Manos y pies están fijados a la cruz con clavos, que fueron “hallados”, según una conocida leyenda —que tiene múltiples variantes—, años después de que santa Elena encontrase la cruz[48]. Sin embargo, en los evangelios canónicos, la única referencia —aunque indirecta— a los mismos y a las heridas originadas por ellos se encuentra en el evangelio de Juan, en el episodio en el que los discípulos le dicen a Tomás que han visto a Jesús y él no lo admite, diciendo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. (Jn 20,25). Los agujeros de las manos la mayoría de los artistas los disponen en las palmas, aunque en los últimos años muchos pintores y escultores los sitúan cercanos a la muñeca, interpretando plásticamente los preceptos de los médicos.
Los pies suelen cruzarse para ser atravesados por un solo clavo, que hace que el cuerpo se curve y exprese la agonía que está padeciendo. Generalmente es el derecho el que se superpone al izquierdo. Así se representan en gran número de obras, sobre todo a partir del Renacimiento, aunque los cuatro clavos no desaparecen; al contrario, algunos teóricos inciden en la conveniencia de disponer los dos pies clavados sobre el supeddaneum, como Francisco Pacheco, que introdujo un capítulo en su tratado El arte de la pintura, siguiendo lo escrito por Angelo Rocca (1609), que tituló “En favor de la pintura de los quatro clavos con que fue crucificado Christo nuestro Redentor” (Libro III, cap. 15) que incluye, además, una reflexión de Francisco de Rioja (1619) que defiende esta postura y la argumenta apoyándose en escritos de autores antiguos. Escribe Rioja: “Francisco Pacheco […] a sido el primero que estos dias en España ha buelto a restituir el uso antiguo con algunas imagines de Cristo, que a pintado, de cuatro clavos, ajustándose en todo a lo que dizen los escritores antiguos; porque pinta la cruz con cuatro extremos, i con el supedaneo en que están clavados los pies juntos, vese plantada la figura sobre el, como si estuviera en pie; el rostro con magestad y decoro, sin torcimiento feo, o descompuesto, assi como convenía a la soberana grandeza de Cristo nuestro Señor”[49]. En 1614, el tratadista puso en práctica esta teoría en su obra Cristo en la Cruz (Instituto Gómez Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta, Granada).
Los dictados de Pacheco fueron seguidos por algunos pintores, entre los que destacan Velázquez, Alonso Cano o Zurbarán[50]. Sin embargo, este último adopta para algunos de sus crucificados (1650, San Lucas como pintor ante Cristo en la cruz, Museo del Prado) los cuatro clavos, atravesando cada uno de ellos los pies cruzados, solución que ya había experimentado Martínez Montañés algunos años antes en su magnífico Cristo de la Clemencia (1604-1606, catedral de Sevilla) (Fig. 11). De esta forma lo contempló santa Brígida de Suecia como expone en sus Revelaciones: “Cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos clavos, de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron”.
Fig. 11. Juan Martínez Montañés. Cristo de la Clemencia. 1603-1604. Sacristía de la catedral de Sevilla.
En la Edad Media se creó una deliciosa leyenda en relación sobre quién forjó los santos clavos. El protagonista indirecto es un herrero a quien los romanos, cuando Jesús iba camino de El Calvario, le habían encomendado la tarea, pero este la rechazó argumentando que sus manos estaban enfermas y quemadas. Sin embargo, Hedroit, su esposa, enfadada por la idea de perder a un cliente, no creyó en un primer momento a su marido, aunque al mirarlo se dio cuenta de que, efectivamente, un hecho portentoso las había dejado inservibles. Sin perder tiempo, la mujer, que estaba enfadada con Cristo y quería hacerle sufrir, cogió un martillo y fabricó los clavos en el yunque de su marido[51].
Aunque no hay consenso entre los artistas, la corona de afiladas espinas suele ceñir la cabeza de Cristo crucificado, incrementando, aún más si cabe, el dolor y la angustia. Un escalofriante relato de Brígida de Suecia impone su protagonismo: “Se la apretaron tanto que la sangre que salía de su reverenda cabeza le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer”. De hecho, nuestros artistas salpican de gotas el rostro de El Redentor, mostrando su lenta agonía.
La cruz en la que Cristo murió se ha representado tradicionalmente escuadrada e immissa —cruz latina— o commissa —en forma de T—; no obstante, a finales del siglo XIII y principios del XIV fueron muy característicos los “Crucifijos dolorosos”, esculturas provenientes de Alemania —aunque también aparecen en pintura—, donde el cuerpo del Señor es fijado en la llamada cruz en ípsilon u horquillada, cuya forma se debe a la identificación de la misma con un árbol.
Y ese árbol es el del Paraíso, el árbol por el que el Adán, el primer hombre, hizo entrar la muerte, que se corresponde con otro madero, el de la cruz, que devuelve la vida, como escribió san Ambrosio: “Mors per arborem, vita per crucem”. Dicho paralelismo entre el hombre que proporcionó la ruina y la muerte a la humanidad y el que la salvó se encuentra simbolizado en la “Leyenda de la buena cruz”, historia que con numerosas variantes fue muy popular durante la Edad Media[52]. En ella se narra que Eva, cuando su compañero se encontraba cercano a la muerte, envió a su hijo Set al Paraíso a buscar un aceite salvador que brotaba del árbol de la vida, y cuando volvió plantó un tallo en la boca de su padre que ya había fallecido; de él creció un nuevo árbol cuyas ramas se convirtieron en los maderos de la cruz en la que Cristo falleció. Otras leyendas completan su historia, y entre ellas la más conocida es la que narra el descubrimiento de la misma por santa Elena, la madre del emperador Constantino, que tras un sueño en el que se le apareció una cruz que le ayudó a obtener la victoria sobre Magencio, se convirtió al cristianismo. Apremiada por su hijo, Elena viajó hasta Jerusalén para tratar de encontrar la Sagrada Reliquia y la halló enterrada —junto a las otras dos en las que murieron los ladrones— tras demoler un templo que habían construido los romanos en honor de Venus. Es también conocida la forma en la que descubrió cuál de las tres era la verdadera, ya que para que no hubiera equívocos mandó que fueran erigidas en un lugar público y ante ellas se dispuso un féretro con un difunto que resucitó en el momento de tocar la “Vera Cruz”.
Muchos de sus seguidores, mujeres y hombres, contemplaban desde lejos todo lo que estaba sucediendo, pero algunas personas, posiblemente las más allegadas, se encontraban junto a Él, según relata el último evangelio. Estos eran Juan, su madre, la hermana de su madre y María Magdalena. Nuevamente pronuncia, para despedirse de ellos, unas frases rotundas, casi desesperadas, dirigidas a su discípulo amado: “Ahí tienes a tu madre”; y a la Santísima Virgen: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, simbolizando la maternidad espiritual de María con relación a los creyentes que son encarnados por Juan. La disposición de la Virgen junto a la cruz se fomentó por el Stabat Mater dolorosa, canto litúrgico del siglo XIII atribuido a Jacopone da Todi. En las composiciones artísticas pueden aparecer flanqueando la cruz, María a la derecha y Juan a la izquierda, de pie o arrodillados, mostrando su desconsuelo, aunque en ocasiones la Madre de Dios se desmaya, presa de la angustia, y es sostenida por las Santas Mujeres. Por su parte, María Magdalena muestra su sufrimiento con desesperación, abrazando la cruz, limpiándola, besando los pies de Cristo o secándolos con sus cabellos, que suele mostrar alborotados.
Cuando ya todo estaba cumplido, dio un grito y expiró, encomendando a su Padre su espíritu. El velo del Templo[53] se rasgó en dos y la tierra, que no podía permanecer impasible ante el acontecimiento, tembló, las rocas se rompieron, los sepulcros se abrieron y muchos difuntos salieron de ellos y resucitaron. Antes, hacia la hora sexta, el sol se eclipsó[54] y una gran oscuridad se apoderó del lugar, señales inequívocas que habían sido anunciadas por los profetas. Al ver esto, el centurión exclamó: “Verdaderamente este era Hijo de Dios”.
Inmediatamente después, según el evangelio de Juan, para que no quedasen los cadáveres en la cruz el sábado, los judíos