Su historia es fascinante. En ella han participado filósofos, autoridades religiosas, médicos, físicos, químicos, matemáticos y psicólogos, junto con profesionales de las más diversas disciplinas, por lo que existe un acervo extenso y absolutamente magnífico sobre este órgano. Como fue anotado previamente, investigadores dedicados a su estudio han recibido el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 17 oportunidades (1, 2).
Este capítulo presenta los principales hitos y descubrimientos desde que este órgano fue mencionado por primera vez en la historia de la humanidad (3, 4) hasta la era contemporánea.
Figura 1.1. Cara lateral del encéfalo
Fuente: Adaptado de Patrick J. Lynch y C. Carl Jaffe. Wikimedia: http://agrega.juntadeandalucia.es/repositorio/13102016/cc/es-an_2016101312_9125124/11_segn_su_localizacin.html
Figura 1.2. Cara medial del encéfalo
Fuente: Adaptado de Patrick J. Lynch y C. Carl Jaffe. Wikimedia: http://agrega.juntadeandalucia.es/repositorio/13102016/cc/es-an_2016101312_9125124/11_segn_su_localizacin.html
Corazón o cerebro, ¿dónde radica nuestro ser?
Si en este momento nos preguntasen a cualquiera de nosotros ¿cuál es la estructura del cuerpo donde radican funciones como el pensamiento, la capacidad de razonar, memorizar o comunicarnos?, es evidente que todos contestaríamos que en el cerebro. Sin embargo, esto no fue tan obvio en el pasado. Durante más de quince siglos prevaleció la denominada ‘teoría cardiocéntrica’, que atribuía al corazón esas funciones. Los primeros datos sobre lo anterior provienen del Antiguo Egipto, civilización famosa por la forma como desarrollaron el proceso de momificación, y en el cual no tenían en cuenta el cerebro del difunto para que quedase conservado para la eternidad (5, 6). Se sabe que, durante el proceso de momificación, el encéfalo era extraído de la cabeza del cadáver por la nariz, o por las órbitas, gracias a un instrumento metálico curvo (6), e identificaron algunas de sus características anatómicas, mas no sus funciones, y lo consideraron como un órgano encargado de reducir la temperatura de la sangre (3, 4).
Uno de los más asiduos defensores de esta propuesta fue ni más ni menos que Aristóteles (384-322 a. e. c.), quien consideraba al corazón “la acrópolis del cuerpo”. Previamente, otras grandes civilizaciones como los árabes, los egipcios, los mesopotámicos y los hebreos habían tenido consideraciones similares (7-9). De acuerdo con esta teoría, el cerebro, un órgano grisáceo, frío, con muy poca sangre en su interior, blando y totalmente inmóvil, no podía ser el responsable de las funciones vitales y fundamentales de los humanos. Se le consideraba como un refrigerador de la sangre, bombeada por el corazón (7, 10). Este último, en cambio, era un órgano ubicado en una posición central en nuestro cuerpo, caliente, dotado de movilidad, ni más ni menos que el latido cardíaco, que presenta modificaciones en la frecuencia e intensidad cuando estamos agitados física o emocionalmente, y el cese de actividad, su inmovilidad, el paro cardíaco, va acompañado invariablemente de la muerte (8).
Hubo también, en la Antigua Grecia, algunos que consideraron que el órgano del cuerpo más apto para albergar el alma era el diafragma, que se caracterizaba, entre otras cosas, por llevar a cabo movimientos vinculados con las condiciones emocionales del individuo, agitándose y contrayéndose enérgicamente ante situaciones intensas, y disminuyendo su movilidad ante situaciones de calma. Palabras como frenología, a la que nos referiremos más adelante, oligofrenia, frenocomio o esquizofrenia, tienen en su etimología el término griego φρεν —phren— que designa el diafragma (11).
La teoría cardiocéntrica parecía incontrovertible, pero, como un oasis en medio de esta situación, hubo importantes personajes que no estaban de acuerdo con ella. Alcmeón de Crotona (siglo VI a. e. c.) fue, probablemente, el primero en oponerse dando origen a la teoría cerebro-céntrica. Afirmaba que el cerebro era el centro de la inteligencia y de la mente y no el corazón o el diafragma. Mencionaba, entre otras cosas, en apoyo a su teoría, que los nervios ópticos eran vías cuya función era transportar luz, proveniente de los ojos hacia el cerebro, pero, lo más original y casi poético de esta, era que consideraba que los ojos eran reservorios de luz. En su obra está mencionado el quiasma óptico y consideraba que los nervios eran huecos. Los denominó póroi: canal, conducto (5, 7, 10).
Pitágoras de Samos (c. 569 a. e. c.-c. 475 a. e. c.) fue otro de los pioneros en señalar que el cerebro era el asiento de la mente (12). Platón (c. 427-347 a. e. c.) proclamó que el cerebro, por su forma esférica, era el lugar perfecto para albergar la razón que, junto con el deseo, formaban el alma humana (6).
Herófilo de Caicedonia (335 a. e. c.-280 a. e. c.), brillante médico alejandrino, también consideraba el cerebro como el centro del sistema nervioso y sede de la vida intelectual. Describía el sistema nervioso como un tronco, que es el cerebro, con ramificaciones que se extienden por todo el cuerpo. Debemos a él, entre otras cosas, la distinción entre venas y arterias (5, 13). Describió los plejos coroides y la confluencia de senos venosos que lleva su nombre (prensa de Herófilo), las meninges, el cerebelo y las cavidades dentro de este órgano, así como los ventrículos, y afirmó que todas las energías del organismo se originaban en ellos (6, 10, 13). Junto con Erasístrato de Kéos (330 a. e. c.-250 a. e. c.) señalaban que el número de circunvoluciones cerebrales estaban relacionadas con la inteligencia (10).
Rufus de Éfeso (110-180 d. e. c.), uno de los maestros del médico romano Galeno, que se hizo anatomista en Alejandría, precisó las diferencias del cerebro con el cerebelo y planteó importantes aportes sobre la anatomía de las meninges y de los ventrículos laterales: tercer y cuarto ventrículo