El desaparecido. Franz Kafka. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Franz Kafka
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789877122169
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un cierto alivio, del que ni siquiera el capitán estaba exento, lo habría tenido que notar, asustado, en el fogonero mismo, que cerró los puños en los extremos de sus rígidos brazos como si esos puños fueran lo más importante y estuviera dispuesto a sacrificar por ellos todo lo que tenía en la vida. Allí se concentraba ahora toda su fuerza, hasta la que lo mantenía erguido.

      De modo que ahí estaba el enemigo, alegre y contento en su traje de domingo, un libro de contabilidad bajo el brazo, probablemente con el detalle de los sueldos y los permisos de trabajo del fogonero, y que ahora miraba a uno por uno a los ojos, admitiendo abiertamente que lo primero que quería comprobar era el estado de ánimo de cada uno de los presentes. Los siete ya eran sus amigos, porque si bien antes el capitán había tenido o quizá solo fingido tener ciertas objeciones contra él, después del disgusto que le había causado el fogonero no parecía albergar la menor queja respecto a Schubal. No había severidad que alcanzara contra un hombre como el fogonero, y si algo podía reprochársele a Schubal era que con el correr del tiempo no hubiera podido quebrar la resistencia del fogonero, de modo tal que este se había atrevido hoy a aparecer frente al capitán.

      Ahora bien, se hubiera podido suponer tal vez que la confrontación del fogonero con Schubal no dejaría de provocar ante los hombres el mismo efecto que ante un fuero superior, puesto que si bien Schubal era bueno simulando, no tenía por qué poder sostenerlo hasta el final. Un breve chispazo de su maldad debía bastar para tornarla visible a los señores, de eso ya se ocuparía Karl. A fin de cuentas conocía superficialmente la sagacidad, las debilidades, los humores de cada uno de los señores, y desde este punto de vista no había sido tiempo perdido el que había pasado allí hasta el momento. Si al menos el fogonero hubiera estado en mejores condiciones, pero parecía completamente incapaz de seguir luchando. Si le hubieran puesto a Schubal enfrente, le habría abierto su odiado cráneo a golpes de puño como si fuera una nuez de cáscara fina. Pero no estaba en condiciones ni de dar el par de pasos hasta él. ¿Por qué Karl no había previsto lo que era tan fácil de prever, es decir que Schubal finalmente vendría, si no por propia voluntad, entonces convocado por el capitán? ¿Por qué no había convenido con el fogonero en su camino hacia aquí un plan de guerra preciso, en lugar de, como habían hecho en realidad, meterse de manera atrozmente improvisada en donde encontraron una puerta? ¿Estaba el fogonero en condiciones de seguir hablando, de decir sí y no, como sería necesario en el interrogatorio que en el mejor de los casos tendría lugar de manera inminente? Parado ahí, las piernas bien separadas, las rodillas inseguras, la cabeza un poco para arriba, el aire corría por su boca abierta como si adentro ya no hubiera pulmones que lo procesaran.

      Karl, en todo caso, se sentía con tanta fuerza y en sus cabales como tal vez no lo había estado nunca en su país. ¡Si hubieran podido verlo sus padres, luchando por una buena causa en un país extranjero frente a personalidades destacadas y completamente preparado, si bien no había logrado aún la victoria, para la batalla final! ¿Hubieran revisado la opinión que tenían de él? ¿Lo hubieran sentado entre ellos y lo hubieran elogiado? ¿Lo hubieran mirado por una vez, por una sola vez, a esos ojos que estaban consagrados a ellos? ¡Preguntas problemáticas y el momento menos indicado para hacérselas!

      –Vengo porque creo que el fogonero me acusa de algunas deshonestidades. Una muchacha de la cocina me dijo que lo vio camino aquí. Señor capitán, y todos ustedes, caballeros, estoy dispuesto a refutar cada acusación en base a mis documentos, en caso necesario por medio de declaraciones de testigos imparciales y libres de influencias que están al otro lado de la puerta.

      Así habló Schubal. Ese era sin duda el discurso claro de un hombre y, por el cambio en la cara de los oyentes, se podría haber creído que por primera vez en mucho tiempo habían vuelto a escuchar sonidos humanos. A todas luces no se daban cuenta de que incluso ese bello discurso presentaba huecos. ¿Por qué la primera palabra objetiva que se le había ocurrido había sido “deshonestidades”? ¿Debería haber empezado por ahí la acusación, en lugar de por sus prejuicios nacionales? Una muchacha de la cocina había visto al fogonero camino a la oficina, ¿y Schubal había entendido todo de inmediato? ¿Sería el sentimiento de culpa lo que agudizaba su discernimiento? ¿Y ya se había traído testigos y hasta los calificaba de imparciales y libres de influencias? Canalladas, nada más que canalladas, ¿y los señores toleraban esto y hasta lo reconocían como un comportamiento correcto? ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo entre el anuncio de la muchacha de la cocina y su llegada a este lugar si no había sido con el objetivo de que el fogonero adormeciera de tal modo a los señores que estos perdiesen paulatinamente su claridad de juicio, que era a lo que más debía temerle Schubal? ¿No había golpeado, seguro que tras quedarse largo rato detrás de la puerta, solo en el momento en el que, como consecuencia de la pregunta sin importancia de aquel caballero, podía guardar esperanza de que el fogonero estuviera acabado?

      Todo estaba claro y así lo dejaba ver Schubal de manera involuntaria, pero a los señores había que mostrárselo de forma diferente, más tangible. Necesitaban que los sacudieran. Así que, Karl, ¡rápido!, aprovecha el tiempo antes de que aparezcan los testigos y lo inunden todo.

      Pero justo en ese momento el capitán frenó a Schubal con un ademán y este, viendo que su asunto parecía haberse pospuesto por un instante, dio un paso al costado y juntándose con el auxiliar, que de inmediato se le puso al lado, empezaron un diálogo no exento de miradas de soslayo hacia Karl y el fogonero, así como de gestos de lo más convencidos. Schubal parecía estar preparando de este modo su próxima intervención.

      –¿No quería preguntarle algo al jovencito, señor Jakob? –dijo el capitán, en medio del silencio generalizado, al caballero del bastoncito de bambú.

      –Así es –dijo este, agradeciendo la deferencia con una leve inclinación, y volvió a preguntarle a Karl–: ¿Cómo se llama usted?

      Karl, que creía favorable a la causa principal que este episodio con el obstinado interrogador quedara resuelto pronto, respondió brevemente, sin presentar su pasaporte, como era su costumbre, pues primero tendría que haberlo buscado:

      –Karl Roßmann.

      –Pero… –dijo el que habían tratado de Jacob y dio primero un paso atrás con una sonrisa casi incrédula.

      También el capitán, el jefe de caja, el oficial del navío, incluso el auxiliar mostraron un asombro desmesurado por el apellido de Karl. Solo los señores de la administración del puerto y Schubal permanecieron indiferentes.

      –Pero… –repitió el señor Jacob, acercándose a Karl con pasos algo rígidos–, entonces yo soy tu tío Jacob y tú eres mi querido sobrino. ¡Lo estuve sospechando todo este tiempo! –le dijo al capitán, antes de abrazar y besar a Karl, que dejó que todo ocurriera sin decir palabra.

      –¿Cómo se llama usted? –preguntó Karl, tras sentirse liberado, con mucha amabilidad pero totalmente inconmovible, esforzándose por prever las consecuencias que podría tener este nuevo acontecimiento para el fogonero, porque nada indicaba por el momento que Schubal pudiera sacar provecho de esto.

      –Dése cuenta de su suerte, joven –dijo el capitán, creyendo que la pregunta de Karl hería el honor del señor Jacob, quien se había vuelto hacia la ventana, a todas luces para no tener que mostrar a los otros su cara conmocionada, que además pasó a retocarse con un pañuelo–. El que se ha dado a conocer como su tío es el consejero de Estado Edward Jakob. A partir de ahora le espera, contra todas sus expectativas, una carrera brillante. Trate de comprenderlo lo mejor que pueda en este primer momento y compórtese.

      –Es cierto que tengo un tío Jakob en Estados Unidos –dijo Karl dirigiéndose al capitán–, pero si entendí bien, Jakob es solo el apellido del señor consejero de Estado.

      –Así es –dijo el capitán, expectante.

      –Bueno, mi tío Jakob, que es el hermano de mi madre, lleva de nombre de pila Jakob, mientras que su apellido debería ser naturalmente el mismo que el de mi madre, que de soltera era Bendelmayer.

      –¡Señores! –exclamó el consejero de Estado en referencia a la aclaración de Karl, volviendo de buen talante de su pausa de recuperación junto a la ventana.

      Todos,