José de Arimatea, un hombre rico discípulo de Jesús, pidió a Pilato su cuerpo, lo descolgó de la cruz, lo envolvió en una sábana limpia y lo dispuso en un sepulcro nuevo excavado en la roca; fue ayudado por Nicodemo, que según el evangelio de Juan llegó al lugar con perfumes para ungir al difunto. Finalmente, hicieron rodar una piedra para tapar la entrada mientras que, sentadas frente al mismo, se encontraban María Magdalena y “la otra María”. De nuevo, los escuetos datos que proporcionan los evangelistas eran insuficientes para los artistas, que tuvieron que completar sus composiciones con los hechos que aportaban los visionarios y las escenas que se interpretaban en los autos sacramentales. Si bien durante la Edad Media solo aparecían, junto al cuerpo inerte de Jesús, José de Arimatea y Nicodemo que, subidos en una escalera, desclavan sus pies y sus manos y lo descienden de la cruz, y María y Juan, que lo reciben, tras la contrarreforma los personajes se multiplican, apareciendo asistentes que ayudan a bajar el cuerpo y otros que se muestran apesadumbrados, destacándose María Magdalena, que llora y se lamenta junto al cuerpo y besa las manos o los pies de su maestro. La Virgen abraza a su Hijo y, cuando se desmaya, es sostenida por las Santas Mujeres.
Acto seguido, el arte crea una conmovedora escena, la Lamentación, en la que el cuerpo de Cristo es depositado en una piedra, la piedra de la Unción y su Bendita Madre toma en sus manos su cabeza para besarla mientras que la Magdalena acaricia sus pies. Los acompañantes se disponen a su alrededor con gestos de dolor y aflicción. No puede faltar el discípulo amado, que llora desconsoladamente.
Finalmente, el cuerpo de Cristo es depositado en el sepulcro. Nuevamente gestos de rabia y desesperación inundan las composiciones en las que José de Arimatea y Nicodemo sostienen el cadáver sobre el sudario para disponerlo en el interior de la tumba, que en muchas ocasiones es interpretada como un lujoso sarcófago. Recordemos la magistral escena concebida por Pedro Roldán para el retablo de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla (1670-1673), en la que el majestuoso cuerpo de Nuestro Señor está suspendido sobre una sábana cuyo extremo es sostenido por san Juan, mientras que su Bendita Madre y las Santas Mujeres se lamentan en un segundo plano[58] (Fig. 12).
Fig. 12. Pedro Roldán. Entierro de Cristo. 1670-1673. Retablo Mayor. Iglesia del Hospital de la Santa Caridad. Sevilla.
El primer día de la semana, María Magdalena, acompañada de las Santas Mujeres fueron al sepulcro con perfumes y vieron que la piedra había sido retirada. Un ángel[59] con vestido resplandeciente les anunció que el cuerpo de Cristo no estaba allí porque había resucitado. Ellas, asustadas, fueron a dar la noticia a los discípulos como les había pedido el ángel. Estas mujeres son las protagonistas de las composiciones que simbolizan la Resurrección del Señor, tres días después de su muerte junto al ángel que, sentado sobre la sepultura, lo señala. Sin embargo, a partir del siglo XI se crea una nueva escena en la que es Cristo quien sale de la tumba, cubierto solo por el perizoma o envuelto parte de su cuerpo en el sudario y mostrando las heridas de las palmas de las manos; los artistas incorporan una bandera blanca con una cruz simbolizando su victoria sobre la muerte.
5.COMPASSIO MARIAE
En la Edad Media comienzan a popularizarse imágenes de la Virgen Dolorosa, aunque ya desde antiguo fue asimilándose entre los cristianos la idea de una pasión de María paralela a la de su Hijo. Según cuenta santa Brígida en sus Revelaciones, la Madre de Jesús se le apareció para comunicarle: “Su dolor era mi dolor […] su corazón era mi corazón”. Así, la Compassio Mariae, la “con-pasión” de María, se muestra paralela a la Passio Domini, la Pasión del Señor[60].
Entre las obras que presentan el sufrimiento de la Virgen, son especialmente relevantes las que interpretan plásticamente los relatos de la Pasión y Muerte de su Hijo narrados en los evangelios, realizadas de forma realista para conmover la piedad de los fieles. No obstante, los artistas se prodigaron en otros tipos iconográficos que simbolizan su dolor, recurriendo a metáforas visuales en las que se enfatiza la humanidad de la Virgen, al aparecer como madre de un tierno infante que contempla apenada cómo su hijo juega con la cruz, la corona de espinas y los clavos o le enseña las llagas.
En unas ocasiones la Virgen muestra la alegría por el nacimiento de su Hijo, que se opone a su angustia al contemplarlo y vaticinar lo que le va a ocurrir, tipo iconográfico denominado por Trens El Niño sueña la Cruz. Los artistas desarrollan este tema disponiendo al Niño dormido junto a una pequeña cruz y a su madre mirándolo ensimismada con las manos unidas sobre el pecho o en actitud de oración. En ocasiones están acompañados de san Juan Bautista que mira al espectador demandando silencio o señala al nuevo Cordero que va a ser sacrificado; a veces también le flanquean unos ángeles que portan instrumentos de la Pasión. En ocasiones, el Niño está despierto y mira o abraza la cruz, mientras que su Madre lo contempla arrobada, como la presenta Luis de Morales en La Virgen de la Rueca (siglo XVI).
Un nuevo tipo iconográfico es la Madre Desairada, en el que María ofrece su pecho desnudo al Niño y él lo rechaza para estrechar entre sus manos la cruz. Es, como escribe Trens, uno de los temas “más expresivos, crueles y enternecedores”[61]. Algo menos descriptiva y más simbólica es la conocida como Virgen de la Vid o del Racimo, composición que presenta a la Madre de Dios sosteniendo a Jesús en su regazo mientras este está comiendo uvas o se las está ofreciendo a la Virgen, clara alusión a la sangre que va a derramar en su agonía.
5.1.Los siete dolores de la Virgen
No obstante, son las imágenes narrativas, inspiradas en los textos evangélicos, las que más se prodigan en los siglos del Barroco. Los sagrados evangelios narran los episodios que conforman los sufrimientos que padeció María desde la tierna infancia de Jesús hasta su muerte en la cruz. Estos episodios están compendiados en los llamados “Siete Dolores de la Virgen”, devoción que data de finales de la Edad Media. Fue en Holanda donde se fundó la primera Hermandad de los Siete Dolores de María[62], idea que se extendió muy pronto por toda Europa, alcanzando esta devoción una gran difusión que se acrecentó gracias a los escritos piadosos.
Una vez fijado el número, había que concretar los pasajes correspondientes a cada uno de los dolores, creándose diversos grupos, algunos de ellos con variantes muy poco significativas. Finalmente, el que va a prevalecer en las representaciones barrocas es el que está formado por: Circuncisión/Profecía de Simeón, Huida a Egipto, El Niño perdido en el Templo, Encuentro de Jesús y su Madre camino del Calvario, Crucifixión, María recibe el cuerpo de Jesús y Jesús es colocado en el sepulcro.
Los tres primeros dolores se relacionan con la infancia de El Salvador. El primero corresponde a dos episodios narrados en el evangelio de Lucas: la circuncisión y la presentación en el Templo. Según la ley mosaica, Jesús fue circuncidado a los ocho días de su nacimiento[63], recibiendo en ese momento su nombre (Lc 2,21). Es, asimismo, la primera vez que derrama sangre, considerándose prefiguración de la que va a verter en su Pasión, de ahí que se considere uno de los Dolores de la Virgen. Es tradicional que los artistas representen este episodio en el interior del Templo[64], en el que aparece un altar —como símbolo de sacrificio— sobre el que es depositado el Niño desnudo en presencia de José y María, o sostenido por un sacerdote, mientras que el viejo mohel lo opera con un cuchillo. A veces Jesús soporta con entereza,