Si en el pasado la formación de las nuevas generaciones se dirigía hacia las preocupaciones esenciales de la humanidad, hoy no existen los límites y se puede soñar sin restricciones, con osadía, riesgo, búsqueda de ideales, pero con una materia prima desorganizada, mal asimilada, difusa y tumultuosa. Hay un cambio de actitud, es verdad y es bueno, el problema es otro; es soñar con un cerebro poblado de trivialidades.
Hasta los años de 1970 las opciones de un egresado de educación media eran sólo dos: o seguir una carrera profesional en la universidad, para lo cual había que postular y las vacantes eran pocas, o encontrar de inmediato un trabajo e iniciar una carrera funcionaria que, con suerte, superaba los 40 años y se podía jubilar como jefe. Las excepciones llegaban hasta los niveles gerenciales. Lo bueno era que un júnior podía llegar a convertirse en el presidente de un banco. Hoy es improbable –por no decir imposible– este escenario. Hoy las expectativas de un recién egresado del colegio son parecidas, pero los matices son muy distintos. Por ejemplo, un graduado puede tomarse un tiempo para pensar y ese periodo puede superar los dos años de reflexión. Lo hace acomodado en una habitación VIP del fabuloso Hotel Mamá. También puede empezar a estudiar una profesión y a los tres años darse cuenta que no era lo suyo. Se retira, se pierde el dinero de la fabulosa Financiera Papás, y es posible volver a pensar durante otro año. Mientras tanto el tiempo corre y la medicina aumenta las expectativas de vida. Hoy no es inusual llegar a los 30 años estudiando a costa de los viejos queridos, que nunca se aburren de entregar los recursos para que sus hijos cumplan sus sueños.
En el pasado, las empresas que eran objetivo de los postulantes eran las industrias, en las que reinaban las líneas de montaje; tres de cada cuatro empleos estaban relacionadas con la producción de algo. Lo seguía la construcción, la minería y la actividad pesquera, el comercio minorista –que ahora se denomina retail–, también las empresas generadoras de energía y el incipiente sector de los servicios. Quien trabajaba en esta última área, era una persona con poca preparación. Hoy el 90 por ciento de los ciudadanos están vinculados a las áreas de servicios.
“La educación moderna, particularmente en el periodo escolar más temprano, tiende con demasiada frecuencia a hacer del niño algo diferente de lo que realmente es; lo nutre de normas y de conocimientos, pero coarta su libertad desvaneciendo, de este modo, la originalidad de su fantasía y las expresiones más auténticas y vitales de su personalidad. Debiera ser siempre una educación para la Libertad”, dijo el fallecido psiquiatra chileno Sergio Peña y Lillo en su libro Puntos de vista.
Las escuelas del pasado y las de hoy no son muy diferentes, enseñan contenidos, algo de memorización y racionalidad. La educación, a pesar de los reproches, continúa orientada a formar profesionales dependientes que con temor sólo desean conseguir un empleo fijo y seguro para toda la vida. Mientras tanto, en pleno siglo XXI, el mercado ya no requiere de este tipo de trabajadores. Lo que las empresas ofrecen ahora no son oportunidades laborales, sino proyectos, generalmente de corta duración. El joven no entra a un empleo, entra a un proyecto –que generalmente la empresa externaliza– para que una Pyme o un prestador de servicios subcontratado lo lleve a la práctica en plazos que un empleado demoraría mucho más. Es así como las empresas no compran el tiempo, sino el resultado del tiempo de los jóvenes.
El ingreso a la universidad sigue el mismo rito, antes el bachillerato, luego la PAA, o prueba de aptitud académica, y finalmente la actual PSU. Todas con el mismo sentido, calificar las capacidades de una educación formal, rutinaria, arcaica y anodina, pero, en ningún caso, para evaluar al joven destinado a nuevos mercados laborales, que ya funcionan plenamente en el país.
En el pasado, para estudiar una carrera universitaria había que superar las dificultades de las elevadas exigencias de ingreso y la escasa oferta de universidades; sumemos a esa realidad que, en aquellos años, existían muchísimas oportunidades labores para quienes sólo tenían enseñanza media completa. Además se adicionaba lo que se denominaba, la antigüedad en los cargos, que era una señal de calidad en el trabajo. Por lo tanto, la fórmula de hacer carrera en una misma empresa era socialmente muy validada. Entrar a la universidad no era algo tan necesario y sólo era accesible para quienes tenían más capacidades.
Vale la pena recordar que para una promoción de profesionales que se titulaba en la universidad hasta finales de la década de 1970, existían entre diez a veinte oportunidades laborales para cada uno. En este número, no estaba computada la totalidad de las vacantes existentes en los servicios públicos que, en aquella época, aumentaban las oportunidades complementarias para quienes se recibiesen en las carreras más básicas. En cambio, para un muchacho recién egresado en el año 2014 de la carrera de Ingeniería Civil Industrial, el panorama era completamente diferente. Un año después de haber salido de la casa de estudios superiores, de cien titulados, apenas veinte ejercían la carrera que habían estudiado; treinta todavía estaban en una fase de búsqueda de algo relativamente estable; y literalmente, el cincuenta por ciento de la promoción todavía buscaba una oportunidad de empleo.
Muchos aún creen que en esa época la universidad era gratis, lo que es de alguna manera cuestionable, ya que los padres financiaban las carreras con los excesivos impuestos y descuentos que le hacía el Estado y los antiguos planes de pensión de sus sueldos. En efecto, un sueldo de los años 60 era afecto a un 30 por ciento aproximado de descuentos contra el 20 por ciento de la actualidad.
Por fortuna, un cambio radical en la educación es inevitable. Una nueva doctrina para el desarrollo del individuo reafirmará que no todos los hombres y mujeres son intelectualmente iguales y establecerá los cimientos para un adecuado y, sobre todo, digno desarrollo de las especializaciones, de acuerdo con las aptitudes y las facultades naturales, en vez de obligar a que un individuo se adapte a una norma o una estructura que no le calza.
Tampoco es factible esperar que el país logre una educación mejor con sólo incrementar el gasto en los métodos educativos actuales o alargar la jornada escolar. El gasto por alumno se ha aumentado año con año, sin los resultados esperados.
La revolución del aprendizaje está dejando al maestro del salón de clases o al expositor brillante tan obsoleto como el taller de un herrero. Hoy, el objetivo es el desarrollo práctico de las competencias. El maestro electrónico del futuro cercano, hasta cierto punto, está a nuestro alcance en el presente. Los materiales interactivos que nos da el e-learning están a disposición, para iniciar los cambios. En un porvenir inmediato, el aula escolar se transportará al hogar, conducida por cientos de carriles de la supercarretera de la información, que es comandada por lnternet, que permitirá a cada estudiante la interacción con el sistema de una manera diseñada para adaptar los procesos de aprendizaje a los talentos únicos del alumno y a los conocimientos previamente adquiridos... si los adquirió en su oportunidad. El aula virtual proporcionará las asignaturas para las técnicas (lectura y aritmética, por ejemplo) y para temas específicos de las carreras profesionales. Además el sistema incluirá materias que enriquecerán el conocimiento personal.
Parafraseando nuevamente a Sergio Peña y Lillo, podría decirse que la formación de nuestros jóvenes debería ser más una obra de escultura que de pintura; la pintura coloca colores ajenos en el lienzo, y la escultura –en cambio– quita del mármol o de la piedra lo que ésta tiene de más, para que emerja la figura escondida en la materia.
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