Hans Blær dejó enseguida de maldecir, se metió el móvil en el bolsillo de la bata, entró en el dormitorio y arrambló con las prendas de ropa que encontró más a mano, descolgó el portátil del gancho de la puerta, corrió descalce por el parqué otra vez hacia la puerta, donde se calzó a toda prisa unos zuecos Birkenstock, y salió al pasillo a todo correr. Su apartamento estaba en el segundo piso de un bloque, y lo primero que se le ocurrió fue despertar a algún vecino, pero luego pensó que las puertas de los demás no supondrían un obstáculo más fuerte que la suya propia, y no le resultaba apetecible morir en los brazos de ninguna de las personas que vivían allí —ni de la vieja de enfrente, la de los gatos, ni de los inquilinos Airbnb holandeses ni de Gunnar, el auditor, el del piso de abajo—. En bata, sin maquillar, con un nudo en la garganta. Si vas a hacer que te maten a golpes, lo mínimo es plantarse como un hombre, no acurrucade y con un jubilado cagado de miedo administrándote los primeros auxilios.
Hans Blær bajó corriendo los cinco escalones, pasó sin ser viste por delante de la puerta exterior del bloque que Flosi el Cabrón y su hermano estaban intentando arrancar de raíz, bajó al sótano, abrió la puerta del lavadero y esperó. Fue justo a tiempo, porque los gigantes entraron un momento después, subieron las escaleras a todo correr y empezaron a armar estrépito en la puerta del apartamento por el mismo procedimiento anterior, antes de que elle consiguiera salir a la calle. «¡Hans Blær Viggósbur, vas a morir!». Y fue entonces cuando se acordó del chico.
Viktor.
Maldita sea.
Hans Blær Viggósbur
Señoras y señores oyentes de Lollari, os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón por poneros en contacto conmigo, pero los relatos desmedidos sobre mi derrota, mi ruina, mi muerte, mi deshonra y el incendio de mis propiedades son exagerados: Vivo, pataleo y me meneo, aunque los medios de comunicación me achaquen culpas imaginarias y yo permita a los psicólogos (lol) que inventen cataclismos con su afamada inspiración.
No ha pasado ni una noche entera desde que la policía llamó a la puerta de Samastaður, ni media hora desde que me vi obligade a huir, y las historias que por gracia de los dioses he podido leer sobre mí misme en los medios que se autodenominan «tradicionales» o incluso «críticos» (je je) deben de contarse por docenas. Ciertamente es divertido leerlas, igual que es divertido mirar un insecto que se ha quedado patas arriba y patea con la esperanza de volver a poner las patas en su sitio, pero ¿no resulta un poquitín lamentable? En serio.
Hace 22 h y 11 m. 622 likes. 181 comentarios.
KARLOTTA HERMANNSDÓTTIR
Usted entró como una tromba en el vestuario y miró a su alrededor. Llegaba tarde, pero la clase de yoga no había empezado aún. Las individuas vestidas de batik y olorosas de aceites esenciales a las que usted llamaba sus amigas estaban aún frente a las taquillas vistiéndose en silencio y haciendo estiramientos. Callaron y apartaron la mirada cuando apareció usted en la puerta, y usted intentó aparentar que no había nada raro, aunque se había dado perfecta cuenta. Si fuera de verdad amiga de sus «amigas», habrían querido hablar en privado con usted, una a una, para enterarse de «lo que había pasado». Cara a cara, las dos solas. Le harían preguntas crípticas: «¿Qué tal estás?», y pondrían cara de no estar preguntándole por Hans Blær, sino por cualquier otra cosa, para no verse obligadas a decir: «Lo vi en internet, ¡pero es que ha perdido la cabeza!».
Y sí. Sí, exacto. Elle había perdido la cabeza más de lo debido. ¿Cómo se siente usted, de verdad, con todo eso?
Después de quitaros abrigos de entretiempo, jerséis de fibra y pantalones vaqueros, una vez que vestíais la ropa de yoga, ecológica, ceñida pero cálida, os ibais instalando una a una en el dojo. La maestra lo llamaba así (dojo), y a sí misma se llamaba gurú. Cuando vosotras pensabais en el dojo, era algo distinto lo que se os venía a la cabeza. Algo más violento, donde unos hombres jóvenes se golpeaban violentamente unos a otros en plena cara. Pero quizá hacían falta más de cuatro paredes, filosofía oriental y buena voluntad para llamar dojo a una habitación. Os instalabais entonces, diez mujeronas rollizas, sobre las esterillas nuevas de yoga con colores infantiles —rosas y azules— que, pese a ser nuevas, ya habían empezado a oler a secreciones de mujeres en la cincuentena.
Usted era la mayor, 58 años, y la única que ya había terminado la menopausia. Usted no le concedía especial importancia, aunque a todas debería resultarles fácil de ver, porque el curso iba destinado a ayudar a las mujeres «a sobrellevarlo», como decía la gurú Guðlaug, la que llamaba dojo a la habitación. Usted nunca admitiría que ya había dejado de ser mujer, aunque pensara que tampoco tenía tanto apego a esa denominación. Pero usted sabía que había dejado de ser mujer, con tanta seguridad como sabía que Hans Blær seguía siéndolo o no lo había sido nunca, según a qué médico se preguntara.
Elle nació con ese gusarapo entre las piernas. Un órgano al que nunca se llamaría nada que no estuviera influido por lo que no era en absoluto. Falso falo. Clitopene. Cosas así. Y usted nunca se perdonaría a sí misma por no haberla puesto inmediatamente en manos del médico para que la operara, y luego, mejor que nada, a un convento. Así habrían solucionado sus padres aquel horror. Como si nunca hubiera existido. Pero usted no era sus padres. Usted era más pusilánime. Usted se dejaba arrastrar por el espíritu de los tiempos —en aquellos tiempos se cortaban prácticamente todos los gusarapos, muchas veces sin preguntar siquiera a los padres—. Pero, claro, usted tenía amigos «liberales» que la convencieron. Que le dijeron que «eso» —sí, decían «eso», lo recordaba perfectamente— no era más antinatural que cualquier otra cosa. Y el médico aquel. Él dijo que no había ningún motivo para que un individuo nacido con un gusarapo en vez de… una chocolatina entre las entrepiernas… tuviera que ser desdichado, o un marginado de la sociedad, o inservible socialmente. Ningún motivo. Al contrario, un individuo así podría sacar fuerzas de su particularidad, un individuo así había de tener un punto de vista único sobre la sociedad patria, desligado del «milenario encajonamiento del pensamiento patriarcal». Usted lo recordaba como si lo hubiera oído ayer.
Y así era todo también en casa. No había trabas para Hans Blær, a quien su peculiaridad proporcionaba una gran «fuerza».
Y todos estaban de acuerdo en que el gusarapo estaba más cerca de ser una vulva que un falo, y aunque usted no dejara que se lo cortasen, crio a Ilmur como niña. Le dio nombre de niña. Le dio vestidos. Le dio cepillos para el pelo y la enseñó a hablar de sí misma en femenino. Fue culpa de usted. Que ella sería dichosa, y no dichoso. Se le pasó por alto que pudiera ser dichose. Eso no había llegado aún.
Postura fácil
Estuvo a punto de dejarse caer en la colchoneta de yoga y echarse a lloriquear como una tonta, pero en el último momento se dominó y se sentó con las piernas cruzadas sobre la parte más carnosa de su cuerpo. Probablemente eran solo las mujeres quienes adquirían semejantes posaderas. Las mujeres avejentadas quizá siguieran siendo mujeres, después de todo, igual que los radiocasetes seguían siendo aparatos de reproducción de sonido. Mujeres con culos gordos y cuerpos inútiles. El tatami olía a la menopausia de todas esas mujeres. Usted ya no olía a nada. La gurú Guðlaug conectó un pequeño iPod con un delgado cable que se extendía por el lado izquierdo de su esterilla, y de los altavoces brotó música para meditación. La música estaba interpretada con un instrumento cuyo nombre usted desconocía. Una especie de cítara, mandolina, guitarra trans o violín extraño, o una combinación de todo a la vez. Las señoras se miraban de reojo unas a otras y sonreían como si compartieran un secreto, pero a usted no le sonreía ninguna, y usted no tenía ningún secreto guardado.
Usted hacía lo que ordenaba la gurú Guðlaug, levantaba