En el colegio, Ilmur apretaba los dientes y callaba, pegaba la cara al brik para beber el batido de cacao, se desahogaba después del colegio y saliendo de marcha los fines de semana, pero luego volvía a casa y le soltaba a usted un chorreo durante la cena. ¿Esa gente no se había enterado de nada? ¿Cómo podían ser tan asquerosamente superficiales? ¿Por qué creían que solo los izquierdistas tenían derecho a organizar la moral del mundo? ¿Por qué se enfurecían con la violencia de Pinochet, pero les resultaba indiferente la violencia de Fidel Castro? ¿Por qué los sufrimientos de las mujeres —por ejemplo, las violaciones— eran mucho más importantes que los sufrimientos de los hombres —por ejemplo, el suicidio—? ¿Por qué su propia justicia les parecía mucho mejor que la justicia de otros? Era imposible opinar algo distinto que ellos, ¡imposible! Simplemente te hacían callar soltando barbaridades y llamándote mala persona. Por llevar zapatillas Nike. Por afeitarte los sobacos. Por pensar que no estaba bien que Sadam Huseín gaseara a sus propios súbditos y que los talibanes tirasen ácido a sus mujeres y no les permitieran conducir coches. Por seguir las noticias deportivas. Por no querer leer No Logo y afirmar que Michael Moore quizá no era un buen ejemplo, porque ni siquiera era capaz de caminar bien con esa enormidad de grasa que tenía. Simplemente por hacer preguntas: nada alteraba tanto el resplandor de la justicia como las preguntas simples. Y siempre hacían como si fueran ellos las auténticas víctimas. Probablemente, las peores. Acosaban a todo el mundo —tiraban huevos contra las casas de los que estaban en desacuerdo con ellos, reunían firmas, quemaban fotos, levantaban puños, empujaban y exigían que les pidieran disculpas— y luego se enfurecían, indignados, si alguien se atrevía, simplemente, a regalar a sus hermanos o hermanas pequeños un jersey del color equivocado (¿Qué clase de bárbaro regala un jersey rosa a una chica? ¿Por qué no venderla directamente a una incubadora de esclavas del patriarcado?). Y que Dios proteja a quienes se burlaran del grupo. Los despellejaban.
Le duelen los muslos; respira hondo y cierra los ojos. El mundo explota dentro de su mente.
Dentro.
Fuera.
Dentro.
Fuera.
Usted no tuvo nunca ideas propias sobre política, las copiaba. Su eslogan era siempre pensar sobre todo en quienes estaban más cerca de usted, preocuparse de que vivieran aceptablemente. Todo lo demás quedaba en segundo plano. Y tampoco se daba cuenta de que era muy importante quiénes mandaban en qué, pero todo eso acabaría, de todas formas, y la vida seguiría siendo tan jodida después como lo era antes. Las ideas políticas eran un privilegio de quienes no tenían muchas más cosas en que pensar, de jovencitos y universitarios. Usted siempre se había considerado abierta de miras y se había puesto el objetivo de inculcar a sus hijos la tolerancia y la paciencia frente al mundo. Pero no llegó mucho más allá. Usted jamás comprendió del todo qué recorrido seguía Ilmur o cómo recibía las ideas que usted le transmitía. Pero lamentaba que su hija no encajara con sus amigos, a muchos de los cuales conocía desde la guardería, y claro, estaba lo de los animalitos de circo, Ilmur dejó por completo de exhibir sus habilidades ante los invitados y se pasó años sin hablar al revés.
Postura del triángulo
Se oyó un extraño crujido en sus muslos y usted se estremeció un poco. A veces acariciaba la idea de que todo ese caos de género de Hans Blær no era más que oportunismo, que le proporcionaba a elle una cierta coartada y sucedía siempre en algún momento sospechosamente conveniente. Durante un tiempo, la buena gente no podía condenarle; elle podía ir mucho más lejos que esos obesos hombres enchaquetados que trabajaban en los bancos. Al principio, después de la operación, fue como si sus culpas se hubieran aplazado temporalmente. O como si se hubieran cancelado las deudas por exceder la línea de crédito, de modo que podía volver a empezar con una página en blanco. En todas partes surgían teorías sobre su conducta a lo largo de los años, disquisiciones de psicología analítica que partían de que su disforia de género y la vergüenza innata por su carácter intersexual le hacían incapaz de no sentirse ofendido por el mundo, hasta el punto de excluirlo. Como ya quedó dicho, todo es culpa de ella. Todo es siempre culpa de la madre. Las cadenas de Facebook eran interminables; las exclamaciones en Twitter, como si el mundo se hubiera rajado, y por primera vez desde que elle asomó la cabeza, parecía aceptable romper una lanza públicamente en favor de Hans Blær. No es que nadie lo hubiera hecho hasta entonces, pero eran solo trols de derechas, la gente incómoda, «la mala gente», mientras que ahora alzaba la cabeza la gente con convicciones morales, todos a la vez, para reclamar un «espacio» para Hans Blær; pedían comprensión y exigían que las cosas se situaran en el contexto adecuado. «Hans Blær es resultado de una sociedad cargada de prejuicios; nosotros, los hijos de una clase media blanca, heterosexuales e inocentes, debemos estar siempre prevenidos ante nuestros juicios sobre quienes están subordinados a nosotros en la sociedad nacional», escribió en Facebook, por ejemplo, un poeta con muchos likes.
Hombres burgueses de mediana edad se abalanzaron a sus blogs y preguntaron, tomando como base de apoyo principios bien asentados, si «la política identitaria» pretendía ponerlo todo patas arriba. Si la gente ya no era responsable de sus propias palabras y actos, sencillamente porque la identidad —ese nebuloso concepto neomarxista de los ciudadanos universitarios— la han borrado del mapa. ¿Por qué una persona trans tiene que pretextar una táctica defensiva —«solo estaba bromeando» o «soy acosado y perseguido, toda mi violencia es autodefensa»— que no estaba permitida a las personas cis, por muy poco educadas que fueran, ni a los desdichados en paro cuya única arma y protección en la vida era una red de comentarios, a menos que nos refiramos a la hora de los oyentes de la infame Radio Saga? Era cosa sabida que había que «promocionarse» —daba igual lo que uno pensara sobre las excepciones morales—, pero ¿acaso lo hizo Hans Blær alguna vez? ¿No se dedicaba Hans Blær, esa rata de alcantarilla de la libertad de expresión, más que a ninguna otra cosa, a denigrar a los más humildes? ¿Qué importaba, entonces, que elle no hubiera nacido en la clase más pudiente de la sociedad?
¿Qué diría toda esa buena gente cuando él avanzara la generalización de que nadie nace en un cuerpo equivocado, sino que todo es una elección de identidad sexual? Los más o menos heterosexuales, cisgénero, estudiantes universitarias, ¿tenían que presentar, frente a la experiencia vital de elle, el solo argumento de que ellas poseían una titulación universitaria que explicaba cómo vivía elle su propio caos sexual? ¿Qué tenía que decir la gente si él afirmaba que follaba a todos sus varones como mujer y a todas sus mujeres como varón, porque la homosexualidad era algo asqueroso? ¿Era simplemente una broma? ¿Y si elle se presentaba en una iglesia con una cruz en el pecho y plegarias en los labios y respondía a todas las preguntas sobre su relación con Dios con lo que parecía humilde sinceridad, hasta que le pedían que pronunciara el sermón del día y entonces aprovechaba la ocasión para insultar a la Iglesia, a la homosexualidad, a las religiones establecidas, a los discapacitados, a las mujeres y de vez en cuando hasta a Cristo mismo? ¿Para afirmar a continuación que elle estaba culminando la obra de Dios? Alargabais la mano hacia elle —el depredador que dirige el debate— y tan solo agarrabais el vacío porque elle no admitía ser nada de lo que era, y rechazaba el mundo como prejuicio o como corrección política vociferante. Se burlaba de las víctimas con los criterios de los actores y de los actores con los criterios de las víctimas, y si las carcajadas no eran suficientemente estruendosas, contaba entre lágrimas cuando abusaron también de elle, y en el mismo instante confesaba que probablemente elle también habría sido culpable de un sinnúmero de delitos sexuales, «pues el mundo es un valle de lágrimas de idiotas que se malinterpretan unos a otros con serias consecuencias, incluso en apenas tres segundos». ¿Qué haces entonces? ¿Qué respondes?
Usted no respondía. Usted mantenía la boca cerrada, respiraba y se estiraba.