El dulce reato de la música. Alejandro Vera Aguilera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alejandro Vera Aguilera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Изобразительное искусство, фотография
Год издания: 0
isbn: 9789561427044
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capilla de primer nivel: el compositor español Gutierre Fernández Hidalgo, quien anteriormente había desempeñado el mismo puesto en las catedrales de Santafé de Bogotá, Quito, Lima y Cuzco.52 De manera que, muy probablemente, el modelo de capilla que Salcedo pretendía implantar en Santiago era similar al que había visto en La Plata.

      Aunque no he podido determinar con certeza quién era el responsable de la música catedralicia en aquellos años, es posible que fuese el presbítero Alonso Moreno de Zárate, ya que, como se verá en el capítulo 5, se desempeñó como sochantre durante la primera mitad del siglo xvii. Sea como fuere, parece que las disposiciones de Salcedo no siempre se cumplieron, o al menos fueron implementadas de forma irregular a lo largo del tiempo. En 1667 el obispo Humanzoro, tras su visita al obispado, informaba que no había podido reformar sus distintas parroquias por el mucho trabajo que le habían demandado la propia catedral y clero de Santiago, pues «con las largas sede [sic] vacantes (que de ordinario son más dilatadas que el tiempo en que hay obispo) se relajan, de manera que ha sido menester enseñar a rezar y a cantar a los prebendados, poner estudio de gramática en mis casas episcopales para los sacerdotes mozos ignorantes y buscar pitanzas de misas con que socorrer a todos los días festivos [...]».53

      Sin embargo, un testimonio algo posterior del propio Humanzoro, sin ser del todo contradictorio, contribuye a matizar lo dicho: a comienzos de 1672 escribió al rey sobre los «buenos méritos» del clérigo Jerónimo Pérez de Arce, afirmando que había sido cura de indios y actualmente servía el coro de la catedral «con tanta y más asistencia que los mismos prebendados, y con su voz, que es excelente bajo para las músicas [...]».54 El hecho de que el obispo le asigne específicamente la voz de bajo sugiere que habrían también otros registros (tiples, tenores y contraltos); por tanto, quizá se ejecutaba en la catedral algún tipo de polifonía o «música concertada», como Salcedo hubiese deseado.

      Pese a ello, una carta enviada por el cabildo al rey unos años más tarde (1681) confirma que la «cortedad» de las rentas había impedido crear las plazas de racioneros, medios racioneros y capellanes que estaban prescritas en su acta de erección;55 y más adelante (1689), las consuetas de la catedral dictadas por el obispo Bernardo Carrasco, a las que volveré a referirme, señalan que «este coro no puede sustentar cantores y capellanes, ni los tiene [...]».56 Pero, tal como había ocurrido con Fernández de los Reyes a comienzos de siglo, una visita extranjera contribuyó a incrementar los recursos para la práctica musical. Hacia 1690 el cabildo estaba pensando en importar un órgano desde Lima; pero entonces «sucedió que por accidente vino a esta ciudad un hombre llamado don Juan Damasceno, perito en el arte de la música y en la fábrica de los instrumentos de ella, y prometió que con los fragmentos del órgano viejo y nuevos materiales haría otro con grande perfección».

      Damasceno reparó el instrumento, que «era del realejo y de lo bueno que había visto», por solo 134 pesos, cifra muy inferior a la que habría supuesto la importación de uno desde Lima. Según el cabildo el órgano quedó «como nuevo y con muy buenas voces».57 El término «realejo» implica que se trataba de un instrumento pequeño y portátil pero de fina factura, como los que se usaban «para tañerse en los palacios de los reyes» (Covarrubias, 1611). En el capítulo 2 se verá que, durante su estadía en Santiago, Damasceno construyó al menos un órgano más, pero para el ámbito conventual.

      Otro detalle es que el trabajo del organero se financió con los dos novenos reales, que el monarca había cedido a la catedral por tres años (1690-1693). Como se ha visto, este recurso era empleado por las catedrales americanas para costear todo aquello que excediera sus «rentas decimales». En este caso, además del órgano, se usó para pagar uno de tres lienzos que la catedral mandó hacer al Cuzco, donde se hallaban «los mejores pinceles de estas indias». El cuadro costó cuarenta y tres pesos tres reales, estaba dedicado a la Santísima Trinidad y era de grandes dimensiones -tres varas de largo (257 cm) por dos de ancho (167 cm).58

      Poniendo en la balanza esta información con los testimonios anteriores, puede concluirse que la vida musical catedralicia tuvo en el siglo XVII un devenir irregular, caracterizado por la escasez de recursos y la ausencia de una capilla con músicos de planta, pero también por la presencia de algunos clérigos con una sólida formación vocal, la aparición esporádica de organeros extranjeros y la posibilidad de obtener recursos adicionales por vía de los dos novenos reales o las capellanías, todo lo cual contribuía a suplir en parte las carencias señaladas.

      Durante las dos primeras décadas del siglo XVIII la situación parece haber sido similar a la descrita. El 20 de diciembre de 1699 el obispo informó al rey acerca del alicaído estado en que se hallaba el culto divino, pese al gasto en «asalariar dos clérigos que cantan epístola y evangelio en las misas». Esto hacía necesario instituir al menos dos racioneros y dos medios racioneros «con cargo de asistir al coro», pero, dada la escasez de recursos, la mejor forma de hacerlo era suprimir la plaza del chantre, que a su juicio no era imprescindible, «por no tener ministerio tan necesario como las demás dignidades [...]». Esto podría llevar a pensar que la música le parecía poco importante, pero sus palabras debieron apuntar más bien a que desde el siglo XVI el chantre nunca -o muy rara vez- se había encargado de la vida musical directamente, dado que esta función recaía en el sochantre. El rey respondió en una cédula de 20 de diciembre de 1701 que, aunque en principio la sugerencia le parecía adecuada, debía discutirse previamente con el cabildo catedralicio. Así se hizo y las opiniones fueron dispares: el canónigo Joseph González de Rivera consideró que era mejor suprimir la maestrescolía por ser menos necesaria; el tesorero Joaquín de Morales opinó que en ningún caso podía suprimirse la plaza de deán; el maestrescuela Jerónimo Hurtado de Mendoza afirmó que daba igual suprimir cualquier plaza; el chantre Bartolomé Hidalgo -como era de esperar- solicitó que no se suprimiera plaza alguna; y el deán, Pedro Pizarro Cajal, apoyó la moción de Hidalgo.59

      Entre tanta discrepancia, resultaba predecible que no se adoptara resolución alguna, como finalmente ocurrió. Pero esto no solo se debió a la disparidad de opiniones, sino también a factores estructurales que dificultaban permanentemente las mejoras que se pretendía implementar, como lo centralizado de la administración, la distancia con la corona y los conflictos bélicos que solían afectar a España. En efecto, entre la carta del obispo y la cédula real correspondiente pasaron dos años, cuestión que probablemente se explique no solo por la distancia geográfica, sino por haber sido redactada en plena Guerra de Sucesión. Pero dicha cédula tardó aún más en revisarse en Santiago, pues fue abordada por los miembros del cabildo catedralicio el 4 de agosto de 1708 (¡!), cuando el obispo de Santiago era ya otro (Luis Francisco Romero en lugar de Francisco de la Puebla González). Sin duda, el tiempo transcurrido desde la petición original debe haber influido en que el asunto quedara sin resolver.

      Ese mismo año, pero un par de meses más tarde, el obispo informaba al rey sobre el estado de «indecencia» en que se hallaba el coro: «[...] no asisten al canto llano ni a las fiestas de cualquier clase más voces que la de un solo fraile de la merced que está asalariado para esto y hace oficio de sochantre, porque el coro no tiene capellán, ni músicos, ni otra plaza. El organista es un viejo. Es necesario contratar arpistas y bajoneros».60

      Pero el culto divino y la música iban a ser objeto de una reforma radical el 30 de noviembre de 1721, cuando el obispo Alejo Fernando de Rojas dictó una serie de disposiciones destinada a que «los divinos oficios se ejerciten con aquella decorosa gravedad, circunspección y ceremonias que pide la alta Majestad a quien se consagran [...]».61 Esta reforma fue posible porque la catedral jamás había «experimentado tan crecido auge de las rentas decimales» y fue implementada en respuesta a una real cédula de 1710, en la que el monarca encargaba a su antecesor que atendiera al «mayor lustre de esta iglesia». En los párrafos que siguen comentaré las disposiciones que me parecen más relevantes, especialmente en relación con la música (véase su transcripción en el apéndice 1).

      La primera medida consistió en asignar del residuo no ochocientos, como hasta entonces se hacía, sino dos mil pesos de ocho reales «para