las leyes eclesiásticas, y dispuso que la obra se realizara bajo la dirección del Cardenal Pedro Gasparri.
Para emprender una obra tan amplia y difícil, había que resolver primero la cuestión de la forma interna y externa de la nueva colección. Desechado el modelo de una compilación, que hubiera debido consignar las distintas leyes en su prolijo tenor original, pareció mejor elegir la forma moderna de una codificación, y por eso, los textos que contenían y proponían algún precepto, fueron redactados de nuevo en forma más breve; toda la materia fue ordenada en cinco libros, que seguían sustancialmente el sistema institucional de personas, cosas y acciones, propio del derecho romano. La obra se llevó a cabo en el espacio de diez años, con la colaboración de personas expertas, consultores y Obispos de la Iglesia entera. La naturaleza del nuevo «Código» se enuncia claramente en el proemio del canon 6: «El Código conserva en la mayoría de los casos la disciplina hasta ahora vigente, aunque no deje de introducir oportunas variaciones». No se trataba, pues, de establecer un derecho nuevo, sino solo de ordenar de una forma nueva el derecho vigente hasta aquel momento. Muerto Pío X, esta colección universal, exclusiva y auténtica, fue promulgada por su sucesor Benedicto XV el 27 de mayo de 1917, y obtuvo vigencia desde el 19 de mayo de 1918.
El derecho universal de este Código Pío-Benedictino fue unánimemente reconocido y ha resultado utilísimo a nuestra época para promover eficazmente, en la Iglesia entera, el trabajo pastoral, que iba alcanzando entretanto un nuevo desarrollo. Sin embargo, tanto las condiciones exteriores de la Iglesia, en un mundo que, en pocos decenios, ha sufrido una sucesión tan rápida de acontecimientos y tan graves alteraciones de la conducta humana, como, por otra parte, la situación de dinamismo interno de la comunidad eclesiástica, hicieron inevitable que fuera urgente y vivamente reclamada una nueva reforma de las leyes canónicas. El Sumo Pontífice Juan XXIII había escrutado, con gran lucidez, estos signos de los tiempos, y al anunciar por primera vez, el 25 de enero de 1959, el Sínodo Romano y el Concilio Vaticano II, indicó también que estos acontecimientos servirían de necesaria preparación para emprender la deseada renovación del Código.
Efectivamente, aunque la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico fue constituida el 28 de marzo de 1963, ya empezado el Concilio Ecuménico —siendo designado Presidente el Card. Pedro Ciriaci, y Secretario el Rvdmo. Sr. Jacobo Violardo—, los Cardenales miembros de la Comisión, en la sesión del 12 de noviembre del mismo año, de acuerdo con el Presidente, convinieron en que las labores de verdadera y propia revisión habían de ser aplazadas, y que no podían comenzar hasta que hubiese concluido el Concilio. Porque la reforma debía hacerse de acuerdo con los consejos y principios que el mismo Concilio iba a establecer. Entretanto, a la Comisión nombrada por Juan XXIII, su sucesor Pablo VI, el 17 de abril de 1964, añadió setenta consultores, nombró luego como miembros de la Comisión a otros Cardenales e hizo venir consultores de todo el orbe, para que prestasen su auxilio en la perfecta realización del trabajo. El 24 de febrero de 1965, el Sumo Pontífice nombró nuevo Secretario al Rvdmo. P. Raimundo Bidagor S.J., al acceder el Rvdmo. Sr. Violardo al cargo de Secretario de la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, y el 17 de noviembre del mismo año designó al Rvdmo. Sr. Guillermo Onclin Secretario Adjunto de la Comisión. Muerto el Card. Ciriaci, fue nombrado nuevo Pro–Presidente, el 21 de febrero de 1967, el Arzobispo Pericles Felici, quien, siendo ya Secretario General del Concilio Vaticano II e incorporado, el 26 de junio de ese año, al Sagrado Colegio Cardenalicio, asumió seguidamente el cargo de Presidente de la Comisión. Al cesar en su cargo de Secretario el Rvdmo. P. Bidagor por cumplir ochenta años el 1º de noviembre de 1973, el 12