CAPÍTULO I
EL FOGONERO
Al entrar en el puerto de Nueva York, con el barco avanzando ya más lento, Karl Roßmann, un joven de diecisiete años al que sus pobres padres habían enviado a Estados Unidos porque una criada lo había seducido y había tenido un hijo de él, notó que la estatua de la diosa Libertad, que venía observando hacía un rato, brillaba bajo una luz solar de pronto más intensa. Parecía que acabara de alzar el brazo con la espada y alrededor de su figura soplaban los aires libres.
“¡Qué alta!”, se dijo, aunque sin pensar aún en bajarse, por lo que la muchedumbre cada vez más nutrida de maleteros que le pasaba por ambos lados lo fue empujando poco a poco hasta la baranda.
Otro joven, al que había conocido apenas durante el viaje, dijo al pasar:
–Y, ¿no tiene ganas de bajarse todavía?
–Estoy listo –dijo Karl con una sonrisa y, por pura arrogancia, y porque era fuerte, se puso la maleta al hombro.
Pero al seguir con la vista a su conocido, que ya se alejaba junto a los otros balanceando ligeramente el bastón, se dio cuenta consternado de que había olvidado su paraguas en la parte baja del vapor. Se apresuró a pedirle al conocido, que no pareció muy contento, que tuviera la amabilidad de esperar un segundo junto a su maleta, echó una mirada en derredor, a fin de poder ubicarse a su regreso, y se alejó presuroso. Abajo descubrió con pesar que el pasillo que hubiera acortado mucho su camino se encontraba por primera vez cerrado, algo probablemente relacionado con el desembarco de todos los pasajeros, y tuvo que ponerse a buscar su camino con mucho esfuerzo a través de un sinnúmero de pequeñas salas, corredores que doblaban todo el tiempo, breves escaleras que se sucedían unas a otras, una habitación vacía con un escritorio abandonado, hasta que, por haber transitado este camino solo una o dos veces y siempre en grupo, acabó perdiéndose por completo. En su desconcierto, y tras no haberse topado con ninguna persona, solo haber escuchado arriba el trajín continuo de los miles de pies y percibido a lo lejos, como una exhalación, las últimas labores de las máquinas ya apagadas, empezó, sin pensarlo, a golpear una pequeña puerta cualquiera, frente a la que se había detenido en su deambular.
–¡Pero si está abierto! –exclamaron desde el interior, y Karl abrió la puerta con franco alivio–. ¿Por qué golpea como un loco la puerta? –preguntó un hombre gigantesco, casi sin alzar la vista hacia Karl.
A través de alguna claraboya en el techo caía una luz turbia, ya totalmente gastada en la parte superior del barco, sobre un camarote miserable, en el que se alineaban una cama, un armario, una silla y el hombre, bien pegados uno al otro, como en un depósito.
–Me he perdido –dijo Karl–. Durante el viaje no me di cuenta del todo, pero es un barco tremendamente grande.
–Sí, en eso tiene razón –dijo el hombre con algún orgullo, sin dejar de manipular la cerradura de una pequeña maleta, apretándola una y otra vez con ambas manos para escuchar el clic del cerrojo–. ¡Pero entre! –siguió diciendo–. ¡No se va a quedar ahí afuera!
–¿No molesto? –preguntó Karl.
–Bah, ¿cómo va a molestar?
–¿Es usted alemán? –Karl buscó asegurarse, por haber oído mucho sobre los peligros que amenazaban a los recién llegados a Estados Unidos, sobre todo de parte de los irlandeses.
–Soy, soy –dijo el hombre.
Karl seguía dudando. Entonces el hombre tomó de improviso el picaporte y, junto con la puerta, que cerró rápidamente, arrastró a Karl hacia el interior.
–No soporto que me miren desde el pasillo –dijo el hombre, volviendo a ocuparse de su maleta–. Pasa cualquiera y mira, ¿quién lo aguanta?
–Pero si el pasillo está vacío –dijo Karl, aplastado incómodamente contra el poste de la cama.
–Sí, ahora –dijo el hombre.
“Pero si se trata del ahora –pensó Karl–, qué difícil es hablar con este hombre”.
–Acuéstese en la cama, ahí tiene más espacio –dijo el hombre.
Karl se metió a rastras como pudo y se rio en voz alta tras su primer intento fallido por saltar al otro lado. Una vez que estuvo dentro, exclamó:
–¡Dios santo, me olvidé por completo de mi maleta!
–¿Dónde está?
–Arriba en la cubierta, la está cuidando un conocido. ¿Cómo se llamaba? –y extrajo una tarjeta del bolsillo secreto que su madre le había cosido en el forro de la chaqueta–. Butterbaum, Franz Butterbaum.
–¿Necesita mucho esa maleta?
–Por supuesto.
–¿Y entonces por qué se la dio a un desconocido?
–Había olvidado mi paraguas abajo y corrí a buscarlo, pero no quería cargar con la maleta. Y ahora me terminé perdiendo yo también aquí.
–¿Está solo? ¿Sin acompañante?
–Sí, solo.
“Tal vez tenga que quedarme con este hombre –se le cruzó a Karl por la cabeza–, ¿dónde encontraría en este momento un amigo mejor?”.
–Y ahora también perdió su maleta. Del paraguas ni hablar.
El hombre se sentó en la silla, como si ahora Karl hubiera captado un poco su interés.
–Yo creo que la maleta no está perdida todavía.
–Bienaventurados los que creen… –dijo el hombre mientras se rascaba con fuerza el pelo oscuro, corto y tupido–. Con los puertos, cambian también las costumbres dentro del barco. En Hamburgo su Butterbaum tal vez le hubiera cuidado la maleta, aquí lo más probable es que no queden más rastros de ninguno de los dos.
–Entonces tengo que ir arriba a ver –dijo Karl y miró en derredor cómo podía salir.
–Quédese –dijo el hombre y, poniéndole una mano en el pecho, lo empujó con franca brusquedad de nuevo hacia la cama.
–¿Por qué? – preguntó Karl enojado.
–Porque no tiene sentido –dijo el hombre–, en un ratito voy yo también, así que vamos juntos. O bien se robaron la maleta y no hay nada que hacer y puede llorarla hasta el fin de sus días, o el hombre la sigue vigilando y por lo tanto es un estúpido y entonces que siga vigilando, o bien es solo un hombre honrado y dejó la maleta allí y tanto más fácil será de encontrar para nosotros cuando el barco se haya vaciado del todo. Y lo mismo con su paraguas.
–¿Conoce el barco? –preguntó Karl con desconfianza, y la idea, más bien convincente, de que el barco vacío era lo mejor para encontrar sus cosas le pareció que ocultaba una trampa.
–Soy fogonero del barco –dijo el hombre.
–¡Usted es fogonero! –exclamó Karl con alegría, como si eso superara todas las expectativas, y, apoyándose en un codo, miró al hombre con mayor atención–. Justo delante del camarote donde dormía con los eslovacos había una claraboya por la que se podía ver la sala de máquinas.
–Ahí trabajaba yo –dijo el fogonero.
–Siempre me interesó la técnica –dijo Karl, varado en una determinada línea de pensamiento–, y seguro que más tarde hubiera sido ingeniero, si no hubiera tenido que viajar a Estados Unidos.
–¿Por qué tuvo que viajar?
–¡Bah! –dijo Karl, desechando toda la historia con un gesto de la mano.
A la vez, miró al fogonero con una sonrisa, como pidiéndole