Un mes más tarde tenía una página, y completé la obra en un momento indeterminado de 1957.
Escribo estas fechas, hoy, y recorro estos espacios temporales con la mirada y una suerte de asombro atontado, porque me veo de nuevo obligado a aceptar la manera absurda en que mis relatos han sido compuestos a paladas: pasta sobre plasta, como esas catedrales que tienen pórticos barrocos, naves góticas y criptas románicas; ya que en ellas las obras siempre fueron lentas; pasaba el tiempo, luego volvía a pasar, los obispos y los príncipes perdían el interés; se terminaban los fondos; morían los hombres; los proyectiles hacían añicos sus radiantes vidrieras; se convertían en víctimas de robos, fuegos, curas, arquitectos, vientos; y, al haber sido puestas en servicio mientras aún estaban en construcción, el pavimento había desaparecido, los pilares estaban en estado de derrumbe, llegado el momento en el que la cúpula estaba lista para el remate en oro o las torres para doblar sus campanas; de modo que para mí la dificultad era bastante obvia: como autor naturalmente deseaba cambiar, desarrollarme, crecer, mientras a su vez cada relato quería que el escritor que lo había empezado no se apartara de él hasta el final como un padre fiel. Este dilema, igual que la bebida, casi destruyó el trabajo de Malcolm Lowry. La absurdidad ensancha como la nariz de un payaso, además, cuando uno se percata de que la estructura a la que al final se le aplica el mortero y el revoque y que se ensambla a martillazos se parece más bien a una maison de convenience que a la más modesta de las iglesias. Aun así, lo humilde y lo ridículo atienden sus necesidades igual que lo señorial y lo sublime.
En cualquier caso, se hacía necesario (siempre es necesario) reescribir las secciones más tempranas de lo que fuese aquello en lo que me viera finalmente atrapado, en consonancia con los estándares y con el estilo de la parte que en ese momento tuviese en marcha; porque, aunque pudiera parecer que en el interior de un relato el tiempo pasa, ha de dar la sensación de que el relato en sí es un borrón que hubiese goteado de una sola sacudida de la pluma.
Y cuando vuelves sobre tus pasos, incluso si tu intención es cambiarlos, la senda que ya has abierto ahonda; se hace cada vez más difícil escapar de tus errores iniciales, distinguir un modo verdaderamente nuevo de resolver problemas que se repiten; y mientras, ciertos puntos a lo largo de la ruta, como lugares en los que a menudo has caído, amenazan tu temple, de forma que te inclinas por buscar nuevos senderos que bordeen la montaña y que no requieran para cruzarla una escalada a la intemperie.
Entretanto la mente susurra al alma razones que explican por qué una línea mala es preciosa; cómo han triunfado maravillosamente todas tus estrategias; por qué ha de ser confiado tu desfile con calzado de cartón, pues quién se va a dar cuenta. Mi aprendizaje me había surtido de racionalizaciones igual que un estanque. Bastaba con largar una sola línea para pescar uno. La frase pobre, la conexión remilgada, el chiste fácil, la observación trillada, ese giro encantador que has ideado, la actitud pedante, las ideas infantiles y las innumerables aliteraciones, el baño de oro que acabas de verter sobre un párrafo: estos y otros espantos son parte de ti; provienen de la más profunda de las cavernas; y han de ser repelidos como un bebedizo imbebible sin importar lo que diga la etiqueta, ni tu grado de humillación.
Hay mucho miedo. Se asienta en el estómago como un nubarrón de ácido. Los médicos prescriben leche. Saben que en la bondad no hay calcio. Aunque indispuesto, uno trata de disponer sin fisuras sus palabras; pero tal vez, mientras escribo esto, los enunciados a los que estos enunciados se supone que han de hacer de frontal deben fundirse como carámbanos, y que punzantes desaparecen; así que, lector, cuando pases las últimas páginas de este prefacio, afrontarás un vacío pálido y pretencioso; y si eso sucede, sé quién de nosotros será el más tonto, pues los pocos céntimos gastados en este libro suponen una pequeña pérdida a raíz de un pequeño error; piensa en mí y sonríe: yo he malgastado una vida.
Mi diario empieza a balbucir… a agonizar ya. Se acabaron los pequeños planes, se acabaron los registros de melancolías y las exhortaciones gloriosas, y se acabaron también las prácticas de párrafos, como escamas atropelladas en la calle. Antes de empezar «El chico de Pedersen» los practiqué durante varios años (y también frases simples, y palabras inventadas, y sonidos que esperaba hubiesen caído de Alicia); tres de los cuales he incluido en este prefacio como trocitos de fruta sueltos en un pudin –un simple cambio de textura y algo de acción para la dentadura– y dichos ejercicios no eran sino otra idiotez, porque sabía que las palabras eran comunidades que creaban los repetidos cruces de contextos igual que las vías del tren dan forma a los pueblos, y que los enunciados no nadan indiferentes entre otros como bancos de peces de otra especie, sino que eran tramos de telaraña dentro de una telaraña, pese a la sensación propia de que el diseño interno es el del punto anudado.
Una vez más acertados con respecto al arte y equivocados con respecto al mundo, los filósofos idealistas habían argüido de igual modo, la sugerencia de Leibniz de que toda verdad era analítica, y que todos los predicados legítimos serían finalmente hallados (por Dios) encastrados como una miríada de gorgojos en un único sujeto, no era ningún dulce; pero entonces, a la inversa, ¿era un enunciado como esa flor en una pared agrietada, esa pizca de arena en la que vemos quizás un mundo, y en la que dentro de su yo sintácticamente pequeño uno podría observar la forma de una turba ajetreada?, ¿serviría la unidad de una frase bien formada como modelo para la unidad de Todas o de Cualquiera? Supongo que era eso lo que yo esperaba.
Horas de locura y evasión… horas inventando expresiones como «bésame los dientes» y preguntándome luego qué significaban… horas de locura y evasión… horas pasadas mirando objetos como si fuesen mujeres, bosquejando ceniceros, por ejemplo, y advirtiendo en uno de cristal
…los ojos, las líneas de luz, el lustre vivo del cristal; los patrones, el flujo y el reflujo; sombras, vetas; su curso como el del agua en las corrientes silenciosas con el sol en ellas; la espuma y las burbujas del cristal…
y concluyendo el estudio a lo grande (¿quién fingía ser yo? ¿Maupassant tutelado por Flaubert?) con este mandato:
Nunca menciones un cenicero a menos que seas capaz de transformarlo enseguida en el único de su especie en este mundo.
Una regla que obedecí no mencionando jamás un cenicero.
Como debería resultar obvio por mi colección de palabras referentes al cenicero, no podía aprender a ver sin, al mismo tiempo, aprender a escribir, pues las palabras, y la observación que comprenden, se funden. Si uno no tiene vida y lustre, tampoco la tiene el otro. No he hecho aquí nada por apagar una colilla en… un agrupamiento tan quemado y gris como la ceniza.
Así, oscura y fortuitamente, el azar trajo al mundo estos relatos de la nada. Los carámbanos, por ejemplo, gotearon sólidos una vez desde mis aleros. Pensé que eran notables porque parecían crecer como consecuencia de su propia aflicción, y me pregunté si mis sentimientos se helarían en mí cuando hubiesen atravesado mi altura, y si cada uno de nosotros no tendremos el tamaño exacto de nuestra consciencia solidificada; pero estas invenciones apenas se colaron en el relato que, como «El orden de los insectos», y cuanto he escrito desde entonces, es una exploración de la imagen. Me impresionó no solo su belleza, fría y perecedera, sino la sensación que tenía de que eran míos, y que, aunque un accidente los hubiese fijado a mis tripas tal como los había hecho colgar de todas partes, nadie tenía derecho a provocar su pronta destrucción. Pero donde podría reposar hoy el ojo su mirada, ¿no está magullado por los vándalos y sus víctimas? No importa. El relato lo inició este mero pensamiento, no se creó de una pieza como un carámbano debería, de tal forma que las pasiones entibiadas en otra parte se enfriaran a medida que atravesaran el texto hasta que, en el afilado extremo, ellas mismas se