Las actuales relaciones de poder político que se verifican en la sociedad no serán transformadas por quienes se han visto directamente beneficiados por ellas. No es posible esperar de estos agentes políticos –que han devenido en privilegiados como consecuencia de las prácticas políticas e institucionales que se han desarrollado desde 1988 a la fecha–, una decisión efectivamente transformadora de las actuales relaciones de poder. La única posibilidad para que un proceso constituyente sea uno constituyente y no una manifestación más de la vía reformista, depende de que en él participen aquellos sujetos políticos que han estado relegados a posiciones de subalternidad.
No podemos olvidar que la legitimación democrática de todo ordenamiento jurídico emana de un acto político constitutivo, cuyo contenido se proyecta hacia lo constituido. En este sentido, la asamblea constituyente como mecanismo para la elaboración de una nueva constitución es el único mecanismo suficiente para garantizar su legitimidad, en la medida que pueda representar simbólicamente aquel hito de deliberación política radical, necesario para que la comunidad política se constituya a sí misma como tal y, de paso, reconozca como propio al ordenamiento que emana del proceso. Esa necesidad emana no solo de la crisis de legitimidad que arrastra el actual ordenamiento constitucional, sino del agotamiento de la vía reformista para hacerle frente.
Todo momento constituyente pone fin a un orden determinado, en una serie de dimensiones eventualmente simultáneas: desde luego jurídica, pero también económica, social e, incluso, cultural. Un momento efectivamente constituyente no solo da paso a un nuevo orden jurídico, sino también político. En otras palabras, un momento constituyente exitoso constituye –podríamos decir, principalmente– a la comunidad política a partir de nuevas formas para su agenciamiento político, y no solo en relación a sus formas jurídicas externas. Por ello, la concepción de la Constitución como la forma jurídica del poder, siendo correcta, sigue respondiendo a una aproximación parcial, precisamente porque deja fuera la dimensión constitutiva de las relaciones de poder en la propia sociedad y de las formas de agenciamiento político –no institucional– del poder soberano del pueblo(s). La noción de legitimidad del derecho, que emana del reconocido principio de soberanía popular, se explica desde esta doble dimensión: el momento constituyente da paso a un ordenamiento jurídico que el pueblo soberano está dispuesto a obedecer porque i. lo reconoce como el resultado de una decisión propia, y ii. le da sentido e identidad a la comunidad misma. Es esta, precisamente, una de las principales carencias del ordenamiento constitucional actual, pues está diseñado no solo para neutralizar la institucionalidad política, obstaculizando una efectiva representación política del titular de la soberanía, sino también para desarticular al pueblo(s) como agente político.
Quienes se oponen a una transformación efectiva de la constitución política, han afirmado que no existe una relación directa entre el procedimiento de elaboración de una Constitución y sus contenidos, invitándonos a la sensatez de discutir lo (que ellos consideran como lo) «realmente importante»: los contenidos de la futura Constitución Política. Esa aproximación formalista emana de sujetos asentados en las posiciones de privilegio configuradas por el actual orden constitucional, que sólo piensan en las modificaciones jurídicas a la Constitución, pero se resisten a comprender que su legitimidad pasa por reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad. Por eso la vía reformista, principalmente empujada por este tipo de actores, se encuentra agotada: ella no será capaz de encauzar un proceso de transformación de las actuales relaciones de poder, precisamente porque se articula a partir de ellas.
La forma es el fondo, en efecto. No porque el mecanismo de elaboración sea, en abstracto, más importante que los contenidos resultantes, sino porque el mecanismo determina, en concreto, los sujetos y agentes políticos que participarán de la elaboración de la nueva Constitución; serán ellos quienes determinen sus contenidos. Eludir la discusión sobre la forma, o peor, afirmar que la forma es secundaria frente a la necesidad de priorizar la definición de los nuevos contenidos, genera un efecto político muy evidente: se impone, como regla por defecto, el mecanismo que ha sido utilizado hasta ahora para reformar la Constitución, eludiendo la potencia transformadora del momento constituyente. Existe una relación evidente entre forma y fondo, en especial cuando la forma que se promueve supone una apertura radical a una participación y deliberación ciudadana sin precedentes en la historia institucional chilena.
La forma es el fondo, porque quienes participen en el proceso constituyente y en la decisión política de dar paso a una nueva constitución, decidirán sobre la estructura de las relaciones de poder en las cuales ellos mismos participan. Si de esa decisión solo participan quienes hoy se ven privilegiados por esas relaciones de poder, ellas no se verán afectadas, por lo que quienes están en posiciones de subalternidad, o de dominación, se mantendrán en ellas. Solo una apertura radical a la participación de las clases subalternas en el momento constituyente, puede dar paso a una nueva constitución. Así, me parece razonable concluir que: i. si la Constitución es un espacio normativo para la configuración de relaciones de poder entre los sujetos que forman parte de la comunidad política, y si ii. en la configuración de dicho instrumento esos mismos sujetos participan y deliberan activamente en condiciones suficientes de libertad, igualdad e información, entonces, iii. es razonable esperar que el instrumento resultante intente establecer relaciones de poder más coherentes con lo que dichos sujetos considerarían justas y en las cuales estarían libremente dispuestos a participar, sin que eso suponga verse obligados a aceptar una relación de sometimiento o de subalternidad. Ello supone discutir la forma primero y entregar a ese mecanismo la decisión relativa a los contenidos, sin condicionar el ejercicio de la voluntad soberana del pueblo(s) con preconcepciones que emanan de las actuales posiciones de privilegio.
En otras palabras, dado que la Constitución es una de las manifestaciones normativas más significativas del poder (político, pero también económico, social y cultural) de una sociedad, su configuración por una comunidad política (teóricamente) titular de ese poder pero (materialmente) sometida al mismo, debiera dar paso a una configuración donde pueda hacerse efectiva una distribución social del poder político, especialmente cuando su acumulación resulta hoy evidente (es por esta razón que la crisis actual de la política no es respecto a la representación democrática, sino a cómo las actuales prácticas de representación han sido cooptadas por cúpulas dirigenciales, que las han manipulado para la acumulación de poder político en su favor). Esa nueva configuración en las relaciones de poder solo podrá ser efectiva si en la decisión constituyente participan las clases subalternas, las mismas que hasta ahora han sido marginadas por la implementación de la vía reformista.
Bibliografía
Atria, Fernando (2013): La Constitución tramposa. Santiago: LOM.
Bassa, Jaime (2013): «La pretensión de objetividad como una estrategia para obligar. La construcción de cierta cultura de hermenéutica constitucional