Pero lo que me llama la atención, es que son las mujeres o gran parte de ellas las que gustan de este tipo de hombres. Tal vez porque representan el éxito y el dinero.
La mayor parte de las mujeres dice que es el amor la primera razón para casarse o vivir con un hijo de familia e hijo de papi y la segunda razón más poderosa es la necesidad desgarradora y patológica de lograr una seguridad económica estable… que es tan importante en estos días.
Un hijo fanfarrón y dependiente es como tener hemorroides, te molesta….te duele… pero se debe sufrir en silencio.
Un grito acompañado de una orden perentoria, como por ejemplo: ¡levántate flojo aprovechador! molestará, sin duda, al hijo:
HIJO: ¿Qué pasa viejo?…. ¿Por qué no respetas mi siesta y mi descanso?
PADRE: Levántate, ven a ver el programa de Animal Planet… ¡escucha!… las crías de las suricatas son expulsadas de la cueva a los dos meses de edad, el venado de las llanuras de Ohio al año abandona la manada, las crías de la ballena azul, el mamífero más grande del planeta, abandona a su madre a los tres años de edad y vos, mamón, con treinta y cinco años de edad todavía no eres capaz de irte de la casa.
HIJO: Si yo quiero irme viejo, pero necesito una ayuda, un empujoncito.
PADRE: ¿Un empujoncito?... Si nunca has caminado, usaste andador hasta los diez años, pasaban a buscarte y a dejar al colegio en autobús escolar hasta los quince años, después pediste una bicicleta y para no pedalear le pusiste un motor mosquito y como si todo eso fuese poco, la Navidad pasada le exigiste a tu madre que te regalara zapatos con ruedas para desplazarte por la casa. ¡Hasta cuando mamón!.. ¡Hasta cuando…!
Hijo: No soy flojo, como que no cacho lo que quiero… La verdad es que no encuentro la vocación.
PADRE: Pero qué tal las botellas de vino, esas las encontráis muy rápido… eres flojo y aprovechador… eso eres.
HIJO: No te comprendo viejo… si tú mismo me dijiste: aprovecha ahora que eres joven… y eso es lo que estoy haciendo… y más encima te enojas… de verdad viejo, no te entiendo.
PADRE: ¡¡Vieja!! ¿Sabes una cosa? ¡¡¡Encontré la solución!!! Cambiémonos de casa y no le des la dirección a este mamón.
SEGUNDO PRÓLOGO
DE LA ANTIGUA Y CÁLIDA PENSIÓN MAMÁ AL MODERNO Y FABULOSO HOTEL MAMÁ (Héctor Velis-Meza)
Yo no conocí el fabuloso Hotel Mamá. Viví en una época en que no existía. Yo pertenezco a los tiempos en que los hijos de la clase media teníamos asignadas responsabilidades muy definidas en el hogar, que se cumplían sin chistar y que cuando se terminaba de cursar secundaria, o se salía del bachillerato, únicamente existían posibilidades muy restringidas para continuar adelante: la educación superior, para seguir una carrera profesional, una capacitación rápida en alguna habilidad, como escribir a máquina, o una ocupación inmediata, si no se conseguía ingresar a lo primero. Por esta razón, yo pienso que me correspondió vivir en la entrañable y recordada Pensión Mamá, una casa de huéspedes tan buena como la mejor del centro, parafraseando lo que aseguraba el eslogan de una conocida farmacia de aquel entonces.
En las décadas de 1950 y 1960, figuradamente, en la provinciana Residencial Mamá se tenía derecho a un dormitorio amoblado con cama y buenas frazadas, mesa de trabajo y estantería para los libros (no se concebía una casa sin éstos), agua caliente en el baño, tres abundantes comidas diarias y acceso a un living con sillones cómodos, pero antiguos, una radio para escuchar las noticias y los radioteatros más un tocadiscos que animaba los bailes informales del fin de semana. A la hora del almuerzo había que sentarse a la mesa con las manos recién lavadas y sin gorra y se tenía pleno derecho a participar en la conversación diaria. Una vez que se terminaba de comer, entre todos los comensales se trasladaban los platos a la cocina y había que turnarse para lavar la loza, si no existía servicio doméstico. Los pensionistas teníamos que ayudar a cuidar las finanzas de la casa; por esa razón, los alimentos no se perdían y se reciclaban en guisos caseros o se recalentaban en la noche, al oscurecer si se salía de una habitación había que apagar la luz y la tetera se ponía al fuego sólo con el agua que se iba a necesitar, para no perder gas inútilmente. Cada cierto tiempo había que encerar, limpiar los vidrios, sacudir las alfombras en el patio, cortar el pasto si había jardín y podar la enredadera del frontis. Así y todo eran buenos tiempos y, en muchos aspectos, mejores que los de ahora. Estábamos acostumbrados a los quehaceres del hogar y como se asumían con gusto, uno sentía que pertenecía plenamente a un lugar y a una familia.
Con respecto al rol que se cumplía en el hogar, a nadie se le habría ocurrido tomarse un año sabático al terminar el colegio, con los propósitos de reponer energías (¿?) y reflexionar sin presiones de ninguna naturaleza. Al finalizar la Secundaria, el alumno tomaba cursos de preparación para ingresar al bachillerato –más tarde se preparaba uno –y se prepara aún– para la Prueba de Aptitud Académica– y si el puntaje no nos acompañaba, había que partir de inmediato a buscar algo que hacer para subsistir y, por supuesto, aportar a la familia. En aquel entonces, ni siquiera las vacaciones del último año de secundaria se podían tomar y era usual que quienes no quedaban en la universidad, en enero ya estuvieran trabajando. La adolescencia tenía un final abrupto y sólo se prolongaba algunos años, y no muchos, si se estudiaba una carrera. Los que no ingresaban a la educación superior, alrededor de los veinte o veintiún años, ya estaban pensando en el matrimonio y tenían novia estable.
¿Era malo finalizar este periodo de la vida de manera tan rotunda, definitiva y sin ningún tipo de transición? En primer lugar eran otros tiempos, el crédito no estaba al alcance de todos, había que cuidar el dinero y todo parecía ser más caro, porque se compraba al contado si no se tenía cuenta corriente en algún banco, para dar cheques. La gente era más confiada y el verdulero, el carnicero y el almacenero de la esquina daban un crédito, en el que las compras semanales quedaban registradas en una libreta. Al final del mes, se pagaban religiosamente las cuentas y se pasaba a la página siguiente. A nadie se le habría ocurrido no saldar esos compromisos; era lo primero que se hacía cuando se recibía el sueldo. Como los haberes se distribuían con cautela, en el hogar todos sus integrantes tenían conciencia de lo que costaba ganarse el salario y todos también sabían lo rápido que desaparecía. No era malo, entonces, ser parte de la gestión administrativa del hogar, más bien era un entrenamiento eminentemente práctico para el futuro.
Comparo el pasado con el presente y reafirmo que no conocí el Hotel Mamá. Tampoco soy un viudo del pasado y menos un prisionero de los recuerdos. Los adelantos de la vida moderna son extraordinarios y uno no se explica cómo fue posible vivir tantos años, entre otras cosas, sin computadores, teléfonos inteligentes, tarjetas de banco, cajeros automáticos, tren subterráneo, cámaras digitales, televisión por cable, hornos de microondas y Power Point en todas los salones de clases de las universidades, y control remoto para hacer funcionar el data show desde cualquier lugar del aula.
Tampoco me explico, por ejemplo, cómo pudimos, en el campo, tener excusados que eran unas casuchas montadas sobre un hoyo tenebroso y fétido, que se levantaban a varios de metros de la casa, para hacer las necesidades y mantener lejos la pestilencia. Al lado del durísimo asiento de madera había un clavo con hojas de diarios, cortadas en cuadritos no muy chicos por supuesto, para la higiene íntima. Cuando uno se acuerda de esos detalles, agradece vivir en este tiempo.
Las diferencias entre el pasado y el presente no hay que buscarlas en la infraestructura. Muchos matrimonios que bordean los 55 años, en más de una oportunidad, confidencian a sus más allegados que no hayan qué hacer con sus hijos, que viven una eterna adolescencia y una soltería pertinaz y no ofrecen indicios de que quieran abandonar el