No, pawpaw, pues claro que no. Sabes que no hay ninguna carretera estrecha, y, por tanto, a duras penas puede haber ningún cochino rechoncho agachado en un gran leño tirado en ninguna carretera estrecha. No. No puede haberla porque no la hay. Y porque los cochinos no se agachan, nunca. Y en los leños, no, nunca. O sea.
Oh. Bueno. ¿Hay quizás una serpiente delgada? ¿Quizás tomando el sol en una roca ancha que reposa a un lado de la carretera que discurre hasta el arroyo por el que pasa el puente?
No. Eres odioso y eres horrendo. Sabes que no hay ninguna carretera como esa. Que nunca, nunca la hubo. Lo único que hubo siempre es el puente largo y el vagón corto y el portazguero alto y el gran caballo que no podía espantar las moscas azules. Nos acordamos. Nos acordamos de eso. Queremos oír hablar de bosques.
Bosques. Sabía que habría bosques. Queréis llorar.
No. Ya no queremos llorar. Antes sí, pero ahora ya no, pero todavía queremos oír hablar de bosques, o sea que di algo sobre bosques, di algo sobre bosques.
Oh. Bueno. Bosques. Total, sabía que habría bosques.
Bueno, pues cuéntanos uno de bosques. Uno de bosques.
Recordáis los bosques igual de bien que yo. Os conozco. Recordáis los bosques.
Sí. Desde luego. Recordamos los bosques. Lo recordamos todo al respecto. Los recordamos de cabo a rabo, totalmente y por completo. Y por eso, por ese motivo, queremos volver a oírlo todo. Queremos oírlo todo de principio a fin, pawpaw. Anda. No te dejes nada. No incluyas nada. Recordamos los bosques completamente, y por eso queremos oír hablar de ellos ahora mismo, o sea que di algo, y di cómo eran, y por qué eran. Y dilo todo.
Bosques. Muy bien. Muy bien, bosques. Bueno…
Rítmicos, repetitivos, copiados, hechos de simples frases igual que pequeños bloques cuadrados (dibújame un payaso, constrúyeme un castillo, hazme un sombrero, echa al vuelo mi avión de papel), con una lógica mágica e imaginaria, sus hechos clavados con esmero a las nubes, a menudo fastidiosos, estos relatos eran ingenuas posesiones que ingenuamente poseían a sus poseedores igual que muñecas… ¿recordáis? Y los mejores eran esos que sonaban, cuando los oías por primera vez, como si los hubieses oído otras muchas veces. Por supuesto, los párrafos que acabo de disponer en la página no son el inicio de ningún relato semejante; tratan del carácter y la calidad y la construcción de dichos relatos, y, por tanto, no se asemejan a la mente infantil ni a ninguna mortalidad en absoluto.
Tras esos relatos que una vez usamos para cautivar los oídos de los niños, vinieron los calculados para colgar –no solo a ti o a mí, sino a todos– nuestras almas en el cordel de la colada igual que trapos blancos; y que fueron escritos para manipular una suerte de mecanismo universal en nuestras psiques: el romance gótico sacó provecho de la pasividad, igual que los relatos de enfermeras ponían a las niñas en su lugar, mientras la privada dureza de mirada devenía un duro y sofisticado falo. En mi adolescencia renuncié a Malory para ir en busca de empatías ramplonas. Leí sobre G-8 y sus Ases de la Batalla, sobre Doc Savage y La Sombra.3 Amenazas, complicaciones y sangrientos desenlaces se seguían unos a otros con magnitud creciente y rapidez gratificante. Las tramas cubrían mi vida igual que el mapa de un buscador de tesoros. El consuelo que contenían era tan inmenso como fullero, ya que siempre había una salida. Ahora me pregunto si ese atracón de sangre y alocada acción no tacharon en mí todo relato de trivial, infantil y vulgar. Más tarde avancé con penurias hasta Thomas Wolfe y al igual que él hice del mundo un ejemplo de Whitman y una lista de dulces. También despotriqué contra ese enemigo misterioso, el sexo opuesto, porque no era yo lo que sea que pensara que querían las mujeres que mi propia sexualidad fuera.
Si Gertrude Stein entendió los primeros principios, y mucho de su ritmo mágico e hipnótico lo cogió prestado de los cuentos infantiles (todo salvo los bosques y las brujas), Kafka se aferró a los segundos con una mano impía. Sencillamente, su especialidad no eran los desenredos.
Había desembarcado al alba, deseoso de ver las luces de la ciudad –había oído que había muchísimas–, y quizás, nunca se sabía, sacar algo de provecho de índole honrado de un vino y una conversación. Apenas había cruzado las dársenas y accedido a las calles estrechas que provenían del muelle cuando nueve sargentos de policía, que salieron a la carrera de los portales, lo atraparon con una red de plástico, y con el esfuerzo bambolearon sus charreteras y oscilaron en sus pecheras sus cadenas de plata; y lo llevaron cabeza abajo sobre el hombro derecho del más alto, un hombre de fuerza terrible, de tal forma que lo único que veía a su alrededor mientras rebotaba contra el trasero de aquel hombre eran nueve pares de soberbios pantalones y los dieciocho zapatos resplandecientes que como flechas salían de ellos, agitándose sus cordones de plata, al tiempo que veía en la calzada parches de aceite de un brillo iridiscente. Pendía con tal inclinación que varias veces su cabeza dio contra el pavimento hasta que con crueldad torció el cuello. Una vez se acordó de gritar pero una sacudida hizo que se mordiera la lengua y se atragantó con la saliva. La sangre se acumulaba por encima de sus ojos, provocándole náuseas y miedo a hablar. En aquel estado lo presentaron ante un juez que lo interrogó enseguida.
Probó a contestar, pero el juez se limitó a mirarlo, meneaba constantemente la cabeza de tal forma que de su peluca volaba polvo. Continuaron las preguntas, que recibieron las mismas respuestas que las anteriores. Pero esa sangre en sus mejillas, gritó el juez, ¡que me traigan una jofaina! Lo único que supo hacer él fue suplicar. El juez se levantó enojado y le arrojó la peluca, se levantaron nubes de polvo que lo forzaron a estornudar. El juez sacó una carpeta con fotografías que agitó una tras otra de modo que las imágenes parecían borrosas. ¡Aquí! ¿Qué dice usted a esta, señor? ¿Qué dice usted a estas? Al fin, con terrible enfado, contestó a gritos: es usted un loco, un loco, una criatura en mi pesadilla; y, de inmediato, uno de los sargentos entró y le golpeó en las manos y la cara con la correa de un reloj mientras el juez repetía con fastidio: este carece de dignidad, fijaos en su nariz.
Franz Kafka y Lewis Carroll, Laurence Sterne y Tobias Smollett, James Joyce y Marcel Proust, Thomas Mann y William Faulkner, André Gide y Joseph Conrad: ¿qué podía hacer un pobre principiante? Y de qué agarre resultaba más fácil escapar: ¿del grosero agarre del escritorzuelo o del agarre astuto de los grandes?
En cualquier caso, soltarse. Empezar. Y empecé por contar un relato para distraer de un dolor de muelas. Para distraer de un dolor de muelas tienen que darse muchísimos incidentes, algo de tensión, muchos peligros. Cuando decidí escribir el relato, lo llamé «Y despacio llega la primavera» porque esa frase fragmentada me parecía de algún modo pertinente y poética (no era el caso); pero hasta que no pasaron varias semanas no empecé a borrar la trama para hacer ficción con ella, ya que no se puede contar con que un dolor de muelas dure de por vida. Entonces, lo titulé «El chico de Pedersen», y porque pensé que me haría bien (y así resultó ser), probé a formular al relato una serie de requisitos tan claros y rigurosos como los de un soneto. Sin embargo, desde el comienzo me mostré en exceso preocupado con el tema. No había descubierto aún que eso que descubriría más tarde era para mí una regla de oro de la composición: la búsqueda exasperantemente lenta entre las palabras que ya había escrito de las palabras que estaban por venir, y la necesidad de una revisión continua, de tal forma que cada obra parecía no ser sino el primer párrafo reescrito, inflado con a veces años de escrutinio en torno a esa primera herida verbal, una de la naturaleza que uno anhela, como tan bellamente ha escrito François Mauriac: «los miembros de una particular raza de mortales que nunca pueden dejar de sangrar».
¿Pero qué sabrán los principiantes?, pues demasiado. Eso que creen que saben es lo que los convierte en principiantes. En todo caso, he aquí algunas de las indicaciones que redacté (o establecí) para mí mismo durante aquel enero de su comienzo hace casi veinticinco, no, casi treinta años.
El problema reside en presentar el mal como una visitación: repentino, misterioso, violento, inexplicable. Todo debería subordinarse a ese fin. La representación física debe ser sobria