Horace Bardwell, Ada Hunt Chase, Mary Persis Crofts, Kelsey Flowers, Annie Stilphen, Edna Hoxie, Asher Applegate, Amos Bodge, Enoch Boyce, Jeremiah Bresnan, James G. Burpee, Curtis Chamlet, Decius W. Clark, Revellard Durcher, Jedediah Felton, Jethro Furber, Pelatiah Hall, George Hatstat, Quartus Graves, Leoammi Kendall, Truxton Orcutt, Plaisted Williams, Francis Plympton, Azariah Shove, Peter Twist; y además los miembros del club de cocina de Mt. Gilead, Ohio, 1899: Dean Booher, Floxy Buxton, Nellie Goorley, Ira Irwin, Bessie Johnson, Clara Kelly, Sadie McCracken, Clara Mozier, Josie Plumb, Sarah Swingle, Maude Smith, Anna, Belle, Deane e Ivan Talmadge, Roberta Wheeler.5
Nombres redondos, maduros y llenos de semillas como estos rara vez se encuentran y no se pueden inventar, aunque pudieran presentarse de la más dulce de las maneras. No podría haberlos vareado de ningún árbol local porque carezco de localidad. Yo no soy un hombre de Warren. ¿Qué significa ser de Warren?, ¿o a desgana mitad protestante, mitad católico?, ¿un anodino blanco medio-wasp6?, ¿de sangre alemana y escandinava tan pálida que incluso a los arios puros repugna?, ¿y con un nombre destinado a divertir, uno que, incluso en alemán, significa «callejón»7? Aunque lo soy, Gassy8 no es lo peor que me han llamado. Soy el hijo de nadie, ni padre, al parecer. Ni norteño, ni estadounidense, ni teósofo, ni erudito, ni Prufrock, ni el danés9. Y pese a todo reuní estos nombres. De un libro… libros… de las páginas que son mis calles.
Raro es que la naturaleza entre en bucle. La naturaleza repite. Esta primavera no es la primavera anterior repensada, sino meramente otra, de alguna forma la misma, de alguna forma no. Sin embargo, en una ficción, las ideas, las percepciones, los sentimientos, regresan como reconsideraciones, y cuanto más veas una parte de prosa imaginativa como una aventura de la mente, más se plegarán y se interrumpirán las linealidades de la vida. Igual que la revisión en sí está hecha de regresos meditativos, así la reaparición de cualquier tema la constituye dicho tema reviéndose a sí mismo. De lo contrario, no hay avance. Hay estancamiento. La quieta espiral de la concha, un giro, incluso un remolino, un túnel que se eleva por los aires: estas son las formas apropiadas, los contornos acertados; aun así el lector no debe sucumbir a las tentaciones de la simple ubicación, sino experimentar en el ascenso, tornar el renglón en visión panorámica, igual que un planeador que traza círculos en una corriente térmica, y sentir al mismo tiempo que como un sacacorchos desciende al interior de la materia, una profundización progresiva en torno al ojo que lee, una penetración en lo particular que es en parte el tema de «La señora Ruin»: a la vez evasión y entrada, un interior sacado a la fuerza y un afuera metido a presión, como es también el caso de mi único relato corto, «El orden de los insectos».
Horas de locura y evasión… en las que escribo versos inadecuados, leo, rabio… recojo anécdotas que como manchas se desvanecen en la página… marco el tiempo con la punta de mi lápiz… mordisqueo con los dientes la piel floja de un lateral de mi mano… elaboro intrigas y tropos igual que horóscopos… practico la catacresis como si fuese croquet… grrruño… pateo papeleras a los rincones… advierto que cuando imagino mis métodos de construcción todas las imágenes son arquitectónicas, pero cuando sueño la ficción definitiva –esa entidad animal, el inventado ser silábico– estoy tratando de vigorizar los viejos y gastados órganos robados igual que el Dr. Frankenstein… trrrituro… arrojo fajos mojados de Kleenex por un resfriado primaveral o invernal al rincón donde en su mayoría yerran la cesta… O… Ohio: Oigo el aullar de ambas Oes… juego al ring agroan the rosie…10 deambulo… devuelvo a mis calzoncillos una furiosa erección… rimo…
Entonces, ocasionalmente, en la página ante mí percibo algunas líneas que… mientras yo estaba en otra parte debieron de… sí, algunas líneas que tienen… que tienen el sonido… el verdadero silbido del espíritu. Verás cuando lean esto, digo, puede que incluso en voz alta, por encima del agua que corre por el fregadero, por encima del sonido de la lamparita de mi escritorio, el café que se enfría en la taza, el grruñido de mis tripas. Pero cuando levanto la palma de la mano derecha del papel en el que, blasfemando, la he posado, el silbido en esas palabras ya no está, y solo la lámpara canta. Hasta que tiro de su cadenita como en un retrete.
Así, la idea de un público regresa como un picor entre los dedos de los pies, ya que ahora tenemos palabras que observan palabras… no es de extrañar: ¿qué habrían de hacer los árboles de Berkeley, ocultos en sus bosques, si se enteraran, si creyeran, si supieran que desapercibidos lo probable es que no sean nada?, ¿alentar a las aves?, ¿criar ojos y orejas y frotar las hojas que les queden como billetes extranjeros? Cuando Henry James, magullado por su fracaso en el teatro, regresó a la novela con La edad ingrata, él mismo escribió la escena; creó a sus actores y les otorgó sus discursos y ademanes. Más aún, llenó de sensibilidad los espacios alrededor de ellos: otras observaciones; la perfecta vasija de aprecio: él mismo, o mejor, su escritura ambagiosa. Su método ha devenido modelo. Ahora, en la página, aunque el escenario está lleno, el teatro está a oscuras y vacío. Bombillas rojas brillan sobre las salidas. Y cuando el teatro está vacío, y el reparto continúa hablando entre bambalinas y van del aparador al sofá como si en plena emoción, ¿a quién hablan sino a ellos mismos? De repente no hay nada sino acción; las palabras imaginadas son reales; los actores son los papeles que representan; las preguntas ya no son apuntes; las réplicas son auténticas réplicas; se acabó el drama; las condiciones del ensayo han devenido las condiciones de la realidad, y la luz que como papel de colores cae a raudales de los focos es la única mañana que hay y habrá.
1. Continúa trabajando…
2. Estudia a los maestros…
3. Haz ejercicios deliberados…
4. Toma notas regularmente… agudiza esa mirada peculiar y olvidadiza…
5. Dedícate a bosquejar… detalles… exactitud…
6. Empápate de historia…
7. … la mejor palabra… la mejor palabra… la mejor palabra…
8. Asume que van a pasar cinco años hasta que des con una…
9. Espera…
Un antiguo estudiante, que había alcanzado las laderas más bajas de una revista nacional, me escribió caritativamente para pedirme que escribiese algo sobre cómo era la vida en el Medio Oeste. Sin saber muy bien si mi respuesta sería sí o no, empecé aun así a recopilar datos sobre el tema, aunque pronto quedó claro que a la revista no le interesaban los desórdenes logarítmicos de mi lirismo. En mi obra siempre he evitado lo autobiográfico, al razonar que era una trampa para principiantes en la que no pensaba caer (más sabiduría imbécil), y ahora había empezado a desconfiar de mi propio desapego. ¿Sería capaz de escribir tan pegado a mí mismo, o sería la letra B, hacia la que decía mi narrador que había navegado, la inicial de bathos11?
Vivía en Brookston, Indiana, por entonces, pero lo llamé B porque así era como se representaba a veces a las personas y los lugares en los viejos tiempos. Pamela está siempre quitándose del busto la zarpa del señor B12. En ocasiones los personajes de Turguénev esperan en un porchecito bajo que como un cinturón se ciñe a una posada o a una oficina de correos, y que se eleva igual que un chichón reciente en la carretera que va –digamos– a S., aunque todavía no haya nada a la vista cuando nos los encontramos. Igual que el lector, están a la espera de que el libro empiece. (Por su parte, las carreteras de Beckett carecen de letras, y sus personajes están a la espera de que el texto acabe). El