Esta la amenaza que sobrevuela toda la obra de Kafka. Soplan vientos fenomenológicos a principios del siglo XX, cuando el correlacionismo volvía a afirmarse en otra de sus versiones, la incipiente fenomenología heredera de Brentano y forjada por Husserl. Kafka los respira y sospecha de la posibilidad de semejante correlación de sujeto-objeto, de lenguaje y mundo, de pensamiento y ser. No por haber puesto en duda la universalidad de la dimensión subjetiva, como sí hicieron otros (Woolf, Proust) sino al poner en juicio –en su múltiple valencia– el mundo mismo, echando mano del acertijo fundante de la ficción moderna: ser realista por lo fictivo, decir la verdad por lo falso. Al menos dos formas cobra este proceder de Kafka en sus relatos. Por medio de un sujeto radicalmente nuevo –transformación de las condiciones de la percepción, como en Gregor Samsa, que de pronto es insecto– o por medio de un objeto radicalmente otro –transformación del mundo circundante, como la llegada a un continente o al pueblo al pie del castillo desconocido–. Estamos en el sistema de la correlación, pero ya un poco marchitado, y la separación entre ambas esferas comienza a ser indiscernible. Hasta el adentro y el afuera –sabemos de las habitaciones particulares que son oficinas, de las ciudades prisiones– quedan anulados como tales en la correlación. “[En la conciencia y en el lenguaje] todo está adentro porque, para poder pensar lo que sea que pensemos, hay que ‘poder tener conciencia de ello’, hay que poder decirlo, y entonces quedamos encerrados en el lenguaje o en una conciencia, sin poder salir de allí. En este sentido [conciencia y lenguaje] no tienen exterior. Pero en otro sentido, están completamente vueltos hacia el exterior, son la ventana misma del mundo: porque tener conciencia es siempre tener conciencia de algo, hablar es necesariamente hablar de algo. Tener conciencia del árbol es tener conciencia del árbol mismo, y no de una idea de árbol, hablar del árbol no es decir una palabra sino hablar de la cosa, a pesar de que conciencia y lenguaje solo encierren el mundo en sí mismos porque, a la inversa, están por completo en él. Estamos en la conciencia o en el lenguaje en una jaula transparente. Todo está afuera, pero es imposible salir”.17
La jaula transparente de la correlación quedó puesta en entredicho de diversas formas durante el siglo pasado. Una de ellas –inaugural– es la obra de Kafka. El afuera y el adentro resultan inseparables. Es tanto el mundo de los tribunales, que son interiores y exteriores, como la percepción de la posible culpa, que es interna y se proyecta; es tanto la visión del insecto como el mundo familiar trastocado por su presencia; es tanto la juventud de Roßmann como el fordismo de América bajo la lente de aumento de la hipérbole y la ficción. Por esta falla que, hemos dicho, subyace a la geografía de Kafka, aparecen temblores. Contra lo racional de un sujeto, el mundo circundante queda bajo comienzo radical; contra la evidencia de un mundo dado, la duda radical de quien lo habita. Acabar con lo individual por mor de una colectivización política de Kafka, como hacen Deleuze y Guattari, obstruye este entramado entre percepción, razón y objetividad construido a partir de una prosa de fuerza clásica: quieta, límpida, resonante. Más adelante, cuando la obra de Kafka pase por su etapa aforística, con ciertos visos metafísicos, la antigua sobriedad de su escritura tendrá una reformulación, como ocurre en la breve pieza “En la galería” de Un médico rural, pero que ya era visible en sus cartas, en sus diarios, todo ese despliegue casi retórico de la lengua alemana.
El universal del siglo XIX, que había consagrado una perspectiva, la racional-europea, como la única válida, empieza a caducar y se levanta ahora, a principios del XX, el otro, el tan conocido para nosotros: el universal de la falla. Aunque también este tiene su fecha de vencimiento próximo, sigue estando vigente, al igual que Kafka, que lo señaló con su dedo objetivo. La ley, el poder, las estructuras sociales burocráticas, la soledad: todo un catálogo de escenarios que ponen en juego, hacen visible (por imágenes, precisamente) la falla en el ida y vuelta entre percepción y fenómeno, entre pensamiento y mundo. No hay lógica, no alcanza el juicio para entender lo que hay. La clave en Kafka –el truco– está en hacerla visible ahí donde la falla se hace más dolorosa: donde debiera haber una trascendencia, como en la idea de lo justo de la ley o del orden social del progreso. La comprensión (o intelección) está en discreto derrumbe: llegamos, pero la sala está a oscuras, hay niebla y el castillo resulta indiscernible, la casa tiene un pasillo pero las velas escasean o abundan las corrientes de aire. No hay nadie, pero de pronto vemos a alguien. Pareciera que todo marcha, que hay tiempo y hay vida humana, pero en verdad el devenir está quieto. Entonces los personajes se precipitan en especulaciones y largos diálogos sobre las posibilidades del futuro, de la interpretación, de lo que se ve.
Para salir de este callejón –y es lo que reclaman tantos personajes de Kafka, como Rotpeter en “Informe para una academia”: quiero solo una salida, no la libertad– no hay fórmula alguna, y ese es el sabor de fracaso que empapa estas ficciones. Si el K. de El castillo abandona la posada, es para encontrarse en el afuera inhabitable de la nieve. Y puesto que en estos espacios cosmogónicos no hay tiempo, tampoco las novelas pueden terminar. El inicio radical de estos relatos ha instalado una nueva temporalidad que, a su vez, es estática. Si el tiempo es uno y el mismo del principio al fin, entonces no habrá cambio alguno. Los pasados se pierden en las antigüedades indeterminadas de las fábulas y los cuentos tradicionales. Tras una transformación que ha ocurrido antes, fuera de escena, tras la llegada a un territorio desconocido, ocurre un comienzo radical. Este inicio –ser nuevo en América, ser nuevo al pie del castillo, ser insecto, ser mono, ser arrestado– da lugar, más que a un tiempo, a una nueva espacialidad. La jaula transparente de la correlación muestra así sus ángulos, aunque no su solución. En la actualidad, tras cien años de esta descripción de la falla, es posible imaginar que la realidad misma, sin nosotros, sin que nadie la vea ni la entienda ni la nombre con necesidad, se mantendrá en pie y tendrá su verdad.
¿Hay entonces un más allá de la falla, un camino fuera de la vieja correlación dramatizada por la obra de Kafka? El siglo XXI se sumerge en la posibilidad de la contingencia de las leyes del pensamiento y piensa en la multiplicación de los mundos, en estabilidades pasajeras, en una sin-razón que ni siquiera será el caos. Para ello imagina múltiples y se codea con un nuevo universal de la física y los universos posibles. Cree haber salido de la jaula, aunque el orden del mundo, el conocido, el temiblemente estable de los seres humanos, lo niegue día a día. Kafka, en sus secas elucubraciones, había habilitado la dialéctica y la paradoja, pero seguía aferrándose al principio de razón. Debía haber una razón para el poder del castillo, para la arbitrariedad de los tribunales, para el sistema del supuesto progreso americano. ¿Qué pasaría si dijéramos lo contrario? Kafka sería entonces una muestra del pasado, y su prosa, al fin, un clásico.
MARIANA DIMÓPULOS
Buenos Aires, octubre de 2020
1 Por parte de su madre, Julie Löwy, Kafka perteneció a una familia de estudiosos de la tradición judía, reconocidos por la comunidad. Hermann Kafka, el famoso padre, provenía de una familia de pocos recursos y había debido trabajar desde muy joven. El alemán era en